—¡Conmovedor! —dije, con un sarcasmo que él fingió no advertir.
—Me hace un gran honor. Era uno de los mejores destinos que podía otorgarme.
—Me sorprendo que os deje ir. Pero al menos ella tiene la satisfacción de saber que yo, también, me veré privada de vuestra presencia.
Leicester no escuchaba. Su vanidad le hacía verse ya lleno de gloria y de honores.
No se quedó mucho en Leicester House. Ella había indicado que, puesto que muy pronto la dejaría, debía estar todo el tiempo posible con ella antes de irse. ¡Con ella!, pensaba yo amargamente. Ella me estaba indicando que aunque yo fuese su esposa, ella era la mujer importante de su vida, ella mandaba y él obedecía y cada hora que pasaba con ella era una hora que yo no podía compartir.
Pocos días después, me enteré de que él no iba a ir al fin a los Países Bajos. La Reina estaba enferma y creía que no viviría mucho. No podía permitir, en consecuencia, que el conde de Leicester se alejara de su lado. Llevaban demasiado tiempo juntos para separarse pensando que quizá no volviesen a verse. Así pues, él debía quedar y ella pensar de nuevo quién sería el más adecuado para ostentar el mando del ejército que había de ir a Flandes.
Yo estaba furiosa. Tenía la certeza de que todas las acciones de la Reina iban dirigidas contra mí para humillarme aún más de lo que ya me había humillado. Ella decía que mi esposo tenía que ir a los Países Bajos y él se preparaba para ir. Ella decía que debía quedarse y se quedaba. Mi esposo debía es lar allí a sus órdenes. Estaba tan enferma que le quería a su lado. Si yo hubiese estado enferma, él habría tenido que ir. Isabel quería hacerme saber que en la vida de él tenía yo muy escasa importancia. Me abandonaría si ella lo ordenaba. ¡Cómo la odiaba! Mi único consuelo era que ella me odiaba tanto como yo a ella. Y sabía que en el fondo de su corazón estaba segura de que la elegida sería yo… de no ser su corona.
Fue durante este período depresivo cuando fui infiel a mi esposo. Lo fui con toda deliberación. Estaba cansada de sus breves visitas robadas a la Reina; como si ella fuese su esposa y yo su amante. Había desafiado la cólera de Isabel para catarme con él, sabiendo que ella me odiaría siempre. Y, tras hacer aquello, no estaba dispuesta para que me tratasen de aquel modo.
Leicester se hacía viejo y, como había advertido desde hacía algún tiempo, había algunos jóvenes muy apuestos a su servicio. A la Reina le gustaba rodearse de jóvenes apuestos, para que atendiesen sus caprichos, la halagasen, la sirviesen… pues bien, a mí también me gustaban. Desde que veía tan poco a mi esposo, cada vez pensaba más en esto. Aún era lo bastante joven para gozar de los placeres que podía compartir con el sexo opuesto. Pensándolo ahora, creo que quizás albergase la esperanza de que Leicester se enterara y supiese así que otros me deseaban lo suficiente para arriesgarse a su venganza.
Durante un tiempo, había creído que sólo Leicester podía complacerme. Quería demostrarme a mí misma que ya no era así.
Había un joven en el séquito de mi marido (un tal Christopher Blount, hijo de Lord Mountjoy) al que Leicester había hecho su caballerizo. Era alto, de gentil apostura y sumamente bello, rubio, de ojos azules y con un atractivo aire de inocencia que me encantaba. Me había fijado en él muchas veces y sabía que él también me miraba. Siempre le daba los buenos días al pasar, y él siempre estaba atento y me miraba con cierta reverencia, que me resultaba muy gratificante.
Decidí hablar con él siempre que le viese, y pronto comprendí que él procuraba que le viese para que le hablase.
Después de verle, iba a mi habitación y pensaba en él, me miraba al espejo y me examinaba críticamente. Me parecía increíble que en cinco años fuese a cumplir cincuenta. La idea me horrorizaba. Debía aprovechar lo bueno de la vida, pues de allí a poco sería demasiado vieja para disfrutarlo.
Hasta entonces, siempre me había congratulado el hecho de que la Reina fuese ocho años mayor que yo y Robert algo más. Pero de pronto me comparaba con Christopher Blount. Debía tener veinte años menos que yo. En fin, no sólo las reinas pueden jugar a ser jóvenes. Quería demostrarme a mí misma que aún poseía atractivos. Quizá sólo quisiese asegurarme de que Leicester no era ya tan importante para mí como antes. Si él había de estar siempre al lado de la Reina para divertirla, yo podía encontrar diversiones en otra parte. Sentía, en cierto modo, que no sólo estaba superando a Leicester sino, y era más importante para mí, también a la Reina.
Unos días después, vi a Christopher en los establos y dejé caer un pañuelo. Un truco viejo pero útil. Le dio una oportunidad. Me preguntaba si tendría el valor de aprovecharla. Si lo hacía, merecía una recompensa, pues tenía que conocer a Leicester y yo estaba segura de que habría leído el célebre folleto, por lo que sabría que podía ser peligroso jugar con la esposa de Leicester.
Yo sabía que vendría.
Sí, allí estaba, a la puerta de mi cámara con el pañuelo en la mano. Le hice entrar sonriendo, y, cogiéndole de la mano, le introduje en la cámara y cerré.
Fue emocionante, no menos para él que para mí. Había sido aquel añadido del peligro lo que más me había atraído en los primeros tiempos de mi relación con Robert. Fue maravilloso estar con un joven, saber que mi cuerpo era bello aún y que mi edad parecía ser un atractivo más, porque dominaba por completo la situación y mi experiencia le llenaba de respeto y de asombro.
Le despedí después en seguida diciendo que aquello no podría repetirse. Sabía que se repetiría, claro, pero eso lo hacía más precioso y emocionante. Su expresión fue de gran seriedad, una expresión muy trágica, pero yo sabía que tendría valor suficiente para volver a desafiar la cólera de Leicester una y otra vez, por no perderse aquello.
Una vez que se fue, me eché a reír y pensé en Leicester bailando alrededor de la Reina.
—Ese juego pueden jugarlo dos, mi noble conde —dije.
La Reina había cambiado de idea una vez más. Se había recuperado y sólo Leicester, había decidido de nuevo, era digno de dirigir los ejércitos de los Países Bajos.
Robert estaba muy emocionado cuando vino a Leicester House. Veía abrirse ante él, según me dijo, un maravilloso futuro. Le habían ofrecido a la Reina la corona de Holanda. Ella no la aceptaría, pero Robert no veía razón alguna para no poder aceptarla él.
—¿Os gustaría ser Reina, Lettice? —me preguntó. Le contesté que no rechazaría una corona si me la ofrecían.
—Esperemos que no impida otra vez nuestra marcha —dije.
—No lo hará —contestó—. Está ansiosa de obtener una victoria allí. La necesitamos. Voy a prometeros una cosa: expulsaré a los españoles de los Países Bajos.
Me miró de pronto y vio la frialdad de mi mirada, pues yo pensaba en lo absorto que le tenía su inminente gloria y lo poco que le preocupaba dejarme. Pero luego ella había visto que teníamos tan poco tiempo para estar juntos que aquella separación no alteraba gran cosa la vida que llevábamos desde hacía mucho tiempo.
Me cogió de las manos y me besó.
—Lettice —continuó—. Voy a lograrlo por vos. No creáis que no comprendo lo que ha sido vuestra vida. Yo nada pude hacer. Era contra mi voluntad. Comprendedlo, por favor.
—Lo comprendo muy bien —contesté—. Teníais que menospreciarme porque ella lo deseaba.
—Así es. Si yo pudiese…
Me cogió y me abrazó, pero percibí que aquella emoción no brotaba de su pasión por mí sino de pensar en la gloria que alcanzaría en los Países Bajos.
Le acompañaría Philip Sidney, y encontraría además un puesto para Essex.
—Eso complacerá a nuestro joven Conde. Ya veis cómo me cuido de la familia.