Comprendí que tenía razón y dije que le plantearía la cuestión a Penélope.
Lord Huntingdon se encogió de hombros impaciente, indicando que resultaba innecesaria la consulta con la futura esposa. Era un buen enlace, el mejor que Penélope podía esperar dado que su madre había caído en desgracia, y debía aceptarse sin dilación.
Pero yo conocía a Penélope. No era muchacha débil y tenía una visión muy clara de sí misma.
Cuando le hablé de la visita de Lord Huntingdon y de su propósito, se mostró firme.
—¡Lord Rich! —gritó—. Le conozco y no quiero casarme con él decida lo que decida Lord Huntingdon. Vos sabéis que estoy comprometida con Philip.
—Estáis en edad de casaros, y él no muestra el menor deseo de hacerlo. Huntingdon opina que el hecho que yo haya caído en desgracia repercutirá en vos y que, en consecuencia, deberíais considerar un buen matrimonio mientras os sea posible.
—Ya lo he considerado —dijo Penélope, con firmeza—. No quiero casarme con Robert Rich.
No insistí en el asunto porque sabía que sólo alimentaría su terquedad. Quizá cuando se fuese acostumbrando a la idea no le resultaría tan repulsiva.
Hubo gran conmoción en el país cuando vino a la Corte el duque de Anjou. Llegó de un modo calculado para conquistar el corazón de la Reina, pues llegó a Inglaterra en secreto, acompañado sólo de dos criados y se presentó en Greenwich, donde solicitó permiso para arrojarse a los pies Isabel.
Nada podría haber satisfecho más a ésta y su enamoramiento (suponiendo que tal fuese) asombró a todos. Pocos hombres habría menos atractivos que el príncipe francés. Era muy bajo (enano, casi) y había sufrido de niño un grave ataque de viruela que le había dejado muchas cicatrices en la piel y había dado a ésta un tono desvaído. Se le había ensanchado la punta de la nariz y la tenía como partida en dos, lo que le daba una apariencia de lo más extraña. A pesar de esto, siendo como era un príncipe, había podido llevar una vida de libertinaje, a la que se había entregado sin control.
Se había negado a estudiar, de modo que su educación era muy escasa. Carecía por completo de principios, morales o religiosos, y estaba dispuesto a hacerse protestante o a ser católico según le conviniese. Lo que sí tenía era cierto encanto en la persona y en los modos y gran destreza en el halago y en el fingir… y esto afectó a la Reina. Cuando se sentaba en una silla era como una rana y la Reina se dio cuenta en seguida y con su pasión por los apodos, lo convirtió en seguida en su Ranita.
Yo sentía gran despecho por no estar en la Corte y poder ver la farsa, el pequeño príncipe francés de veintipocos años, repugnantemente feo, haciendo el papel de ardiente enamorado, y la respetable Reina de cuarenta y tantos, derritiéndose con sus ardorosas miradas y sus apasionadas declaraciones. Podía resultar muy cómico, mas distaba mucho de serlo lo que estaba en juego, y no había hombre que estimase verdaderamente los intereses de la Reina y del país que no se sintiese despechado. Supe que hasta los mayores enemigos de Robert consideraban una desdicha que no se hubiese casado con él y hubiese dado ya un heredero al reino.
Robert, aunque seguía en desgracia, se vio obligado a acudir a la Corte, y yo a veces me preguntaba si ella no habría organizado todo aquel repugnante espectáculo sólo por torturarle. Me enteré de que se había hecho hacer un adorno en forma de rana (de diamantes sin tacha) y que lo llevaba puesto a todas partes.
Durante unos cuantos días, el Duque apenas se apartó de su lado, y paseaban por los jardines, charlando y divirtiéndose, cogidos de la mano, e incluso se abrazaron en público; y cuando el príncipe volvió a Francia, lo hizo con la certeza de que habría matrimonio.
Y a principios de octubre, Isabel reunió a su Consejo para decidir sobre su boda, y como Robert aún formaba parte del Consejo, estuvo presente, por lo que pude saber lo que pasó.
—Mientras ella no estuvo presente —me contó Robert—, pude tratar la cuestión con libertad, y como un asunto puramente político. Parecía haber ido ya tan lejos con el Príncipe que era ya difícil retroceder, y el matrimonio quizá resultase inevitable por ello. Todos sabíamos la edad de la Reina, y parecía muy poco probable que pudiese dar un heredero, y, si por casualidad lo hiciese, peligraba su vida en el trance. La Reina tenía años suficientes para ser la madre del Duque, dijo Sir Ralph Sadler, y era, sin duda, cuestión que exigía un general acuerdo. Sin embargo, conociendo el carácter de Isabel, consideramos impensable sugerir que se desechase el proyecto, pero nos comprometimos a pedirle que nos informase de sus deseos y a asegurarle que procuraríamos acomodarnos a ellos.
—Eso no le gustó, estoy segura —comenté—■. Ella quería que le pidieseis que se casara y que diese un heredero al país, manteniendo la ilusión de que aún era joven.
—Tenéis razón. Nos miró furiosa a todos cuando se lo dijimos (a mí sobre todo), y dijo que algunos estaban muy dispuestos a casarse, pero querían negar esta posibilidad a otros. Dijo que habíamos hablado durante años como si la única seguridad para ella fuese casarse y tener un heredero. Ella había supuesto que le pediríamos que siguiese adelante con el matrimonio y había sido una estúpida al pedirnos que deliberáramos en su nombre, pues era cuestión demasiado delicada para nosotros. Ahora habíamos sembrado de dudas su resolución y disolvería la reunión para pensar a solas.
Había estado de muy mal humor todo aquel día, riñendo a todos; y estoy segura de que todos aquellos cuyos deberes les acercasen a su persona debieron soportar su mal humor.
Burleigh convocó el Consejo y dijo que como ella parecía decidida a casarse, quizá debiesen aceptarlo, pues tal era su carácter que cualesquiera fuera el consejo que le dieran, ella seguiría su propia inclinación.
Ni siquiera entonces pude creer yo que se casase con el Duque. El pueblo estaba en contra, y ella siempre lo había tenido muy en cuenta.
Robert decía que pocas veces la había visto de tan mal humor. Parecía que el francés la hubiese hechizado. Debía ser un mago, pues pocos habían visto hombre tan feo. Sería ridículo que lo aceptase. De cualquier modo, los ingleses odiaban a los franceses. ¿No habían apoyado los franceses a María, la reina de Escocia, y le habían inculcado sus grandiosas ideas sobre sus derechos al trono? Isabel, si se casaba, caería en el juego de los franceses. Podía haber una rebelión en el país. Desde luego, el conde de Anjou era protestante… de momento. Era, y todo el mundo lo sabía, como una veleta. Hoy hacia el norte, mañana hacia el sur…, sólo que en este caso, norte y sur serían católico y protestante. Cambiaba según soplase el viento.
Fuimos a Penshurst a consultar con los Sidney qué sería lo mejor.
Nos hicieron un gran recibimiento. Siempre me había asombrado la lealtad familiar de los Dudley. A Robert se le recibía con más cariño aún ahora que había caído en desgracia que cuando estaba en la cima del poder.
Recordé que María había dejado la Corte porque ya no podía soportar lo que se decía allí de su hermano, y Philip se había ido a Penshurst por la misma razón. Él era un favorito especial de la Reina. Le había nombrado copero suyo. Pero le había dado licencia para irse porque había dicho que se ponía tan hosco y triste cada vez que ella le hacía saber lo enfadada que estaba por la conducta de aquel tío suyo, que le daban ganas de tirarle de las orejas.
Philip era más que guapo, hermoso. A la Reina le gustaba por su aspecto y cultura, por su honradez y bondad; pero, por supuesto, el tipo de hombre que a ella le atraía era otro completamente distinto.