No se parecía a ningún hombre que yo hubiese visto. Había en él una cualidad indefinible que se manifestaba de inmediato. Decir que era guapo, y sin duda lo era, es decir muy poco. Hay muchos hombres guapos, pero yo jamás había visto uno que poseyese tan singular atractivo. Le había visto antes, en la coronación. Quizás algunos piensen que era el amor lo que me hacía ver así a Robert Dudley. Quizás él me embelesase y me cautivase como a tantas mujeres (a Isabel incluso), pero no siempre le amé, y cuando miro hacia atrás y veo lo que pasó en los últimos días que estuvimos juntos, aún me estremezco. Se amase o se odiase a Robert Dudley, había que admitir aquella cualidad carismàtica. El carisma se define como un don gratuito de la divina misericordia y no puedo encontrar nada mejor para describirlo. Había nacido con aquel don y él lo sabía perfectamente.
En primer lugar, era uno de los hombres más altos que he visto en mi vida y emanaba poder. El poder, según mi opinión, es la esencia misma del atractivo masculino, al menos así ha sido siempre para mí… hasta que me hice vieja. Cuando hablaba de amores con mis hermanas (y lo hacía con frecuencia, porque sabía que jugarían un gran papel en mi vida), decía que mi enamorado debía ser un hombre que mandase a los demás. Sería rico y los demás temerían su cólera (todos salvo yo; él temería la mía). Comprendo que al describir el tipo de amante que deseaba, estoy en realidad destruyéndome a mí misma. Fui siempre ambiciosa… pero no de poder temporal. Jamás envidié a Isabel su corona, y siempre me alegró que ella la tuviese, cuando nuestra rivalidad era fuerte y yo podía demostrar que era capaz de triunfar sobre ella, pese a su corona. Yo deseaba que se centrase sobre mí la atención general. Yo quería ser irresistible para quienes me amaban. Empezaba a darme cuenta por entonces de que era una mujer de profundas necesidades sensuales y que tendría que satisfacerlas.
Robert Dudley era, pues, el hombre más atractivo que había visto. Era muy moreno, aceitunado casi, y tenía el pelo muy tupido y casi negro. Sus ojos oscuros eran chispeantes y vivos y daba la impresión de verlo todo; tenía la nariz algo aguileña y tipo de atleta. Actuaba como un Rey en presencia de una Reina.
Advertí en seguida el cambio que se producía en Isabel con aquella llegada. Su piel pálida se tiñó de rosa.
—Aquí está Rob —dijo—. No podía ser otro. ¿Por qué entras así, sin anunciarte?
El tono suave desmentía la aspereza de las palabras, y era evidente que la interrupción no la desagradaba en absoluto y que se había olvidado de mi madre y de mí.
Extendió su hermosa mano blanca; él se inclinó al cogerla y la besó, reteniéndola mientras posaba la mirada en su rostro e intercambiaban una sonrisa por la que tuve la sensación firme de que eran amantes.
—Querida señora —dijo—. Me apresuré a venir a vuestro lado.
—¿Alguna calamidad? —replicó ella—. Vamos, contadme.
—Nada —contestó él—. Sólo el deseo de veros que me resultaba irresistible.
Mi madre me puso una mano en el hombro y me hizo dar la vuelta hacia la puerta. Me volví a mirar a la Reina. Pensaba que debía esperar su permiso para retirarme.
Mi madre meneó la cabeza al inclinarse señalándome la puerta. Salimos juntas. La Reina se había olvidado de nosotras. Y también Robert Dudley.
Cuando la puerta se cerró tras nosotros, mi madre dijo:
—Dicen que habría matrimonio entre ellos de no ser porque él ya tiene esposa.
Seguí pensando en ello. No podía olvidar al apuesto y elegante Robert Dudley ni la forma en que había mirado a la Reina. Me fastidiaba que no me hubiese dirigido ni una sola mirada, y me convencí de que si lo hubiese hecho, habría mirado por segunda vez. No se me borraba del pensamiento su imagen con su gorguera blanca almidonada, sus almohadilladas caderas, su jubón, sus calzas abombadas, el diamante en la oreja. Recordaba la forma perfecta de sus piernas bajo las medias ajustadas. No llevaba ligas porque la simetría de sus piernas le permitía prescindir de artículo tan necesario para hombres peor dotados. El recuerdo de aquel primer encuentro permaneció en mi memoria como algo que tenía que vengar. Porque en aquella ocasión en que se formó el triángulo, ninguno de ellos dedicó un pensamiento a Lettice Knolly, cuya madre, poco antes, la había presentado humildemente a la Reina.
Fue el principio. Después de eso estuve con frecuencia en la Corte. La Reina sentía gran afecto por la familia de su madre, aunque raras veces se mencionase el nombre de Ana Bolena. Esto era muy propio de Isabel. Desde luego, había muchas personas en el país que dudaban de su legitimidad. Nadie se atrevía a decirlo, por supuesto, porque se arriesgaba a perder la vida. Pero ella era demasiado sabia para no aceptar el hecho de que lo pensaban. Aunque se mencionase raras veces el nombre de Ana Bolena, la Reina aludía constantemente a su propio parecido con su padre Enrique VIII y subrayaba de hecho las similitudes siempre que tenía oportunidad de hacerlo. Como se parecía a él sin duda, no resultaba difícil. Al mismo tiempo, estaba siempre dispuesta a favorecer a los parientes de su madre, como si de ese modo pudiese compensar a la dama olvidada. Mi hermana Cecilia y yo nos convertimos así en damas de honor de la Reina, y al cabo de unas semanas nos incorporamos en la Corte. Ana y Catalina eran demasiado jóvenes, pero en su momento les llegaría la hora.
La vida resultaba muy emocionante. Aquello era lo que habíamos estado soñando durante los grises años de Alemania y yo estaba en la edad de poder disfrutarlo.
La Corte era el centro de la nación: un imán que atraía a los ricos y a los ambiciosos. Todas las grandes familias del país giraban en torno a la Reina, compitiendo entre sí en magnificencia. Isabel, en el centro de todo, amaba el derroche y la extravagancia (siempre que ella no tuviese que pagarlos). Le gustaban los espectáculos, las celebraciones, los bailes, los banquetes… aunque advertí que era muy parca tanto en la bebida como en la comida. Pero le gustaba mucho la música y era incansable en lo que al baile se refiere, y aunque bailaba sobre todo con Robert Dudley, se permitía de vez en cuando la satisfacción fugaz de bailar con cualquier joven apuesto que bailase bien. La Reina me fascinaba sobre todo por la diversidad de su carácter. Verla ataviada con un traje extravagantemente adornado bailando (y a menudo coqueteando) con Robert Dudley, como si la representación fuese el emocionante preludio de un arrebato amoroso, me daba una impresión tal de ligereza que en una Reina podría parecer fatal para su futuro; luego, bruscamente, cambiaba; se ponía agria, seria, afirmaba su autoridad e incluso entonces mostraba a hombres de gran talento como William Cecil que tenía completo dominio de una situación y que era su voluntad la que había que aceptar. Como nadie podía estar seguro de cuándo iba a desaparecer su humor festivo, todos debían actuar con cautela. Robert Dudley era el único que podía pasarse de la raya; pero en más de una ocasión le vi administrarle un golpe juguetón en la mejilla, familiar y afectuoso, pero que transmitía al mismo tiempo el recordatorio de que ella era la Reina y él su súbdito. Y vi a Robert coger la mano reprobatoria y besarla, lo cual hacía que el mal humor de la Reina se desvaneciera. Él estaba muy seguro de sí mismo por aquel entonces.
Pronto comprendí claramente que me había tomado afecto. Bailaba tan bien como ella, aunque nadie se habría atrevido a reconocerlo. En la Corte, nadie bailaba tan bien como la Reina, a nadie le sentaba un vestido tan bien como a la Reina, ninguna belleza podía compararse a la suya, Ella era superior en todo. Yo sabía perfectamente, sin embargo, que se me consideraba una de las mujeres más hermosas de la Corte. La Reina lo reconocía y me llamaba «Prima». Yo poseía, además, no poco ingenio, que desplegaba cautamente con la Reina. No le desagradaba. Consideraba que podía tratar a sus parientes Bolena tanto por placer como por obligación hacia su difunta madre y con frecuencia me llamaba a su lado. En aquellos primeros tiempos, la Reina y yo, que tan ferozmente y con tanto odio habríamos de enfrentarnos en años futuros, solíamos reír y divertirnos juntas, y ella mostraba patentemente que le satisfacía mucho mi compañía. Pero no me permitía (ni a ninguna de sus bellas damas) estar a su lado cuando Robert estaba con ella en sus aposentos privados. Yo solía pensar que la razón de que hubiese que estarle diciendo siempre que era sumamente hermosa se debía a que no estaba segura de ello. ¿Sería tan atractiva sin ser Reina?, me preguntaba yo. Pero era imposible imaginaria sin la corona, pues formaba parte fundamental de ella. Yo observaba mis largas pestañas, mis cejas bien delineadas, mis luminosos ojos oscuros y mi rostro un poco estrecho enmarcado en bucles de melado amarillo y comparaba emocionada mi rostro con el suyo, pálido, de pestañas y cejas casi invisibles, de nariz imperiosa, de blanquísima piel que hacía que pareciera casi enfermizo. Sabía que cualquier observador imparcial admitiría que yo era más bella. Pero su corona estaba allí y con ella la certeza de que el sol era ella y los demás simples planetas que giraban a su alrededor, y que dependían de su luz. Antes de que se convirtiese en Reina, había tenido delicada salud y había sufrido varias enfermedades durante su azarosa juventud, bordeando, según nos habían dicho, varias veces la muerte. Ahora que era Reina, parecía haber alejado de sí estos males; habían sido los dolores de parto de la realeza; pero aunque se había desprendido de ellos, la palidez de su piel mantenía aquel aire enfermizo y delicado. Cuando se pintaba la cara, cosa que le gustaba mucho hacer, perdía aquel aspecto de fragilidad; pero hiciese lo que hiciese, su condición de Reina subsistía, y con ella ninguna mujer podía competir.