—Tómala —dijo Philip, con palabras que habían quedado inmortalizadas—. Tu necesidad es mayor que la mía.
Le trasladaron a la embarcación de Leicester y le bajaron a Arnhem y allí le alojaron en una casa.
Fui a ver a su esposa, Francés, y, aunque embarazada de muchos meses, estaba preparándose para salir. Dijo que tenía que ir con él, pues él necesitaba sus cuidados.
—No debéis hacerlo en vuestro estado —le dije. Pero no quiso escucharme y su padre dijo que, puesto que tan decidida estaba, no la detendría.
Así, pues, Frances se fue a Arnhem. Pobre muchacha, su vida no había sido feliz, precisamente. Pero debía amarle, sin embargo. ¿Quién podía evitar querer a Philip Sidney? Quizá Frances supiese que aquellos poemas de amor que escribía a mi hija Penélope no debían interpretarse como una ofensa para ella. Pocas mujeres había capaces de aceptar una situación semejante, pero Francés era una mujer extraordinaria.
Philip padeció una dolorosa agonía de veintiséis días antes de morir. Yo sabía que su muerte sería un duro golpe para Robert, pues le consideraba casi como un hijo. Sus dotes, su gentileza, todo en Philip había sido de tal naturaleza, que se ganaba la admiración de todos y sin despertar la envidia de nadie, como la despertaban hombres como Robert, Heneage, Hatton y Raleigh, pues Philip no era ambicioso. Era un hombre de raras cualidades.
Supe que la Reina estaba muy afligida. Había perdido a su querida amiga Mary Sidney, a quien siempre había estimado, y ahora moría también Philip, a quien ella tanto admiraba.
Isabel odiaba la guerra. Decía que era absurda y que no conducía a nada y había procurado evitarla durante todo su reinado. La agobiaban la pérdida de sus queridos amigos y la amenaza cada vez más patente de España, que aquella imprudente y absurda aventura en los Países Bajos no había hecho nada por conjurar.
El cuerpo de Philip fue embalsamado y trasladado en barco a Inglaterra, en un barco de velas negras que pasó a llamarse el Buque Negro.
Al febrero siguiente hubo un funeral en su honor en la catedral de San Pablo.
La pobre Francés dio a luz un hijo muerto, cosa muy explicable después de lo que había soportado.
Leicester volvió a Inglaterra, pues el invierno no era época de campañas militares, y con él volvió mi hijo Essex.
Leicester fue primero a la Corte. Si no lo hubiese hecho, habría habido problemas y su posición era precaria. Imaginé su recelo al presentarse a su amada soberana. Essex vino a verme a mí primero. Estaba muy afectado por la muerte de Philip Sidney, y lloró explicándome que había estado en su lecho de muerte.
—El hombre más noble que he conocido —se lamentaba—. Y ha muerto. Estaba satisfecho de tener a su lado al conde de Leicester. Había entre ambos un profundo afecto. Y a mi padrastro le afectó mucho su muerte. Philip me dejó su mejor espada. La atesoraré siempre y espero ser digno de ella.
Había visto a la pobre Francés Sidney… una mujer valerosa, dijo, pues no se encontraba en condiciones de cruzar el mar. Haría todo lo posible por ayudarla, pues tal había sido el deseo de Philip.
Tras informar a la Reina, Leicester vino a verme. La última aventura le había envejecido, y su aspecto me impresionó. Había tenido otro ataque de gota y estaba abrumado por la depresión debido al desenlace de la aventura.
—Gracias doy a Dios de que la Reina no me retirase su favor —me dijo con mucha vehemencia—. Cuando acudí a ella y me arrodillé, me hizo levantar y me miró duramente con lágrimas en los ojos. Vio lo que yo había sufrido y dijo que la había traicionado, pero que lo que más le dolía era que me hubiese traicionado a mí mismo, pues no me había preocupado por mi salud cuando sabía que aquélla había sido su orden más importante. Entonces me di cuenta de que todo estaba perdonado.
Le contemplé, contemplé aquella pobre parodia de aquel Leicester glorioso de otros tiempos y pensé asombrada en el carácter de aquella mujer. Él la había desafiado y había creído encontrar un medio de hacerse con la corona de los Países Bajos, hecho que habría significado abandonarla a ella, y el mayor golpe de todos había querido que yo también fuese a compartir aquella corona con él. Sin embargo, le perdonaba. No hay duda, me dije, de que le ama. Le ama de verdad.
Inglaterra victoriosa
En cuanto a vuestra persona, al ser lo más sagrado y delicado que hemos de cuidar en este mundo, cualquier hombre debe temblar cuando piensa en ella; en especial al constatar que Vuestra Majestad tiene el valor regio de trasladarse a los confines de su Reino para enfrentarse a sus enemigos y defender a sus súbditos. No puedo. Reina queridísima, consentirlo, pues en vuestro bienestar se basa la seguridad toda del Reino, y es, en consecuencia, primordial preservarlo.
Leicester a Isabel.
Su presencia y sus palabras reforzaron el valor de capitanes y soldados de forma increíble.
William Camelen.
Estaba a punto de producirse el último episodio de la trágica historia de María de Escocia. Se encontraba prisionera por entonces en nuestra mansión de Chartley, que ahora pertenecía a mi hijo Essex. Éste se había mostrado muy reacio a que se la utilizase como prisión de la Reina y había alegado que era demasiado pequeña y muy poco adecuada. Pero se habían rechazado sus objeciones y, en aquellas cámaras, que tanto yo como mi familia conocíamos tan bien, donde yo había jugado alegremente con mis hijos, tuvieron lugar las últimas y dramáticas escenas de la vida de la Reina escocesa.
Allí había participado ella en la Conjura de Babington, que habría de conducirla a su destrucción; la fase siguiente de su triste peregrinaje había de ser el fatídico castillo de Fotheringay.
Todo el país hablaba de ello, de cómo se habían reunido los conspiradores, cómo habían cruzado cartas entre ellos, cómo la Reina de Escocia había participado activamente en la conjura y, en esta ocasión, era culpable también sin lugar a dudas. Walsingham tenía todas las pruebas en sus manos, y María fue declarada culpable de intentar organizar el asesinato de Isabel con el propósito de sustituirla en el trono.
Pero, aún con las pruebas delante, Isabel se resistía a firmar la sentencia de muerte.
Leicester se mostraba impaciente con ella, y le recordé que no hacía mucho él había pensado reconciliarse con la Reina de Escocia considerando la posibilidad de que Isabel muriese y ella subiese al trono.
Robert me miró desconcertado. No podía entender mi inexperiencia en cuestiones políticas. Hasta entonces yo había estado de acuerdo con él en lo que proponía. Oh, sí, no había duda de que mi amor se había agotado.
—Si no se tiene cuidado —exclamó él, con vehemencia—, puede haber una tentativa de rescatar a María que tenga éxito.
—No os veríais entonces en una posición muy envidiable, mi señor —comenté, malévolamente—. Tengo entendido que Su Majestad la Reina de Escocia es muy aficionada a los perros falderos, pero que le gusta escogerlos a ella, y no creo que tenga sitio para los que antes eran amigos de la Reina de Inglaterra.
—¿Qué te ocurre, Lettice? —preguntó él, asombrado.
—Me he convertido en una esposa olvidada —repliqué.
—Sabes perfectamente que sólo hay una razón de que no esté contigo.