Una de las mayores virtudes de Isabel era su fidelidad a los viejos amigos. Yo sabía que ella no olvidaría nunca los cuidados de Mary Sidney y cada vez que veía aquella cara triste marcada por la viruela, la piedad y la gratitud le inundaban. Había dispuesto el enlace de la joven Mary con Henry Herbert, conde de Pembroke, y aunque él era veintisiete años mayor que ella, se consideraba un enlace muy digno.
Robert era de los que siempre tendría un lugar en su corazón, y si en ocasiones se veía apartado de él, siempre llegaba un momento en que volvía a instalarlo allí. La verdad era que amaba a Rober y siempre le amaría. No fue gran sorpresa, en consecuencia, el que antes de seis meses Robert recuperara su favor.
Pero lo mismo no podía decirse de mí, desgraciadamente. Me enteré de que la sola mención de mi nombre era suficiente para que se pusiese roja de cólera y empezase a vomitar coléricos insultos contra la Loba.
Siendo como era la mujer más vanidosa del país, no podía perdonarme el ser físicamente más atractiva que ella ni que me hubiera casado con el hombre que, en el fondo de su corazón, siempre había deseado para ella. A veces su cólera se dirigía contra él (esto se debía principalmente al hecho de que él me prefiriese a mí), pero esto nunca llegaba a perturbarle, porque sabía que si el afecto de la Reina sobrevivía a su matrimonio conmigo, sobreviviría a cualquier cosa.
Es difícil de entender la atracción que ejercía Robert sobre ella. Era una especie de magnetismo, y era tan potente ahora que Robert envejecía como lo había sido en su juventud. Nadie podía estar absolutamente seguro de él; él era un enigma. Sus modales eran tan agradables y corteses, y era siempre amable con los sirvientes y con los que se encontraban en una posición servil, y, sin embargo, le rodeaba una reputación siniestra desde la muerte de Amy Robsart. Emanaba poder, y esto quizá fuese la esencia de su atracción.
Su familia le adoraba, y en cuanto mis hijos supieron que era su padrastro, le aceptaron de todo corazón. Se sentían más a gusto con él de lo que se habían sentido con Walter.
Me sorprendía que él, que era tan ambicioso, y que era capaz de aprovechar cualquier ventaja, dedicase tanto tiempo a los asuntos de familia.
En este período, Penélope era muy desdichada. Nos visitaba a menudo en Leicester House, donde venía a lamentarse del fracaso de su matrimonio. Lord Rich era grosero y sensual; jamás le amaría; ella era muy desgraciada y deseaba volver a casa.
Podía hablar con Robert, que era comprensivo y amable. Le dijo que siempre que se sintiese de aquel modo debía considerar la casa de él como suya; y propuso que se le reservase una de las habitaciones para que la decorase a su gusto. Se llamaría la Cámara de Lady Rich y siempre que ella sintiese necesidad de refugio, estaría esperándola.
Penélope recuperaba un poco el ánimo charlando con Robert y eligiendo las colgaduras de su habitación e interesándose por su elaboración. Agradecí mucho a Robert que fuese un padre para mi desdichada hija.
También Dorothy le quería. Dorothy había observado lo sucedido en el caso de Penélope y le había dicho a Robert que ella nunca permitiría que le pasase eso. Ella misma elegiría a su marido.
—Yo te ayudaré —dijo él—, Y te prepararemos un gran matrimonio… pero sólo si tú lo apruebas.
Ella le creyó y las dos muchachas anhelaban las temporadas en que él estaba en casa.
Walter le quería también mucho, y fue Robert quien hizo planes para que mi hijo fuese a Oxford cuando fuese mayor, para lo cual faltaban pocos años.
Había un miembro de la familia a quien yo echaba mucho de menos, era mi favorito entre todos mis hijos: Robert Devereux, conde de Essex. Cómo deseaba que pudiese estar con nosotros, y cómo deploraba la costumbre de sacar a los hijos de sus hogares, especialmente a los que por la muerte de sus padres habían heredado muchos títulos. Me resultaba difícil pensar en mi querido hijo como el Conde de Essex… para mí siempre sería el pequeño Rob. Estaba segura de que el otro Robert, mi marido, se habría interesado en especial por Essex, pero, por desgracia, el muchacho estaba ahora en Cambridge, donde tenía que doctorarse. De vez en cuando, me llegaban excelentes informes de él.
En cuanto al otro Robert (nuestro hijo pequeño), Leicester le adoraba y estaba haciendo siempre planes para su futuro. Yo decía bromeando que resultaría difícil encontrarle un sitio en la Corte porque su padre pensaba que no había nada lo bastante bueno para él.
—Sólo podría casarse dignamente con una princesa real —comenté.
—Hay que encontrarle una —dijo Robert, y no comprendí entonces lo en serio que lo decía.
Leicester era tan querido en mi familia como en la suya; resultaba consolador, el sentirme rodeada de una familia afectuosa, especialmente considerando el odio obsesivo que la Reina sentía hacia mí.
Como yo estaba fuera de la Corte (aunque Robert recuperó rápidamente su antigua posición), la familia estaba pendiente de mí más de lo normal, y el sobrino de Robert, Philip Sidney, se convirtió en asiduo visitante.
Paseaba por los jardines de Leicester House en compañía de Penélope, y pensé que se había producido un cambio en su amistad. Después de todo, él había estado comprometido con ella en otros tiempos, pero nunca había parecido deseoso de casarse, y yo había pensado muchas veces que había sido un error mencionarlo cuando él tenía veintidós años y Penélope era sólo una niña de catorce. Ahora le parecía más una mujer, y una mujer trágica, por cierto, lo cual la hacía más atractiva para un hombre de su carácter. La repugnancia que sentía por su marido se iba convirtiendo en odio y parecía predispuesta a volcarse en aquel hombre apuesto, elegante, inteligente y joven, con el que fácilmente podía haberse casado.
Todo parecía indicar que se estaba gestando una situación peligrosa, pero cuando se lo mencioné a Robert éste dijo que Philip no era hombre que se entregase a una pasión lujuriosa, sino más bien al sueño del amor romántico. Sin duda escribiría versos a Penélope y a eso le conduciría su devoción, así que no teníamos por qué temer que Penélope rompiese sus votos matrimoniales. Si lo hacía, Lord Rich se pondría furioso y Philip se enteraría de ello. No era, desde luego, un hombre violento; le agradaba la compañía de hombres como el poeta Spencer, hacia quien sentía gran respeto. Le gustaba el teatro y le complacía especialmente la relación con actores, a los que se conocía como los Actores de Leicester, que, en el período anterior a la caída de Robert, solían actuar para entretener a la Reina.
El hecho fue que, perdida Penélope para Lord Rich, Philip concibió una gran pasión por ella y empezó a escribirle poemas en los que se llamaba a sí mismo Astrofel y a Penélope, Stella. Pero todo el mundo sabía a quién se refería.
Era una situación que podría resultar peligrosa, pero comprendí lo que significaba para Penélope. Penélope floreció de nuevo, y empezó a hacérsele tolerable la vida. Se parecía a mí y creo que nos sucediese lo que nos sucediese, si podíamos vernos en el centro de los dramáticos acontecimientos, la emoción nos arrastraría.
Así, pues, mientras compartía el lecho con su marido (y me explicaba que era un marido exigente en la cama) se entregaba a aquella relación romántica con Philip Sidney y cada día estaba más guapa. No podía menos que sentirme orgullo— sa de mi hija, a la que se consideraba una de las mujeres más bellas de la Corte.
La Reina la consideraba Lady Rich en vez de Penélope Devereux, la hija de la Loba; causaba sensación en todas partes. Me contaba lo que pasaba en la Corte y cómo su padrastro hacía todo lo posible para favorecerla.