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Luego hablamos de cosas de familia y de lo que odiaba a su esposo y de lo difícil que le resultaba vivir con él.

—Podría soportarle mejor si no fuese tan religioso —me dijo—•. Pero resulta enloquecedor; se arrodilla y reza antes de meterse en la cama y luego pasa a… bueno, eso lo dejo a vuestra imaginación, pues yo prefiero no recordarlo. Ahora quiere pedir mi dote, y dice que ha obtenido muy poco del matrimonio. Y ya le he dado dos hijos, Richard y Charles y, maldición de maldiciones, estoy otra vez encinta.

—Debería gustarle mucho que seáis tan fecunda.

—Os aseguro que yo no comparto su gusto.

—Pues Philip no parece encontraros menos bella.

—Es agradable, desde luego, verse honrada en versos, pero Philip parece contentarse sólo con eso.

—¿Qué piensa Francés de esos poemas a otra mujer?

—¡No dice nada. Y sin duda él le presta atención, pues ya ha dado luz una hija a la que, muy lealmente, ha puesto el nombre de Isabel, por nuestra Reina. Su Majestad ha mostrado interés por su tocaya.

Así charlábamos, y siempre me resultaba placentero el tiempo que pasaba en compañía de mi hija.

A su debido tiempo, Essex obedeció mi requerimiento y vino a Leicester House. ¡Qué orgullosa me sentí de él cuando le presenté a su padrastro!

Era en verdad un hijo como para enorgullecerse. Siempre que le veía me asombraba su apostura, pues me parecía que la subestimaba siempre en mi pensamiento. Tenía la piel de color similar a la mía, el pelo abundante, aunque el suyo fuese más rojizo que el mío, y los grandes ojos oscuros de los Bolena. Era muy alto, y se encorvaba un poco, supongo que de tanto tener que mirar hacia abajo a la gente. Tenía unas manos bellas y delicadas y el hecho de que no las adornase con nada parecía resaltar su elegancia. Sus calzas venecianas, muy anchas arriba y que se estrechaban luego hacia la rodilla, eran del más fino terciopelo, acuchilladas y abombachadas, pero no de la última moda comparados con las de estilo francés que Leicester, el cortesano, vestía. Essex llevaba una capa bordada con hilo de oro, recuerdo… pero, ¿qué más da lo que vistiese? De cualquier modo, resultaba siempre elegante y distinguido. Llevaba cualquier prenda con una indiferencia que acentuaba su elegancia natural y me divirtió entrañablemente advertir su decisión de no dejarse impresionar por el favorito de la Reina. No iba a ocultar, de hecho, su desprecio por un hombre que permitía que tratasen desdeñosamente a su esposa, aunque lo hiciese una Reina.

Tenía, además, claros recelos de las intenciones de Leicester… y me di perfecta cuenta. Hasta entonces, el deseo que mi esposo mostraba de amistad con mi familia, me había parecido meritorio, pero ahora, bajo la influencia del folleto, buscaba otros motivos tras el afectuoso interés. Al entrar en su órbita, se convertían en hombres y mujeres sometidos a sus fines.

Me sentía un poco dolida e inquieta. No quería que utilizase a mi hijo. Quizá después de todo, por entonces yo sentí suspicacias. Pero rechacé mis temores. Sería agradable ver si Leicester podía convencer al joven Rob para que hiciese lo que él quería y aún más saber cómo le recibiría la Reina.

Antes de la llegada de Leicester, le había dicho a mi hijo que su padrastro tenía que discutir ciertos asuntos con él. Essex contestó con cierta brusquedad que no le interesaban los asuntos de la Corte.

—Pero debéis ser cortés con los miembros de mi familia —Je reprobé.

—No me gusta esta situación —contestó mi hijo—. Leicester pasa los días pendiente de la Reina, a pesar de que a vos no se os recibe en la Corte.

—Tiene deberes que cumplir. Desempeña muchas funciones de gobierno.

Essex seguía obstinado:

—Si ella no os recibe, él debería negarse a verla.

—¡Rob! Habláis de la Reina.

—Y qué más da. Leicester os debe lealtad a vos primero. Oigo cosas y me duelen. No puedo soportar que se os humille.

—Oh, Rob, querido mío, comprendo vuestra locura. Pero él nada puede hacer. Pensadlo, por favor. La Reina me odia por haberme casado con él. Está decidida a apartarle de mí. Habéis de comprender que si la desobedeciese, sería desastroso.

—Si yo estuviese en su lugar… —murmuró, apretando los puños de un modo que me hizo reír de ternura y de felicidad. Era maravilloso tener un defensor así.

—Habéis vivido demasiado tiempo en el campo —le dije—. Leicester le debe a ella su fama y su fortuna… y vos también.

—¡Yo! Jamás me convertiréis en un cortesano. Prefiero llevar una vida digna en el campo. Eso aprendí en casa de Burleigh. ¡Ver a un sabio estadista como ése temblar ante las órdenes de una mujer! No, eso no es para mí. Conservaré mi libertad, mi independencia. Viviré la vida a mi modo.

—No dudo que lo hagáis, hijo mío. Pero entended que vuestra madre desea lo mejor para vos.

Se volvió entonces hacia mí y me abrazó. Me sentí desbordada de amor.

Luego llegó Leicester, todo encanto y afabilidad.

—Qué placer veros —exclamó—. Sois ya un hombre, caramba. Quiero que nos conozcamos mejor. Recordad que ahora sois mi hijastro y las familias deben estar unidas.

—En eso estoy de acuerdo —dijo Essex con brusquedad—. No me parece bien que un hombre esté en la Corte en la que no se recibe a su esposa.

Quedé sobrecogida. Essex, yo lo sabía muy bien, jamás había medido sus palabras, pero debía haber pensado en el poder de Leicester y lo imprudente que era ofenderle. ¿No había leído el folleto? Yo no creía que fuese a hacer daño a mi hijo, pero nadie debía ser enemigo de Leicester.

—Vos no conocéis el carácter de la Reina, Rob —dije enseguida.

—»Ni deseo conocerlo —contestó.

Me di cuenta de que no sería fácil persuadirle.

Hube de admirar, como siempre, el tacto de Leicester. Era evidente cómo se las había arreglado para conservar su puesto en la Corte. Sonrió indulgente, sin dar el menor signo de que aquel muchacho inexperto, que sin duda ignoraba las cosas de la Corte, le irritase. Fue paciente y cortés, y creo que desconcertó un poco a Essex. Pude ver que su opinión cambiaba al hablar Leicester tranquila y cordialmente, y que luego escuchaba con profunda atención las consideraciones de mi hijo. Nunca le admiré tanto y, al verles juntos, pensé lo afortunada que era al tener a aquellos hombres ocupando el puesto que ocupaban en mi vida: Leicester, un hombre que inspiraba admiración y respeto en todo el país; ¿y Essex.—..? Quizás un día fuese igual.

En aquel momento, podía burlarme de la Reina. Leicester quizá bailase al son que ella tocaba, pero sólo porque ella era la Reina. Yo era su esposa. La mujer a la que amaba. Y tenía, además, aquel maravilloso hijo. Leicester y Essex. ¿Qué más podía pedir una mujer?

Comprendí que Essex estaba preguntándose qué había sido del villano del folleto y, a su modo impulsivo, menospreciándolo como un libelo absurdo. Observándoles, pensaba yo en lo distintos que eran… aquellos dos condes míos. Leicester tan listo, tan sutil, hablando normalmente con suma cautela… y Essex, fogoso, sin pararse nunca a pensar en las consecuencias de sus acciones y sus palabras.

Conociendo también su carácter, no me pareció sorprendente el que, al poco tiempo, Leicester lograse convencer a Essex de que fuera a la Corte.

Estaba muy dolida, claro, de verme excluida de aquella primera presentación. Cómo habría disfrutado observando a aquellos ojos de halcón estudiando a mi apuesto hijo.

Mas hube de oírlo de otra gente.

Penélope, que estuvo presente, me lo contó.

—Estábamos todos muy nerviosos, claro, porque ella pensaría inmediatamente que era vuestro hijo.

—¿Sigue odiándome entonces como siempre?

Penélope no contestó a esto. Con lo que indicaba que sí.

—Hubo un momento en que pareció indecisa. «Majestad», dijo Leicester, todo cordialidad y sonrisa, «permitidme, por favor, presentaros a mi hijastro, el conde de Essex». Le miró entonces detenidamente y, por unos instantes, no dijo nada. Yo creí que iba a soltar algún exabrupto.

—Contra la Loba —Comenté.

—»Entonces, Essex se adelantó. Es tan alto y tiene ese aire tan imponente… e incluso el que vaya un poco encorvado resulta atractivo. Tiene un modo especial, además, de saludar a las mujeres… es tan cortés, gentil casi, hasta con la más humilde sirvienta… No hay duda de una cosa, señora, le gusta a las mujeres. Y la Reina es una mujer. Fue como si relampaguease algo entre los dos. He visto otras veces que le sucedía esto con los hombres a los que iba a favorecer. Extendió la mano, y él la besó con gran elegancia. Y luego ella sonrió y dijo: «Vuestro padre fue un buen súbdito. Lamenté su muerte. Fue demasiado prematura…» Le hizo sentar a su lado y le preguntó cosas del campo.

—¿Y él? ¿Estuvo airoso?

—Ella le imponía. Ya la conocéis. Puede odiársela en privado, pero…

—Ha de ser muy en privado —comenté, irónicamente.

—Desde luego, por prudencia. Pero aun odiándola, uno no puede por menos de reconocer su grandeza. Essex la apreció. Se desvaneció su arrogancia. Fue casi como si se enamorara de ella. Es lo que ella espera de los hombres, y todos fingen asombro por su encanto, pero Essex no finge nunca, desde luego, así que en su caso debía ser auténtico.

—Con lo que parece que vuestro hermano ingresará en el círculo íntimo —dije.

Penélope estaba pensativa.

—Puede que así sea. Tiene sólo diecisiete años, pero cuanto mayor se hace la Reina, más jóvenes le gustan los hombres.

—Pero esto es realmente extraño. El hijo de la mujer a la que más odia.

—Es lo bastante apuesto para superar tal obstáculo —contestó Penélope—. Y hasta puede que forme parte del atractivo.

Me sentí sobrecogida por un brusco temor. Se había apoderado de mi hijo. ¿Sabía lo mucho que yo le amaba? Tarde o temprano, él le indicaría que había un lazo especial entre nosotros tres. Jamás recurriría a subterfugios para conservar su favor, como había hecho Leicester. Si se mencionaba mi nombre, él me defendería. No permitiría que me insultase en su presencia.

Y esto me daba mucho miedo.

Según Leicester, Essex había causado muy buena impresión a la Reina; ésta estaba desviándose de Raleigh hacia mi hijo. Le divertía. Era distinto a los demás, era joven, impulsivo, sincero.

Oh, hijo amado, pensaba yo, ¿he permitido que Leicester te atrape en su red?