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Pero ahora nosotros teníamos un hijo (nuestro propio Robert) y yo me decía que su padre, que deseaba eliminar obstáculos de su camino, sin duda sería capaz de eliminar las pruebas de un matrimonio, si es que lo había habido. Ningún hijo mío sería tachado de bastardo. No estaba dispuesta a cruzarme de brazos y dar a la Reina aquella satisfacción. Sabría confundir su malicia, demostrar que estaba equivocada y convertir aquello en otra victoria de su Loba.

Sussex nos dijo que la Reina le había encargado descubrir la verdad sobre aquel asunto. Isabel estaba decidida a saber si, de verdad, había habido matrimonio. Teníamos un buen aliado en Sir Edward Stafford, que, profundamente enamorado de Douglass, ansiaba demostrar que no había habido matrimonio entre Douglass y Robert. Estaba tan ansioso como nosotros.

Al parecer, Douglass quería defender lo que ella llamaba «su honor»; y, por supuesto, luchaba por su hijo. Eso era un punto a nuestro favor. Leicester, como padre de familia que deseaba hijos legítimos, era poco probable, se decía, que repudiase a uno tan notable e inteligente como el Robert de Douglass.

Esperábamos impacientes el resultado de las indagaciones. Sussex interrogó a Douglass, y resultaba inquietante recordar lo mucho que detestaba a Robert, pues estábamos seguros de que le encantaría poder descubrir pruebas contra nosotros.

Douglass insistió, tras un detenido interrogatorio, en que había habido una ceremonia en la que ella y Leicester habían empeñado su palabra de un modo que ella consideraba vinculante. Entonces ella tenía que tener algún documento. Tenía que haber habido un acuerdo. No, dijo la simple de Douglass, no tenía nada. Había confiado en el conde de Leicester y le había creído ciegamente. Lloró después de un arrebato de histeria y suplicó que la dejasen sola. Era feliz en su matrimonio ahora con Sir Edward Stafford, y el conde de Leicester y Lady Essex tenían un hermoso hijo.

Entonces, al parecer, Sussex se vio obligado a declarar que lo que había ocurrido entre Lady Sheffield y el conde de Leicester no había sido un verdadero matrimonio y que, debido a ello, Leicester había podido casarse con Lady Essex, tal como hizo.

Cuando me comunicaron la noticia, me sentí inundada de gozo. Había estado aterrada a causa de mi hijo. Ahora ya no había duda de que el pequeño Robert que estaba en la cuna era el legítimo hijo y heredero del conde de Leicester.

Y mientras me regocijaba de mi buena fortuna, podía también gozar del despecho de la Reina. Me dijeron que cuando se enteró de la noticia se puso furiosa y llamó a Douglass imbécil, a Leicester libertino y a mí loba, una loba feroz que recorría el mundo buscando hombres a los que poder destruir.

—Mi señor Leicester lamentará el día en que se unió a Lettice Knollys —declaró—. Este no es el final de ese asunto. A su tiempo, se recobrará de su necedad y sentirá los ponzoñosos dientes de la loba.

Podría haber temblado al comprender el odio que había despertado en nuestra omnipotente señora, pero de algún modo resultaba estimulante, sobre todo ahora que saber que la había vencido otra vez. Podría imaginar su furia, y el que estuviese principalmente dirigida contra mí me entusiasmaba. Mi matrimonio estaba seguro, el futuro de mi hijo protegido. Y eso no podía quitármelo la poderosa Reina de Inglaterra, aunque intentase para ello ejercer todo su poder.

Una vez más triunfaba yo.

Podía salir ya a la luz pública, pues no había necesidad alguna de seguir guardando el secreto, y centré mi atención en las magníficas residencias de mi marido, decidida a engrandecerlas aún más. Debían exceder todas ellas en esplendor a los palacios y castillos de la Reina.

Volví a amueblar mi dormitorio de Leicester House, instalando una cama de nogal, cuyas colgaduras eran de tal magnificencia que nadie podía mirarlas sin quedar boquiabierto.

Estaba decidida a que mi dormitorio fuese más espléndido que el que había dispuesto para la Reina cuando llegara de visita. Recordaba que cuando ella viniese, yo tendría que desaparecer… o eso, o se negaría en redondo a venir. Y si venía, sabía que su curiosidad la empujaría a ver mi dormitorio, así que procuré que fuese maravilloso en todos los detalles. Las colgaduras eran de terciopelo rojo, decorado con hilos y lazos de oro y plata. Todo lo que había en la habitación estaba cubierto de terciopelo y telas con plata y oro; mi silleta era como un trono. Sabía que si ella veía aquello se pondría furiosa. Y desde luego se enteraría. Había muchas lenguas maliciosas dispuestas a atizar la hoguera de su odio contra mí. Toda la ropa de cama, de lino, estaba decorada con el escudo de armas de los Leicester y era de lo más fina; teníamos ricas alfombras en el suelo y en las paredes, y fue una alegría prescindir de los juncos que enseguida olían mal y se llenaban de pulgas y chinches.

Robert y yo nos sentíamos felices. Podíamos, reír tras los ricos cortinajes de nuestro lecho pensando en nuestra habilidad para casarnos pese a todos los obstáculos que nos lo impedían. Cuando estábamos solos, yo llamaba a la Reina Esa Zorra. Después de todo, era astuta como el zorro, y la hembra de esa especie era más artera que el macho. Como ella me llamaba a mí Loba, yo llamaba a Robert mi Lobo y él contestaba llamándome su Cordero, pues decía que si el león podía tenderse junto a tan dulce criatura, también podía hacerlo el lobo. Le recordé que tenía muy poco de cordero, y él dijo que eso era cierto en lo que al resto del mundo concernía. La broma persistió, y siempre que utilizábamos estos sobrenombres, la Reina no estaba lejos de nuestros pensamientos.

Nuestro hijo pequeño era una alegría para ambos, y yo empezaba a disfrutar de mi familia, no sólo por estar consagrada a ella, sino porque la Reina, pese a toda su gloria, debía sentir la falta de hijos e hijas. Había, sin embargo, una cierta tristeza en la casa debido a Penélope. Ésta había estado furiosa durante un tiempo, proclamando su oposición al matrimonio con Lord Rich. Lord Huntington propuso que se la pegase para someterla, pero yo me opuse a ello. Penélope era muy parecida a mí: bella, animosa y apasionada; el pegarla no habría hecho más que fortalecer su resistencia.

Razoné con ella. Le indiqué que aquel matrimonio con Lord Rich era lo mejor para ella en aquel momento. La familia estaba en desgracia (en especial yo) y mi hija jamás sería aceptada en la Corte; pero si se convertía en Lady Rich sería distinto. Quizá tuviese la impresión de que preferiría vivir en el campo a casarse con un hombre a quien no amaba, pero el aburrimiento le haría cambiar de idea.

—Yo no puedo decir que estuviese terriblemente enamorada de tu padre cuando me casé con él —confesé—. Pero no fue un matrimonio fracasado. Y os tuve a vosotros con él.

—Y fuiste muy amiga de Robert durante ese matrimonio —me recordó.

—No hay nada de malo en tener amigos —Contesté.

Esto la dejó un tanto pensativa y cuando Lord Huntingdon volvió una vez más a hablar seriamente con ella, ella accedió.

Se casó con Lord Rich, y, pobre niña, se comentó la suerte que tenía considerando que su madre había caído en total desgracia y que la Reina aún rechaza a su padrastro que, según muchos creían, jamás recuperaría el antiguo favor.

Por entonces, yo creía que la Reina podría, con el tiempo, perdonarme, pues, desde luego, ya manifestaba indicios de más blandura con Robert. Tras unos meses, Robert empezó a recuperar su favor gradualmente. El afecto de la Reina por él jamás dejaba de asombrarme. Creo que aún se entregaba a sueños románticos con él, y cuando le miraba aún veía al apuesto joven que había estado con ella en la Torre, en vez de al hombre maduro en que se había convertido, pues engordaba de modo bastante alarmante, tenía la cara muy colorada y el pelo parecía encanecerle un poco cada semana.