Yo tenía todos los sentidos alerta. Fue como si una señal de aviso recorriese mi mente. No debía beber aquel vino. No había hombre en el reino más habilidoso para envenenar que el doctor Julio, que trabajaba asiduamente para su señor.
Yo no debía beber aquel vino.
Quizás él no tuviese la menor intención de envenenarme, por supuesto. Quizá pensase en una venganza distinta a la muerte. Quizá manteniéndome encerrada en Kenilworth, comunicando al mundo que había perdido la razón, pudiese hacerme más daño que con una muerte súbita. Pero debía estar atenta.
Fui a su aposento. Había en la mesa una jarra de vino con tres copas: una llena de vino, las otras dos vacías. Él estaba apoyado en sus almohadas; tenía la cara muy roja y creo que había bebido ya más de lo razonable.
—¿Es éste el vino que he de probar? —pregunté.
Abrió los ojos y asintió con un cabeceo. Me llevé la copa a los labios, pero no tomé nada. Sería una imprudencia.
—Es bueno —dije.
—Sabía que te gustaría.
Creí oír un tono de triunfo en su voz. Dejé la copa en la mesa y me acerqué a su lecho.
—Estáis muy enfermo, Robert —dije—. Tendréis que renunciar a algunas de vuestras tareas. Habéis trabajado en exceso.
—La Reina jamás lo permitirá —contestó.
—Pensad que está muy preocupada por vuestra salud.
—Sí —dijo, con una sonrisa—% Siempre lo estuvo.
Había en su voz ternura, y sentí una súbita oleada de cólera al pensar en aquellos dos viejos amantes que jamás habían consumado su amor y que ahora, viejos y arrugados, aún lo glorificaban, o lo pretendían.
¿Qué derecho tenía un esposo a admirar declaradamente a una mujer que no era su esposa, aunque fuese la Reina?
Mi aventura amorosa con Christopher estaba justificada.
Cerró los ojos; me acerqué a la mesa. De espaldas a él, serví el vino, el que había tenido miedo a beber, en otra copa. Era la que él usaba, pues era un regalo de la Reina.
Volví junto a su lecho.
—Me siento muy mal —dijo.
—Habéis comido demasiado.
—Es lo que siempre decía ella.
—Y tiene razón. Ahora descansad. ¿Tenéis sed? —asintió—. ¿Queréis que os sirva un poco de vino?
—Sí, hacedlo. La jarra está en la mesa con mi copa.
Me acerqué a la mesa. Me temblaban los dedos mientras alzaba la jarra y servía el vino en aquella copa que antes había contenido el reservado para mí. ¿Qué os pasa?, me dije. Si él no pretendía haceros daño, no hay ningún problema, no le sucederá nada. Y si pretendía… ¿quién puede reprochároslo?
Le llevé su copa y cuando se la entregué, entró en la habitación su paje, Willie Haynes.
—Mi señor tiene mucha sed —dije—. Llevadle un poco más de vino. Quizá lo necesite.
El paje salió de la habitación cuando Leicester acabó de beber.
El día siguiente aún permanece fresco en mi recuerdo, pese a todos los años transcurridos. Era el cuatro de septiembre, aún el verano seguía con nosotros, a las diez el sol apagaba el leve aroma del otoño.
Leicester había dicho que saldríamos aquel día. Mientras mis damas me ponían la ropa de montar, Willie Haynes llamó a la puerta. Estaba pálido y tembloroso. Dijo que el conde estaba muy quieto y tenía un aire extraño. Temía que hubiese muerto.
Los temores de Willie Haynes eran fundados. Aquella mañana, en la casa del guardabosques de Cornbury, el poderoso conde de Leicester había dejado este mundo.
Así pues, había muerto; mi Robert, el Robert de la Reina. Me sentía sobrecogida. No podía apartar de mi mente la imagen de mí misma llevándole la copa a la cama. Había bebido lo que estaba dispuesto para mí… y había muerto…
No, no lo creía. Estaba alterada. Era como si una parte de mí hubiese muerto. Durante muchos años, él había sido la figura más importante de mi vida… él y la Reina.
—Ahora sólo quedamos dos —murmuré. Me sentía desolada.
Hubo, claro, el habitual rumor de «veneno»; y, naturalmente, las sospechas recayeron sobre mí. Willie Haynes me había visto darle el vino y lo mencionó. Que el hombre al que se consideraba el archienvenenador de su época pereciese víctima de su propia medicina, parecía bastante justo, si es que había sido así, y yo sabía que la sospecha de haberle envenenado me seguiría hasta la tumba. Cuando me enteré de que habría autopsia, sentí pánico. No sabía si había envenenado a Leicester o no. Bien podía ser que el vino que él me había preparado, y que yo le había dado a él, fuese vino normal. Tan mal estaba de salud que podría haber muerto en cualquier momento. Yo en realidad no había hecho nada impropio. ¿Qué podrían reprocharme?
Fue un gran alivio saber que no se había encontrado rastro de veneno en el examen del cadáver. Pero el doctor Julio era famoso por sus venenos, que, tras un período muy breve no dejaban ningún rastro en el cuerpo, así que nunca podré estar segura de si mi esposo intentó envenenarme y yo cambié las copas envenenándole a él… o si murió de muerte natural.
Su muerte es tan misteriosa como la de su esposa anterior, Amy.
Christopher estaba deseoso de que nos casáramos, pero le recordé la historia de la Reina, Robert y Amy Robsart, y hube de reprimir su ímpetu juvenil. Por supuesto, yo no era la Reina, no tenía sobre mí la atención de todo el mundo, pero era la viuda del hombre de quien más se hablaba, no sólo en toda Inglaterra sino en toda Europa.
—Dije que me casaría contigo —le expliqué—, pero más tarde. Aún no.
Me hubiese gustado estar en la Corte para poder ver cómo recibía la noticia la Reina. Me contaron que no había dicho nada, que se había limitado a mirar fijamente al vacío. Luego se fue a su cámara privada y cerró la puerta. No quería comer ni ver a nadie. Quería estar sola con su dolor.
Me imaginaba la profundidad de aquel dolor. En cierto modo, me avergonzaba. Me hacía entender la inmensa profundidad de su carácter. De su capacidad de amor y de odio vengativo.
No salía de la habitación, y al cabo de dos días, sus ministros se alarmaron y Lord Burleigh, llevando a otros consigo, ordenó abrir la puerta.
Podía imaginarme muy bien sus sentimientos. Le conocía desde hacía tanto tiempo… desde que era niña. Sabía que para ella era como si se hubiese apagado una luz en su vida. Me la imaginaba afrontando su espejo cruel y frío y viendo a la mujer vieja que se había negado a mirar antes. Ella era vieja… daba igual que jóvenes apuestos bailasen a su alrededor; ella sabía que sólo buscaban su favor. Sin la corona, la luz se habría apagado y habría concluido la danza de las polillas.
Pero había habido uno, se diría (Sus Ojos, su Dulce Robín, el único en el mundo a quien ella realmente había amado), y ya no estaba allí. Y, sin duda, pensaba en lo distinta que habría sido su vida si hubiese arriesgado la corona y se hubiese casado con él. ¡Qué gozos íntimos habrían compartido! Quizás hubiese tenido hijos que ahora la consolarían. ¡Cuántos celos se habría evitado, y qué alegría le habría dado saber que yo jamás podría haber compartido la vida con él!
Las dos estábamos más cerca que nunca. Su dolor era el mío. Me sorprendía lo mucho que me había afectado, dado que en los últimos años me había apartado de él. Pero lo había hecho porque ella se había interpuesto entre nosotros. Ahora que él se había ido, habría en mi vida un profundo vacío… lo mismo que lo habría en la suya.
Pero, como siempre en épocas de tensión, ella acabó recordando que era la Reina. Robert había muerto, pero la vida continuaba. Su vida era Inglaterra, e Inglaterra jamás moriría, jamás la abandonaría.
Me hallaba en un estado de ansiedad, porque temía que Robert, tras descubrir mi aventura, hubiese alterado el testamento y expresado sus motivos para hacerlo así.