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He de confesar que a medida que transcurría el tiempo yo iba sintiéndome cada vez más irritada. Era muy triste para mí verme fuera del círculo mágico. Pero me decían que cuando se mencionaba mi nombre la Reina aún se ponía furiosa, así que me parecía muy poco probable la posibilidad de volver, de momento. Incluso Robert tenía que actuar con gran cautela, y aquellos ojos oscuros le lanzaban de cuando en cuando miradas de advertencia. Era una época en que había que tener cuidado.

El duque de Anjou volvió a Inglaterra a renovar su galanteo. Robert estaba preocupado porque mientras paseaba por la galería de Greenwich con el duque, Isabel dijo ante el embajador francés, que debían casarse.

—Fue muy desagradable —me dijo Robert—, y si se tratara de cualquier otra persona en vez de Isabel, yo diría que en verdad le aceptaba. Ha estado acariciándole y haciéndole carantoñas en público, desde luego. Es como si le hubiesen hecho un conjuro y no pudiese ver lo que ven otros. Ese hombrecillo está más feo que nunca, lo cual es natural, pues no sería razonable que el tiempo le embelleciera. Se parece más que nunca a una rana, es algo repugnante, y sin embargo ella pretende ver en él una gran belleza. Da grima verles juntos. Ella es mucho más alta que él.

—Quiere que la gente les compare y vea que ella es muchísimo más guapa pese a la edad.

—Resultan una pareja ridícula… es como una farsa cómica. La Boda Rural no es la mitad de cómica que la Reina y su pretendiente francés. Pero allí en la galería llegó a besarle, y le puso un anillo en el dedo, y le dijo al embajador francés que se casaría con él.

—Entonces no hay duda que debe estar comprometida.

—No la conoces. Tuve una reunión con ella y le pedí que me dijera si era amante suya ya. Ella contestó que era la amante de todos nosotros. Le pregunté bruscamente si aún seguía siendo virgen. Se echó a reír y me dio un empujón, un empujón amistoso, y dijo: «Aún soy virgen, Robert, pese a las muchas veces que los hombres han intentado inducirme a cambiar este feliz estado». Y luego me apretó el brazo de un modo extraño y dijo: «Mis Ojos no deberían tener miedo alguno». Y supuse que quería decir que no se casaría con él al final. Creo que empezará ahora a salir de este dilema en el que ella misma se ha colocado.

Por supuesto, eso fue lo que hizo; y mientras confiaba a sus ministros que había sido necesario ganar tiempo y mantener en la incertidumbre a franceses y españoles, ella, con su ayuda, eludiría el problema. Pero entretanto, por las apariencias, podrían empezar a redactar los contratos matrimoniales. Yo lamentaba muchísimo no poder observarla de cerca. Me habría encantado contemplar sus jugueteos con su Rana, declarando que el momento más feliz de su vida sería el de su boda, mientras su astuta y brillante inteligencia buscaba la salida más conveniente. Deseaba que el pueblo creyese que el duque de Anjou estaba locamente enamorado de ella… no por lo que ella pudiese darle sino por su encanto. Era extraño que mientras se preocupaba tanto por el aspecto político del asunto, pudiese tener tales pensamientos; pero los que creían que eso era imposible no conocían a Isabel. Robert estaba encantado. Deploraba sinceramente el enlace con el francés, pero al mismo tiempo no podría haber soportado el que ella se hubiese casado con otro después de rechazarle a él. Me divertía comprobar cómo estaba presente siempre el elemento personal en ellos dos, que eran, supongo, las personas más importantes de mi vida. Me observaba a mí misma con la misma tranquilidad y con la misma frialdad, o eso pensaba al menos, y solía encontrar más de un motivo detrás de mis propias acciones.

Robert informó que la Reina había enviado un mensaje al duque de Anjou indicando que tenía miedo a casarse porque creía que si lo hacía no viviría mucho más, y estaba segura de que lo último que él deseaba era que ella muriese.

—El hombrecillo se quedó muy confundido —dijo Robert—. Creo que por fin se da cuenta de que le pasará lo mismo que a los demás que la pretendieron. Cuando oyó esto, creo que estalló en furiosos lamentos y que se sacó el anillo que ella le había regalado y lo tiró. Luego, fue a verla, y dijo que veía ya que estaba decidida a engañarle y que nunca había pensado casarse con él, ante lo cual ella mostró gran preocupación, lanzó grandes suspiros y declaró que cuánto más agradable sería la vida si aquellas cuestiones pudiesen dejarse exclusivamente al corazón. Él contestó que preferiría que muriesen ambos si no podía tenerla, y ella entonces le acusó de amenazarla, lo que hizo que él, como hombrecito tonto que es, rompiese a llorar. Balbuciendo que no podía soportar que el mundo supiese que ella le había rechazado.

—¿Y qué hizo ella entonces?

—Se limitó a darle un pañuelo para que se secase los ojos. Ay, no hay duda, Lettice, no piensa casarse con él jamás y nunca lo ha pensado. Pero nos ha metido en un buen lío, pues ahora tendremos que aplacar a los franceses, lo que no será fácil.

Qué razón tenía. Los embajadores del Rey de Francia ya habían llegado a Inglaterra para felicitar a la pareja y establecer los acuerdos finales para el matrimonio. Cuando se vio el verdadero carácter de la situación, el embajador francés sembró el pánico entre el Consejo declarando que puesto que los ingleses habían ofendido al Duque de Anjou, los franceses se aliarían con España, perspectiva muy desagradable para los ingleses.

Robert me dijo que los ministros habían conferenciado y que la opinión general era que la cuestión había ido demasiado lejos para que se pudiese ya retroceder. La Reina les recibió y exigió saber si lo que pretendían decirle era que no tenía más alternativa que casarse con el Duque.

Ella había jugado con fuego, y si ellos no tenían cuidado resultarían con graves quemaduras varios dedos. Dijo que tenía que haber una salida a la situación, y que ella la encontraría. Se discutieron los términos del matrimonio y los franceses se mostraron muy dispuestos a acceder a todas las demandas de la Reina, y ésta, desesperada, hizo de pronto la declaración de que había una cláusula que era vital para su acuerdo, y que ésta era que se devolviese Calais a la corona inglesa.

Esto era ofensivo, y ella lo sabía. Calais (que había perdido su hermana María) había sido el último reducto inglés en el continente, y bajo ninguna circunstancia permitirían los franceses que los ingleses se asentasen de nuevo en Francia. Debieron comprender al fin que estaba jugando con ellos. Y la situación se puso entonces sumamente peligrosa.

Ella lo sabía mejor que nadie y encontró una salida. Los españoles eran una amenaza. El pequeño duque estaba en una de sus fases protestantes por entonces y tendría que haber, sin duda, un enfrentamiento con los españoles. La Reina creía firmemente que tal enfrentamiento era mejor que se produjese fuera de su reino. Y como había recibido varias veces peticiones de ayuda de Holanda, podría ser la salida a una situación difícil, para matar dos pájaros de un tiro, darle al duque de Anjou una suma de dinero para que fuese a Holanda e iniciase allí una campaña contra los españoles.

Nada podría haber enfurecido más a Enrique III de Francia y a Felipe de España, ni apartar mejor el pensamiento del pequeño príncipe de las cuestiones matrimoniales.

Languideciendo, según decía, de amor por ella, el duque de Anjou se dejó convencer al fin y accedió a la expedición a los Países Bajos. Ella le mostró muy orgullosa su astillero de Chatham, y la visión de tantas naves excelentes impresionó muchísimo al francés, pero sin duda aumentó al mismo tiempo su deseo de convertirse en su marido y el propietario de todo aquello. Y como ella seguía mostrando gran afecto hacia él, debió considerar que aún no era imposible que el matrimonio llegara a realizarse.