Isabel lloró a Sussex y declaró una y otra vez que había perdido un fiel súbdito; pero no hizo caso de su advertencia sobre «el gitano».
Un día llegó a Leicester House Sir Henry Cock muy preocupado. Me asusté mucho, pues supuse que le habría pasado algo a mi hija.
Y así era. Al parecer, Thomas Perrot, el hijo de Sir John Perrot, estaba también en Broxbourne, y él y mi hija habían entablado una relación romántica. El vicario de Broxbourne había ido a contarle a Sir Henry una insólita historia. Dos desconocidos, dos hombres, habían ido a verle y le habían pedido las llaves de la iglesia. Naturalmente, se las negó; se fueron, y al cabo de un rato el vicario se sintió inquieto y fue a la iglesia a ver si todo estaba en orden. Se encontró con que habían forzado la puerta y que se estaba celebrando una boda. Actuaba como sacerdote uno de los dos hombres que habían ido a pedirle las llaves. El vicario les dijo entonces que no podían celebrar una boda en su iglesia, pues sólo él estaba titulado para hacerlo. Uno de los hombres, que se dio cuenta luego de que era Thomas Perrot, le pidió entonces que les casara. El vicario se negó a ello y el desconocido siguió con la ceremonia.
—El hecho es —dijo Sir Henry —que la joven en cuestión era vuestra hija, Lady Dorothy Devereux, y que ahora es la esposa de Thomas Perrot.
Me quedé atónita, pero como se trataba del tipo de aventura que yo habría emprendido, no me sentía con fuerzas de reprochárselo a mi hija. Sin duda estaba enamorada de Perrot y había decidido casarse con él, por lo que di las gracias a Sir Henry y le dije que si el matrimonio era legítimo (y sería de vital importancia cerciorarse), nada podíamos hacer.
Cuando Robert se enteró de lo sucedido, al principio se enojó. Dorothy le había parecido un excelente valor de cambio. ¿Quién sabe qué otros pretendientes habría imaginado para ella? El hecho de que James de Escocia ya no fuese un candidato posible no se lo habría impedido, desde luego. Y ahora ella se había excluido por iniciativa propia al casarse con Perrot.
El matrimonio parecía legítimo, así que poco después llegaron a Leicester House Dorothy y su marido.
Ella irradiaba felicidad y lo mismo su esposo, y, por supuesto, Robert estuvo encantador con ambos. Prometió hacer lo posible en su favor. Robert, como siempre, se portó como un devoto padre de familia.
Era hacia finales del año 1583 y, por desgracia, yo no tenía idea de la tragedia que nos traería el nuevo año. Robert y yo habíamos procurado siempre ocultar la inquietud que sentíamos por nuestro hijito, diciéndonos mutuamente que muchos niños eran delicados en la infancia y luego superaban esa condición en la pubertad.
Era un muchachito inteligente, de modales suaves. Desde luego, no se parecía a su padre ni a su madre. Adoraba a Robert que, cuando estaba en casa, iba siempre a hacer una visita al cuarto del niño. Recuerdo verle llevándole en brazos y recuerdo que el pequeño Robert gritaba, satisfecho y aterrado, cuando le lanzaba al aire, y cuando le dejaba pedía más.
Nos quería mucho a los dos. Creo que éramos como dioses para él. Le gustaba verme en mi carruaje tirado por cuatro caballos blancos, y su recuerdo, sus manitas acariciando uno de los adornos de mi vestido, me acompañará toda la vida.
Leicester estaba constantemente haciendo planes de grandes matrimonios y no habría abandonado la idea de Anabella Estuardo aunque la Reina hubiese rechazado tal propuesta.
Tras la muerte de Sussex, Robert parecía más unido que nunca a la Reina. Yo sabía que uno de los placeres que ella experimentaba teniéndole constantemente a su lado era el hecho de que me privaba a mí de su compañía. Tú puedes ser su esposa, venía a decirme, pero yo soy su Reina.
Era amorosísima con él. Él era sus Ojos queridos y su Dulce Robin. Y se irritaba si estaba ausente de su lado mucho tiempo. La advertencia de Sussex no le había conmovido lo más mínimo. En la Corte se decía que nadie ocuparía jamás el puesto que él ocupaba en el favor real, pues si ese favor había podido sobrevivir a su matrimonio conmigo, podría sobrevivir a cualquier cosa.
Desgraciadamente, su odio por mí no parecía aplacarse. Yo oía decir con frecuencia que era imprudente mencionar mi nombre en su presencia y que en las ocasiones en que hablaba de mí me citaba siempre como esa Loba. Había decidido, sin duda, aceptar a mis crías, por otra parte, pues recibía en la Corte tanto a Penélope como a Dorothy.
Al aproximarse el fin de año, llegaba el momento de preparar los regalos de Año Nuevo a la Reina. Robert había procurado siempre superar cada año el regalo del anterior. Yo le ayudaba a escogerlo, y ese año fue una gran escudilla de piedra verde oscura con dos manillas majestuosas doradas que \ abrazaban como serpientes de oro. Era muy impresionante. Luego descubrí que Robert tenía otro regalo para ella: un collar de diamantes. Le había regalado joyas en varias ocasiones, pero nunca algo tan ostentoso como aquello. Sentí una ira sorda al ver que estaba adornado con «nudos de amante», y creo que lo habría destrozado si hubiese podido.
Me sorprendió con él en las manos.
—Para aplacar a Su Majestad —dijo.
—¿Os referís a los «nudos de amante»?
—Eso es sólo un diseño. Me refiero a los diamantes.
—Considero el diseño muy atrevido, pero estoy segura de que la Reina lo aprobará.
—Le encantará, sin duda.
—Y os pedirá que se lo colguéis al cuello, supongo.
—Solicitaré ese honor.
Debió percibir mi estado de ánimo porque añadió, rápidamente:
—Quizá si se suavizase lo suficiente, podría pedirle algo de la mayor importancia.
—¿Qué?
—Que os recibiese a vos en la Corte.
—No la complaceríais pidiéndole tal favor.
—Pues, sin embargo, me propongo hacer todo lo posible por conseguirlo.
Le miré cínicamente y dije:
—Si yo estuviese allí, vuestra posición sería difícil, Robert. Tendríais que hacer de amante de dos mujeres… y las dos de carácter impredecible.
—Vamos, Lettice, seamos razonables. Vos sabéis muy bien que tengo que aplacarla. Sabéis que tengo que estar a su servicio. Pero eso no cambia nada entre nosotros.
—Claro que cambia. Significa que apenas veo a mi esposo porque está constantemente bailando alrededor de otra mujer.
—Cambiará de actitud.
—No veo la menor señal de ello.
—Dejadlo de mi cuenta.
Se mostraba gentil y confiado cuando se fue a poner los «nudos de amante» alrededor del cuello regio, mientras yo me preguntaba cuánto tiempo se pretendía que yo soportase aquello. Había habido un tiempo en el que se me había reconocido como la mujer más bella de la Corte; y la razón de que ahora no se me reconociese como tal no era que se hubiesen marchitado mis encantos, sino, sencillamente, que no estaba allí. Recibíamos, desde luego, en Leicester House, Kenilworth, Wanstead y las otras residencias más pequeñas que teníamos, y entonces yo me sentía en mi propio terreno, pero era como si siempre que yo gozaba de mi papel de esposa del hombre más influyente de Inglaterra, la Reina decidiese visitar al conde de Leicester y eso significaba que debía desaparecer la esposa de Leicester.
Empezaba a agotárseme la paciencia. Robert seguía siendo mi esposo amado (cuando estaba conmigo) y yo procuraba asegurar que no hubiese otra mujer en su vida… aparte de la Reina. No sé si se debía a un debilitamiento del deseo por su madurez, a la satisfacción que yo le proporcionaba o al miedo de provocar la cólera de la Reina, no sabría decirlo; pero fuese Robert lo que fuese, él era el hombre de la Reina, y esto era algo que ella jamás iba a permitirnos olvidar.