Los Blount eran bellos y apuestos, y parecía que Charles contaba con su cuota correspondiente. Fue admitido en la Corte e incluido entre los que se sentaban a cenar con la Reina. No significaba esto que ella hablase con todos los presentes, pero constituía una posibilidad de atraer su atención, cosa que la apariencia de Charles logró de inmediato.
Según me contaron, la Reina preguntó a su trinchador quién era aquel desconocido tan apuesto, y cuando el trinchador dijo que no le conocía, la Reina le pidió que lo averiguara.
Charles, viendo que la Reina le miraba, se puso muy colorado, cosa que a ella le encantó, y cuando supo que se trataba del hijo de Lord Mountjoy, le hizo llamar. Habló con el tímido joven unos minutos y le preguntó por su padre. Luego le dijo:
—Si seguís acudiendo a la Corte, procuraré favoreceros.
Los presentes sonrieron. ¡Otro joven apuesto!
Por supuesto, él aceptó la invitación y pronto disfrutó de gran favor ante la Reina, pues poseía otras cualidades además de su belleza, ya que era culto, sobre todo en cuestiones históricas, con lo que podía relacionarse con la Reina a un nivel intelectual que a ella le encantaba. El que mantuviera una postura retraída y no gastara ostentosamente (en realidad no podía), produjo en la Reina una sensación nueva y refrescante y pronto pasó a formar parte de su pequeño grupo de favoritos.
Un día, en una justa a la que ella asistió, sin ocultar la satisfacción que le produjo su victoria, le regaló para celebrarla una reina de ajedrez de oro muy ricamente esmaltada. Él se sentía tan orgulloso del regalo que ordenó a sus criados que se la cosieran a la manga y se echó la capa al brazo para que todos pudieran ver aquella prueba de favor regio. Cuando mi hijo la vio, quiso saber qué significaba, y le explicaron que la Reina había premiado así la victoria del joven Blount en el torneo del día anterior. Otro defecto de mi hijo era la envidia, y la idea de que la Reina admirase a aquel joven le llenó de cólera.
—Al parecer, cualquier necio puede obtener su favor —dijo despectivamente.
Como estaban presentes varias personas, Charles Blount no tuvo más remedio que desafiarle.
Me sentí muy inquieta cuando Christopher me lo dijo, y él también lo estaba. Vino a decírmelo casi llorando.
—Mi hermano y vuestro hijo van a batirse en duelo —dijo, y fue entonces cuando supe el motivo.
Los duelos podían acabar en muerte, y el ver .a mi hijo en peligro me llenó de ansiedad. Le envié un mensaje inmediatamente para que viniese a verme. Lo hizo, pero cuando me oyó lo que quería, se impacientó.
—Mi querido Rob —le dije—. Puede mataros.
Se encogió de hombros y proseguí:
—¿Y si mataseis vos a ese joven?
—Poco se perdería —contestó.
—Lo lamentaríais profundamente.
—Está intentando ganarse el favor de la Reina.
—Si pensáis luchar con todos los hombres de la Corte que pretenden tal cosa, no creo que tengáis muchas posibilidades de supervivencia. Rob, tened cuidado, os lo ruego.
—Si os lo prometiese, ¿os daríais por satisfecha?
—No —grité con vehemencia—. Sólo podré tener una satisfacción con este asunto y es que se anule el duelo.
Procuré tranquilizarme, razonar con él.
—La Reina se enfadará mucho —dije.
—La culpa la tiene ella por hacerle ese regalo.
—¿Y por qué no hacerlo? La complació en el torneo.
—Madre querida, ya os he dicho que acepté el desafío. No hay más que hablar.
—Querido, tenéis que abandonar esta locura.
De pronto se puso cariñoso.
—Ya es demasiado tarde —dijo, con suavidad—. No temáis. No es rival para mí.
—Su hermano pequeño es caballerizo nuestro. Pobre Christopher, está tan afectado… Oh, Rob, no comprendes lo que siento…; si algo te pasase…
Me besó, y su expresión era tan tierna que me sentí desbordada de amor hacia él, y mis temores se multiplicaron. Es muy difícil transmitir su atractivo, que era siempre especialmente eficaz, unido a su impresionante apariencia. Me aseguró que me amaba, que siempre me amaría. Haría todo lo posible por hacerme feliz, pero no podía volverse atrás pues el reto había sido aceptado. Su honor se lo impedía.
Me daba cuenta de que lo único que podía hacer era rezar fervorosamente para que saliese de aquello ileso.
Vino a verme Penélope.
—Rob va a batirse en duelo con el hijo de Mountjoy —dijo—. Hay que impedirlo.
—¿Y cómo vamos a impedirlo? —exclamé—. Lo he intentado. Oh, Penélope, estoy muy asustada. Se lo he pedido y suplicado, pero todo ha sido en vano.
—Si vos no podéis convencerle, nadie podrá hacerlo. Pero tenéis que entender su posición. Ha ido ya tan lejos que le sería muy difícil volverse atrás. Es terrible. Además, Charles Blount es un hombre tan apuesto… tan apuesto como Rob, pero de modo distinto. Rob jamás debería haber mostrado sus celos de forma tan abierta. La Reina odia los duelos y se pondrá furiosa si uno de sus apuestos jóvenes resulta herido.
—Querida, la conozco mejor que vos. Todo es obra suya. Se sentirá orgullosísima al ver que se batan por ella —apreté el puño—. Si le pasa algo a Rob, ella será la culpable. Podría matarla…
—¡Madre! —dijo Penélope mirando furtivamente por encima del hombro—. Tened cuidado. Ya os odia. Si alguien oye lo que decís, sabe Dios lo que podría pasar.
Dejé la conversación. Poco podía consolarme Penélope, y sabía que de nada serviría el suplicar más a mi hijo.
Nada podía hacer, en consecuencia, para impedir el duelo y éste tuvo lugar en el parque Marylebone. Essex resultó derrotado, lo cual probablemente fue lo mejor, ya que Charles Blount no tenía intención ninguna de matar a Robert ni de morir él… lo que habría significado el final de su carrera para ambos. Charles Blount era muy sabio y prudente. Logró que el duelo terminase del mejor modo posible, ya que Essex insistía en que se celebrase. Hirió ligeramente a Robert en un muslo y le desarmó. Charles Blount resultó ileso.
Así terminó el duelo del parque de Marylebone, aunque tendría consecuencias de más largo alcance. Debería haberle servido de lección, pero, por desgracia, no fue así.
Cuando la Reina supo que había habido un duelo, se enfureció y reprendió a ambos, pero, conociendo el carácter de Essex y teniendo noticia de la causa de la disputa, aprobó la conducta de Charles Blount.
—Por la muerte de Dios —fue su comentario—. Es conveniente que uno u otro convenza a Essex de que es preciso tener mejores modales, pues si no, no respetará ninguna regla.
Esto era indicio de que no la satisfacía en modo alguno su arrogancia y de que Rob debía tener cuidado y moderarse en sus arrebatos. No lo hizo, claro.
Intenté advertirle, hacerle ver lo peligroso que era confiar excesivamente en el favor de la Reina. Ella podía cambiar igual que el viento, y un día podía mostrarse afable y cariñosa y al siguiente una enemiga implacable.
—La conozco —dije—. Pocos la conocen como yo, en realidad. He vivido muy cerca de ella… y mírame ahora… desterrada, en el exilio. He sufrido como pocos su mala voluntad y su odio.
Él contestó ardorosamente que si se me había tratado de modo vergonzoso la culpa era de Leicester.
—Os juro por mi fe, madre —dijo—, que un día haré por vos lo que debería haber hecho Leicester. Conseguiré que ella os reciba y os trate con el respeto que merecéis.
Aunque no le creí, me gustó mucho oírle decir aquello, de todos modos.
Charles Blount acudía a preguntar por él todos los días y le envió un médico en el que tenía gran fe. Mientras las heridas de Robert se curaban, los dos, que habían sido enemigos, se hicieron amigos.