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Yo procuraba cuidarme mucho, decidida a parecer joven el mayor tiempo posible. Repudiada de la Corte, tenía tiempo para experimentar con hierbas y pociones que mantenían bella mi piel. Me bañaba en leche; trataba mi pelo con lociones especiales que ayudaban a conservar su brillante color. Utilizaba polvos y afeites con una habilidad que no tenía rival entre las damas de la Reina, preservando así una apariencia juvenil que desmentía mis años. Pensaba en Isabel (más vieja que yo) y experimentaba un placer profundo examinándome en el espejo y viendo mi cutis, que parecía (con el añadido de aquellos afeites que con tanta habilidad sabía aplicarme) tan fresco como el de una muchacha.

Robert siempre manifestaba su asombro al verme después de algún tiempo.

—No has cambiado desde el día que te vi —decía.

Era una exageración, pero una exageración que se agradecía; y sabía, sin embargo, que yo había conservado una cierta frescura y una lozanía que me daban un aire de inocencia tan contrario a mi carácter que quizá fuese ese contraste lo que me distinguiese y el secreto de mi éxito entre los hombres. En cualquier caso, tenía plena conciencia de mis atractivos, que Robert jamás dejaba de comentar. Solía comparar a nuestra Zorra con su Cordera… en detrimento de la primera, por supuesto, y lo hacía por ponerme de buen humor. No quería que el tiempo que pasásemos juntos se malgastase en recriminaciones. Deseaba desesperadamente que le diera otro hijo, pero yo no estaba deseosa de ello. En realidad, nunca olvidaría la pérdida de mi pequeño Robert, lo cual puede parecer falso en una mujer de mi carácter, pero que sin embargo es cierto. Estaba dispuesta a reconocer y a admitir que era egoísta, sensual, que busqué la admiración, que perseguí el placer. Había aprendido también que no era excesivamente escrupulosa a la hora de conseguir lo que deseaba… pero, pese a esto, era una buena madre. De eso me enorgullezco aún ahora. Todos mis hijos me querían. Para Penélope y Dorothy era como una hermana, y me confiaban sus secretos matrimoniales. No era que Dorothy tuviese problemas por entonces. Era benditamente feliz en su precipitada unión. No sucedía lo mismo con Penélope. Ésta me contaba detalladamente las sádicas costumbres de Lord Rich, el esposo que ella jamás había querido, me hablaba de las rabietas de él por la pasión que Philip Sidney sentía por ella. Y de su vida espeluznante en el lecho matrimonial. Pero, por su carácter, muy similar al mío, no estaba del todo hundida por ello. La vida le resultaba emocionante: las largas batallas con su marido; la devoción sublime de Philip Sidney (me preguntaba muchas veces qué pensaría de aquello su esposa, Francés); y el constante mirar hacia adelante, hacia las aventuras que el día pudiese brindar. Así, pues, tenía a mis hijas.

En cuanto a mis hijos, veía a Robert, conde de Essex, de vez en cuando. Yo insistía en ello, porque no podía soportar la separación. Él vivía en su casa de Llanfydd, en Pembrokeshire, y yo protestaba siempre de que quedaba demasiado lejos. Se había convertido en un joven muy apuesto. Hube de admitir que su carácter era un poco inestable y que había en él una actitud díscola, una extraña arrogancia; pero como era su madre, me convencía enseguida de que aquello quedaba sepultado por sus modales perfectos y por una cortesía innata sumamente atractiva. Era alto y delgado y yo le adoraba.

Le instaba siempre a volver a la casa familiar, pero él movía la cabeza y a sus ojos asomaba un brillo obstinado que yo conocía muy bien.

—No, madre querida —dijo—. Yo no nací para ser cortesano.

—Pues lo parecéis, querido.

—Las apariencias engañan. Vuestro esposo querría que yo fuese a la Corte, supongo. Pero soy feliz en el campo. Vos deberíais venir conmigo, madre. No deberíamos separarnos. Según tengo entendido, vuestro esposo está constantemente sirviendo a la Reina, así que quizá no os echase de menos.

Percibí el frunce desdeñoso de sus labios. Le resultaba muy difícil ocultar sus sentimientos. No le complacía mi matrimonio. A veces, yo pensaba que su aversión por Leicester nacía de saber lo mucho que me preocupaba por él; en realidad, él quería que todo mi afecto fuese suyo. Y, por supuesto, el saber que Leicester me menospreciaba por la Reina, le enfurecía. Conocía muy bien a mi hijo.

El joven Walter idealizaba a su hermano Robert y pasaba el mayor tiempo posible en su compañía. Walter era un gran muchacho… Siempre me pareció una pálida sombra de Essex. Le quería, pero lo que sentía por cualquiera de mis hijos no podía aproximarse a la intensidad de lo que sentía por Essex.

Aquellos eran días felices, cuando podía reunir a mi familia y sentarme alrededor del fuego y hablar todos. En muchos sentidos, me recompensaban de no poder vivir en la Corte y de la compañía de mi marido, que estaba casi siempre allí.

El que disfrutase tanto con mis hijos, hacía que no desease los inconvenientes de dar a luz de nuevo. Admito que era ya demasiado vieja. El parto habría sido para mí una prueba y no hubiese salido ilesa de él.

Recordaba cómo había deseado en tiempos lejanos un hijo de Robert. El destino nos había dado a nuestro angelito, a nuestro Noble Impecable; pero con él nos había causado mucha ansiedad y mucha aflicción. Jamás olvidaría su muerte, ni aquellas noches que pasé al pie de su lecho después de los ataques. Y ahora había muerto; pero, a la vez que me afligía profundamente, su pérdida me liberaba de una gran angustia.

Me compensaba saber que mi hijito querido no sufriría más. A veces, me preguntaba si su muerte habría sido un castigo a mis pecados. Y me preguntaba si Leicester no sentiría lo mismo.

No, no quería más hijos, y esto podría ser indicio de que mi amor por Robert decrecía.

Cuando estaba en Leicester House, que era donde más me gustaba estar por su proximidad a la Corte (tan cerca y sin embargo tan lejos para los excluidos de ella), veía más a Roberta porque le resultaba más fácil escaparse por breves períodos. Pero no podíamos estar juntos más que unos pocos días, porque enseguida llegaba el mensajero de la Reina exigiendo su vuelta a la Corte.

En una ocasión llegó muy preocupado. Después de sus declaraciones de eterna fidelidad a mí y de que consumamos nuestra pasión, que me pareció intentaba alimentar con la avidez que ambos habíamos conocido en nuestros encuentros secretos, me di cuenta de por qué había venido a mí aquel día.

La causa era un hombre llamado Walter Raleigh, que estaba creando grandes inquietudes.

Yo había oído hablar de él, por supuesto. Su nombre estaba en boca de todos. Penélope le había conocido y me dijo que era muy apuesto y que poseía un gran encanto; la Reina le había introducido enseguida en su círculo íntimo. Se había hecho famoso, según se decía, un lluvioso día en que la Reina regresaba a palacio a pie y se detuvo ante una zona embarrada que tenía que cruzar. Raleigh se quitó entonces su maravillosa capa y la extendió sobre el barro para que ella pudiese pasar. Me imaginé la escena: el gesto gentil, la lujosa capa, el resplandor de aquellos ojos tostados al ver los bellos rasgos del apuesto joven; el cálculo que debía brillar en los del aventurero que contaba sin duda por bien perdido el costo de una capa lujosa ante los beneficios que pudiese obtener.