Penélope no contestó a esto. Con lo que indicaba que sí.
—Hubo un momento en que pareció indecisa. «Majestad», dijo Leicester, todo cordialidad y sonrisa, «permitidme, por favor, presentaros a mi hijastro, el conde de Essex». Le miró entonces detenidamente y, por unos instantes, no dijo nada. Yo creí que iba a soltar algún exabrupto.
—Contra la Loba —Comenté.
—»Entonces, Essex se adelantó. Es tan alto y tiene ese aire tan imponente… e incluso el que vaya un poco encorvado resulta atractivo. Tiene un modo especial, además, de saludar a las mujeres… es tan cortés, gentil casi, hasta con la más humilde sirvienta… No hay duda de una cosa, señora, le gusta a las mujeres. Y la Reina es una mujer. Fue como si relampaguease algo entre los dos. He visto otras veces que le sucedía esto con los hombres a los que iba a favorecer. Extendió la mano, y él la besó con gran elegancia. Y luego ella sonrió y dijo: «Vuestro padre fue un buen súbdito. Lamenté su muerte. Fue demasiado prematura…» Le hizo sentar a su lado y le preguntó cosas del campo.
—¿Y él? ¿Estuvo airoso?
—Ella le imponía. Ya la conocéis. Puede odiársela en privado, pero…
—Ha de ser muy en privado —comenté, irónicamente.
—Desde luego, por prudencia. Pero aun odiándola, uno no puede por menos de reconocer su grandeza. Essex la apreció. Se desvaneció su arrogancia. Fue casi como si se enamorara de ella. Es lo que ella espera de los hombres, y todos fingen asombro por su encanto, pero Essex no finge nunca, desde luego, así que en su caso debía ser auténtico.
—Con lo que parece que vuestro hermano ingresará en el círculo íntimo —dije.
Penélope estaba pensativa.
—Puede que así sea. Tiene sólo diecisiete años, pero cuanto mayor se hace la Reina, más jóvenes le gustan los hombres.
—Pero esto es realmente extraño. El hijo de la mujer a la que más odia.
—Es lo bastante apuesto para superar tal obstáculo —contestó Penélope—. Y hasta puede que forme parte del atractivo.
Me sentí sobrecogida por un brusco temor. Se había apoderado de mi hijo. ¿Sabía lo mucho que yo le amaba? Tarde o temprano, él le indicaría que había un lazo especial entre nosotros tres. Jamás recurriría a subterfugios para conservar su favor, como había hecho Leicester. Si se mencionaba mi nombre, él me defendería. No permitiría que me insultase en su presencia.
Y esto me daba mucho miedo.
Según Leicester, Essex había causado muy buena impresión a la Reina; ésta estaba desviándose de Raleigh hacia mi hijo. Le divertía. Era distinto a los demás, era joven, impulsivo, sincero.
Oh, hijo amado, pensaba yo, ¿he permitido que Leicester te atrape en su red?
El estar inmersa en mis asuntos personales y desterrada de la Corte, me había permitido olvidarme de las muchas nubes que empezaban a formarse sobre el país.
Había oído hablar de aquellas amenazas durante muchos años: La Reina de Escocia (en relación con la cual había constantes conjuras para subirla al trono deponiendo a Isabel), y el enemigo español. Había llegado a aceptar aquellas amenazas como realidades de la vida. Creo que lo mismo les sucedía a muchos de mis compatriotas; pero, desde luego, en el pensamiento de la Reina y en el de Leicester, estaban siempre presentes.
Mi exilio de la Corte era en mi corazón como una peste, sobre todo ahora que Essex estaba allí. No es que yo quisiera sonrisas de la Reina. Sólo quería estar allí… ver las cosas directamente. Me procuraba muy poca satisfacción recorrer en carruaje las calles vestida como una Reina y recibir en mis espléndidas mansiones, donde, sólo a través de otros, podía enterarme de lo que pasaba en la Corte. Así que anhelaba estar allí, y parecía que nunca podría. Era su venganza.
Leicester hablaba con frecuencia de la Reina de Escocia. Vacilaba entre buscar su favor y eliminarla definitivamente. Mientras viviese, decía, poca paz tendrían él e Isabel. Temía que algún día triunfase una de las muchas conjuras de sus partidarios; en cuyo caso, quienes habían apoyado y seguido a Isabel, serían los menos aceptables para la nueva Reina. Y él sería el primero a quien se retiraría el poder. Privado de su poder y de sus riquezas, sin duda le enviarían a la Torre y sólo saldría para subir al patíbulo.
Una vez que estábamos juntos en la cama y en su sopor se dejó llevar en sus confidencias, dijo que había aconsejado a la Reina que ordenase estrangular a María, o, mejor aún, envenenarla.
—Hay venenos —dijo— que apenas dejan rastro… y bien administrados, ninguno en absoluto. Sería una bendición para el país y para la Reina, el que María no existiese. Mientras esté ahí, siempre habrá peligro. En cualquier momento, puede triunfar una conjura, pese a todos nuestros esfuerzos.
¡Veneno!, pensé. No deja ningún rastro… bien administrado. Había tiempo suficiente para que aquellas huellas desapareciesen antes de que las buscaran.
Oh, me había embrujado aquel maldito libelo.
Me preguntaba si la Reina hablaría alguna vez con él de mí cuando estaban solos. Me preguntaba si habría dicho alguna vez: «Te precipitaste, Robin. Si hubieses esperado, podría haberme casado contigo».
Era muy capaz de eso. Muy capaz de hablar nostálgicamente de matrimonio ahora, con un hombre que ya no era libre y no podía casarse con ella. Me la imaginaba torturándole: «Perdisteis una corona al casaros con esa Loba, Robin. De no ser por ella, ahora podría casarme con vos. Podría haberos convertido en Rey. Qué bien sentaría tina corona sobre esos rizos canos».
No podía dejar de pensar en Amy Robsart.
Cuando iba a Cornbury, Oxfordshire, pasaba por Cumnor Place. No entré porque eso habría dado lugar a murmuraciones, pero me habría gustado ver la escalera por la que había caído Amy. Aquella escalera me embrujaba; y, a veces, cuando iba a bajar un tramo largo de escaleras, miraba furtivamente hacia atrás por encima del hombro.
He dicho antes que existía la amenaza constante de la Reina de Escocia y de los españoles. Se hablaba por entonces con mucha alarma de que Felipe de España estaba construyendo una gran flota de naves con las que pretendía atacarnos. Nosotros trabajábamos febrilmente en nuestros astilleros; hombres como Drake, Raleigh, Howard de Effingham y Frobisher zumbaban alrededor de la Reina como abejas instándole a prepararse para los españoles.
Leicester decía que estaba inquieta y temerosa de que los españoles se lanzasen un día contra ella, y que por eso consideraba tan importante la campaña de Flandes.
Yo sabía que tras las muertes del duque de Anjou y de Guillermo de Orange, habían llegado delegaciones de los Países Bajos ofreciendo a Isabel la corona si les protegía. No se había atrevido a hacerlo. No tenía deseo alguno de aumentar sus responsabilidades, y era fácil suponer la reacción de España si aceptaba la oferta. Lo considerarían un acto de guerra. Esto no significaba, sin embargo, que ella no enviase dinero y hombres a luchar en la campaña de Flandes contra los invasores españoles.
Una tarde, Robert llegó a Leicester House muy excitado. Oí el repiqueteo de los cascos de su caballo en el patio y me apresuré a bajar a recibirle. Supe nada más verle que algo muy importante había ocurrido.
—La Reina envía un ejército a luchar a Flandes —me dijo jadeante—. Ha decidido elegir muy cuidadosamente y enviar al hombre más adecuado para la tarea, aunque preferiría retenerle a su lado.
—Y vos vais a mandar ese ejército —contesté con aspereza.
Una súbita cólera me inundaba. Estaba segura de que a ella le molestaba perderle, pero, como al mismo tiempo, le apartaba de mí, se sentía compensada. Podía imaginar muy bien su perversa satisfacción. Él es su esposo pero soy yo quien decide si ha de estar con él.
Y Robert asintió.
—Estuvo muy afectuosa, hasta lloró un poco incluso.