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Poco después de este incidente, Raleigh estaba al lado de la Reina, encantándola con su ingenio, sus galanterías, su adoración y sus relatos de pasadas aventuras. Le había tomado gran cariño y le había nombrado caballero aquel año.

Penélope me contó que en uno de los palacios (Greenwich, creo), estando en compañía de la Reina, había puesto a prueba el afecto de ella por él escribiendo con un diamante en el cristal de una ventana las siguientes palabras:

Placeríame subir

Si tanto no temiese caer.

Como pidiéndole que le diese seguridad de que si intentaba ascender en su favor no correría peligro.

Ella, muy en consonancia con su carácter, cogió el diamante y escribió debajo estas palabras:

Si os falla el corazón

No probéis a subir.

Lo cual era un medio de subrayar el hecho de que debía buscarse siempre su favor y que nadie debía creer que sería favorecido sin mérito.

Robert había creído, tras haber recuperado el favor de la Reina, que su posición era segura. Y lo era, de esto estoy segura; hiciese lo que hiciese, ella jamás olvidaría el lazo que les unía. Al mismo tiempo, estaba él temeroso de que algún joven se elevase en el favor de la Reina, y parecía que esto era exactamente lo que estaba haciendo Raleigh. A Robert le resultaba irritante ver a un hombre más joven que él siempre junto a la Reina; nunca se desvanecía en él el temor de que alguien más joven le sustituyese en el favor real. Ella lo sabía, claro, y gozaba mortificándole. Yo tenía la seguridad de que mostraba mucho más favor a Raleigh cuando Robert estaba cerca que estando él ausente.

—Raleigh no hace más que presumir y darse importancia —me dijo—. Pronto se considerará el hombre más importante de la Corte.

—Tengo entendido que es muy apuesto —dije, tímidamente—. Al parecer, posee las cualidades que atraen a Su Majestad.

—Ciertamente, pero carece de experiencia y no soportaré que se dé tanta importancia.

—¿Y cómo pensáis impedirlo?

Robert se quedó pensativo. Luego dijo:

—Es hora de que el joven Essex venga a la Corte.

—Es muy feliz en Llanfydd.

—No puede pasarse la vida allí. ¿Qué edad tiene ya?

—Sólo diecisiete años.

—Suficientes para que empiece a abrirse camino por sí mismo. Tiene grandes cualidades y le iría muy bien en la Corte.

—No olvidéis que es mi hijo.

—Ésa es una de las razones por las que deseo llevarle a la Corte, querida. Quiero hacer todo lo que esté en mi mano por él… porque sé cuánto le queréis.

—Es un hijo del que puedo sentirme orgullosa —dije, muy satisfecha.

—¡Ay, si fuese hijo mío! Pero, en fin, de no serlo mío, lo mejor es que lo sea vuestro. Decidle que venga aquí. Os prometo que haré todo lo posible por él.

Le miré, recelosa. Me di cuenta de lo que se proponía. Era cierto que a Leicester le gustaba favorecer a su familia, pero había sido siempre política suya situar a quienes llamaba «sus hombres» en puestos destacados.

—Pero el hecho de que sea mi hijo es suficiente para que nuestra Zorra le expulse de la Corte.

—No creo que lo haga… cuando le vea. De todos modos, creo que merece la pena intentarlo.

Me eché a reír.

—Desde luego, no hay duda de que Raleigh os ha alterado.

—Es algo momentáneo —dijo él bruscamente—. Creo que el joven Essex divertirá a la Reina.

Me encogí de hombros.

—Pediré a mi hijo que venga. Y entonces quizá, si Su Majestad os permite dejarla por un tiempo, podréis verle aquí y examinarle.

Robert me dijo que le encantaría ver a mi hijo y que podía estar segura de que haría todo lo posible por favorecerle en la Corte.

Cuando Robert se fue, seguí pensando en aquello. Le imaginé presentando a mi hijo a la Reina.

«Mi hijastro, el conde de Essex, Majestad.»Aquellos ojos oscuros se alertarían. \Su hijo! ¡La cría de la Loba! ¿Qué oportunidades iba a tener? Había nacido, ciertamente, antes de que yo hubiese caído en desgracia, antes de que supiese que su querido Robin estaba apasionadamente enamorado de mí. Pero, de todos modos, ella jamás aceptaría a mi hijo.

Era extraordinariamente apuesto; tenía un encanto único; era el tipo de joven que la Reina gustaba tener a su alrededor… salvo en una cosa: jamás la adularía.

Sería curioso ver qué efecto le produciría a ella. Haría lo que quería Leicester e intentaría persuadirle para que fuese a la Corte, a ver qué pasaba.

Cuántas veces había deseado yo tener el don de profecía. ¡Ay, si hubiese podido ver el futuro! Si hubiese podido vislumbrar la angustia y la aflicción que acechaban… jamás habría permitido que mi querido hijo fuese a la Corte.

Pero la vida de Isabel y la mía estaban ligadas por algún trágico capricho del destino. Estábamos condenadas a contraer nuestro amor en el mismo objeto… ¡y qué amargos sufrimientos iba a causarme esto! No creo, por otra parte, que ella escapase ilesa.

—¿Raleigh? — dijo Penèlope—. Es un hombre deslumbrante. Tom Perrot habló de él cuando estuve con él y con Dorothy al venir hacia casa. Tom dice que tiene un temperamento muy vivo. Una palabra impropia dirigida contra él puede provocarle una violenta cólera. El propio Tom tuvo un incidente con él, y ambos acabaron en el Fleer y pasaron allí seis días hasta que llegó orden de que los liberasen. Dijo que poco después, Raleigh estuvo en Marshalsea tras una pelea en la pista de tenis con un tal Wingfield. Es un aventurero. Se parece al favorito de la Reina, Francis Drake. Ya sabéis cómo estima a esos hombres.

—¿Así que quiere a éste?

—¡Oh, es uno de sus admiradores! Jamás podré entender qué saca escuchando esos falsos cumplidos.

—Pocos entienden a la Reina… y tampoco ella pretende que la entiendan. Leicester quiere presentarle a Essex. ¿Qué creéis que pasará?

—Bueno, es lo bastante apuesto para complacerla, y, cuando quiere, puede ser encantador. ¿Ha aceptado él ir a la Corte?

—Aún no. Envié un mensajero pidiéndole que viniese. Vendrá también Leicester para aplicar sus poderes de persuasión.

—Dudo que venga. Ya sabéis lo obstinado que es.

—Obstinado e impulsivo —acepté—. Ha actuado siempre sin pensar en las consecuencias. Pero es muy joven; cambiará. Estoy segura.

—Tendrá que cambiar mucho… y deprisa —comentó Penelope—. Jamás será capaz de rendir esos cumplidos falsos y extravagantes que la Reina exige a los jóvenes. Sabéis muy bien, madre, que él siempre dice lo que piensa. Lo ha hecho siempre, desde niño.

Como Essex había pasado mucho tiempo con los Rich en los últimos años, podía estar segura de que su hermana sabía lo que estaba diciendo.

—Bueno —dije—. No creo que la Reina le reciba, siendo hijo mío.

—A nosotras nos recibió —contestó Penèlope—. Aunque he de admitir que nos trata con bastante aspereza. Dorothy también puede decirlo.

—No se le olvida nunca que sois las crías de la Loba, como tan elegantemente os llama.

—Quién sabe, quizá vuestro esposo y vuestro hijo puedan convencerla, entre los dos, y os llame otra vez a su lado.

—Dudo que Essex sea capaz de lograr lo que mi señor Leicester no ha logrado.

Aunque quería animarme, comprendí que, en el fondo, Penélope estaba de acuerdo conmigo. Pese a los años transcurridos, era muy poco probable que la Reina cambiase de actitud.