La campaña de Flandes sería una marcha triunfal. Ya lo tenía planeado. Y se fue a ver a su caballerizo, pues tenía mucho que hablar con él.
Me preguntaba, divertida, cuál sería la reacción de Christopher Blount. Había algo en Christopher muy inocente, y desde que se había producido lo que yo secretamente llamaba «el incidente» había visto desfilar por su rostro muchas emociones. Culpabilidad, nerviosismo, esperanza, deseo, vergüenza y miedo mezclados. Se consideraba un villano por haber seducido a la mujer de su señor. Yo quería decirle que había sido yo quien le había seducido. Era un joven encantador, y aunque me había sentido tentada a repetir la experiencia, no lo había hecho. No quería decepcionar a Christopher convirtiéndolo en una relación puramente física.
Tenía interés, sin embargo, en ver cómo se comportaba con Leicester, y si dejaba entrever algo. Estaba segura de que se esforzaría todo lo posible por no hacerlo. Y, puesto que había de salir para los Países Bajos con Leicester, me dije, no podría haber de inmediato una repetición del incidente. Pero me equivocaba.
La Reina estaba decidida a que Leicester no pasase su última noche en Inglaterra conmigo.
Esperaba que al final hiciese aquello y esperaba que él viniese a Leicester House. No vino. En su lugar llegó un mensajero con la noticia de que la Reina insistía en que Robert se quedase en la Corte, pues tenía mucho que hablar con él. Yo sabía, por supuesto, que pese a ser su esposa, era ella quien tenía derecho preferente a sus servicios. Me puse furiosa y me sentí frustrada. Me ofendía la actitud de Robert. Supongo que en el fondo de mi corazón aún seguía amándole, aún le deseaba. Sabía entonces que no podía haber otro en mi vida que ocupara su sitio. Me sentía enferma de celos y de desilusión, al imaginarles juntos. Ella aparecería sin duda a primeras horas de la mañana, y él estaría allí, presentándole sus nauseabundos cumplidos, diciéndole lo triste que se sentía por tener que dejarla. Y ella escucharía, con la cabeza ladeada, los ojos de halcón benignos y suaves… creyendo a su dulce Robin, Sus Ojos, el único hombre al que ella podía amar.
Había sido un frío día de diciembre, pero el tiempo no podía ser peor que mi estado de ánimo. Decidí que era una estúpida. Al diablo Isabel, me dije. Al diablo Leicester. Ordené a mis criados que hiciesen un buen fuego en mi dormitorio y cuando estuvo caliente y acogedor, envié recado a Christopher de que viniese.
Era tan joven, tan ingenuo, tan inexperto. Sabía que me adoraba, y su adoración era un bálsamo para mi vanidad herida. No podía soportar que su opinión de mí cambiase, así que le dije que había mandado a buscarle para decirle que no debía sentirse culpable por lo ocurrido. Había sido una cosa espontánea, que había sucedido antes de que hubiésemos podido darnos cuenta de lo que hacíamos. No debía repetirse, por supuesto, y debíamos olvidarlo.
Él dijo lo que yo esperaba que dijese. Haría todo lo que le pidiera salvo olvidar. Eso era algo que jamás podría hacer. Había sido la experiencia más maravillosa de su vida y la recordaría siempre.
Los jóvenes son encantadores, pensé. Comprendí por qué a la Reina le gustaban tanto. Su inocencia nos refresca, renueva nuestra fe en la vida. El arrebato de Christopher le arrastraba casi a la idolatría y esto fortaleció notablemente mi fe en mi capacidad para atraer a los hombres que, debido a la avidez de Leicester por dejarme por la gloria de Flandes, había empezado a poner en duda.
Me dispuse pues a despedir a Christopher… o a fingir hacerlo, pues me proponía que pasase la noche allí. Le puse las manos en los hombros y le besé en los labios. Por supuesto, esto fue como arrimar la yesca a la llama.
Empezó a disculparse, creyendo que la culpa era suya, con lo que resultaba aún más atractivo. Le mandé marchar antes de que amaneciera, y se fue diciendo que si moría en la guerra, le honrase recordando que jamás podría haber amado a otra más que a mí aunque hubiese vivido cien años…
¡Mi querido Christopher! En aquel momento, la muerte parecía algo glorioso, desde luego. Se veía ya muriendo por la fe protestante con mi nombre en los labios.
Era muy romántico, muy hermoso, y todo el episodio fue para mí muy placentero; y me preguntaba por qué me habría reprimido tanto tiempo.
Se fueron al día siguiente y Leicester, después de despedirse de la Reina, se situó a la cabeza de la expedición en la que también iban mi amante y mi hijo.
Supe que habían sido liberalmente agasajados en Colchester y al día siguiente fueron a Harwich, donde aguardaba una flota de cincuenta naves en la que cruzaron el Canal.
Robert me escribió luego muy emocionado, hablándome de la tumultuosa bienvenida que le habían dispensado en todas partes, pues el pueblo le consideraba su salvador. En Rotterdam, donde la flota llegó ya de noche, se alineaban los holandeses en la orilla y cada cuatro hombres, uno sostenía un gran farol. La multitud le vitoreó y le llevaron a su alojamiento a través de la Plaza del Mercado, donde habían erigido una estatua de Erasmo de tamaño natural. De Rotterdam había ido a Delft, instalándose en la misma casa en que había sido asesinado el príncipe de Orange.
«Los agasajos, escribía, fueron haciéndose más espléndidos a medida que penetraba en el país. En todas partes me consideraban su salvador.»Al parecer, aquellas gentes habían sufrido mucho por su religión y, temerosas de un triunfo de los españoles, veían la llegada de Leicester con dinero y hombres de la Reina de Inglaterra, como su gran esperanza.
Él había ido allí a mandar un ejército, pero no había lucha en aquella etapa. Todo eran agasajos y festejos y hablar de lo que Leicester (e Inglaterra) iban a hacer por el país. A mí me había sorprendido un tanto que la Reina hubiese elegido a Leicester para aquella tarea, pues él era un político, no un soldado. Era diestro con la cabeza, no con la espada. Me preguntaba qué pasaría cuando empezase la lucha.
Pero él gozó primero del triunfo. Durante varias semanas continuó la alegría, y luego llegó el gran momento de la decisión. Me escribió inmediatamente, pues aquello era algo que no podía guardarse para sí:
El primer día de enero, llegó a mi residencia una delegación. Aún no estaba vestido, y mientras concluía mi aseo, uno de mis hombres me dijo que los ministros habían venido a comunicarme algo. Iban a ofrecerme el mando militar de las Provincias Unidas. Esto me inquietó, pues la Reina me había enviado a luchar por ellos y con ellos y no a gobernarles; y aunque la oferta era atractiva, no podía aceptarla sin una consideración detenida.
Me lo imaginé, con los ojos brillantes. ¿No era lo que él pretendía? Había sido durante tanto tiempo el hombre de la Reina… Como un perrillo con una cadena, había dicho yo una vez. «Mi linda criaturilla, yo te mimaré…, pero sólo podrás llegar hasta donde te permita esta cadena que yo manejo».
¡Debió significar mucho para él que le ofreciesen la corona de los Países Bajos! Volví a su carta:
No contesté y seguí considerando la cuestión. Creo que os gustará saber que he nombrado a Essex general de caballería. Paso mucho tiempo escuchando sermones y cantando salmos, pues éstas son gentes que se toman muy en serio su religión. He de deciros también que he discutido esta cuestión con el secretario de la Reina, Davison, que está aquí, y con Philip Sidney, y ambos son de la opinión de que he de dar satisfacción al pueblo, aceptando la oferta. Así pues, mi querida Lettice, soy ahora gobernador de las Provincias Unidas.
Había una nota posterior:
Me invistieron en el cargo en La Haya. Ay, ojalá pudieseis haber visto la impresionante ceremonia. Me senté bajo las armas de los Países Bajos e Inglaterra, en un trono, rodeado de representantes de los principales estados. Se honró a la Reina y se me honró a mí, teniente general, y gobernador ahora de las Provincias. Hice los votos exigidos y juré protegerles y trabajar por su bienestar y el de la iglesia. ¡Cómo me hubiese gustado teneros a mi lado! Os habríais sentido orgullosa de mí.