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La furia de la Reina cuando recibió aquellas cartas fue tal que en la Corte decían que aquello era el fin de Essex. Maldijo y juró llamándole todos los nombres ofensivos que se le ocurrieron, y prometió que le enseñaría lo que significaba desobedecer a la Reina. Yo no pude reprimir cierta satisfacción ante su disgusto, aunque al mismo tiempo tenía ciertos recelos en cuanto a la magnitud del riesgo que se había atrevido a correr Essex.

Isabel le escribió inmediatamente, ordenándole regresar, pero él no volvió hasta pasados tres meses, y, cuando lo hizo, me enseñó las cartas que ella le había enviado. Debía estar muy furiosa cuando las escribió.

Cuando las cartas llegaron a sus manos tras semanas de aventuras (desastrosas casi todas), fue lo bastante prudente para comprender que era esencial la obediencia inmediata.

La expedición había sido un fracaso, pero Drake y Norris volvieron con un rico botín robado a los españoles, así que no fue un esfuerzo enteramente perdido.

Essex se presentó a la Reina que le exigió que explicase sus acciones, ante lo que él cayó de rodillas y dijo que estaba encantado de volver a verla. Que daba por bueno todo lo sufrido por verla otra vez. Que podía castigarle por su locura. Le daba igual. Había vuelto a casa y le había permitido besar su mano.

Realmente era sincero. Estaba gozoso de verse otra vez en Inglaterra; y ella, con su relumbrante atuendo y su aura de soberanía, debía haberle impresionado de nuevo con su personalidad excepcional.

Hizo que se sentara a su lado y le contara sus aventuras, y era evidente que se sentía feliz de tenerle consigo; sin duda todo había sido perdonado.

—Es igual que con Leicester —decía todo el mundo—. Essex no puede hacer nada malo.

Quizás Isabel, sabiendo que se había ido en busca de fortuna, decidiese que debía aprender a hacerla en su patria. Empezó a mostrarse generosa con él y él empezó a hacerse rico. Le otorgó el derecho a cobrar tasas aduaneras de los vinos dulces que se importaban al país, brindándole así una oportunidad de obtener grandes ingresos. Este derecho había sido uno de sus regalos a Leicester y yo sabía por él, lo valioso que había sido.

Mi hijo era el favorito de la Reina y, aunque resultase bastante extraño, estaba enamorado de ella, a su modo. La cuestión del matrimonio, que tanto había preocupado a Leicester durante tanto tiempo, él ni siquiera se la planteaba; ella le fascinaba por completo. La adoraba. Leí algunas cartas que le escribió y en ellas se transparentaba esta pasión extraordinaria. No impedía esto que tuviese aventuras con otras mujeres y se estaba labrando una reputación de tenorio. Era irresistible por su apostura, sus gentiles modales y el favor del que disfrutaba en la Corte. Me daba cuenta de cómo servía a la Reina en aquel período concreto de su vida. Jamás le amaría con la profundidad que había amado a Leicester, pero esto era distinto. Aquel joven (que revelaba sus pensamientos tan libremente, que detestaba los subterfugios) la había colocado en un pedestal para adorarla, y ella estaba encantada.

Seguí todo el proceso con alegría, asombro y satisfacción porque aquél era mi hijo, y, pese a su madre, había conseguido penetrar en el corazón de la Reina. Al mismo tiempo, sentía recelos. Él era impulsivo en exceso. Parecía no darse cuenta del peligro que corría… o que no le preocupara. Tenía enemigos por doquier. Yo temía en especial a Raleigh (listo, sutil, apuesto), a quien la Reina estimaba, pero nunca tanto como a mis dos Roberts, mi esposo y mi hijo. A veces se me hacía especialmente patente lo irónico del caso y me asaltaba una risa histérica. Era como una cuadrilla. Los cuatro trazando nuestro paso de baile al ritmo de una música que no era enteramente obra de la Reina. Uno de los bailarines había abandonado ya la danza, pero quedábamos los otros tres.

Essex no tenía cabeza para el dinero. ¡Qué diferente había sido Leicester! Y Leicester había muerto muy endeudado.

A veces me preguntaba qué sería de mi hijo. Cuanto más se enriquecía (a través de los favores de la Reina) más generoso era. Favorecía a cuantos le servían. Ellos afirmaban que le seguirían al fin del mundo, pero yo me preguntaba si su lealtad habría sido tan firme si a él le hubiesen faltado los medios para pagarles.

¡Mi querido Essex! ¡Cómo le amaba! ¡Qué orgullosa me sentía de él! ¡Y cómo temía por él!

Fue Penélope quien llamó mi atención sobre su creciente apego a Frances Sidney. Francés era muy bella; su tez morena, herencia de su padre, a quien la Reina había llamado su Moro, era cautivadora; pero como era muy callada y tranquila, parecía siempre un poco distanciada de los demás jóvenes que se congregaban alrededor de mi mesa.

Penélope decía que Frances atraía a Essex precisamente por ser tan distinta a él.

—¿Crees que se propone casarse con ella? —pregunté.

—No me sorprendería.

—Es mayor que él… y es viuda y tiene una hija.

—Siempre sintió deseos de protegerla, desde que murió Philip. Es tranquila y dócil. No intentaría interferir en lo que él planease. Y creo que eso le gusta.

—Mi querida Penélope. No hay hombre en Inglaterra que tenga un futuro más brillante que tu hermano. Podría enlazar con una de las familias más ricas y distinguidas del país. No puede elegir a la hija de Walsingham.

—Mi querida madre —contestó Penélope—. No somos nosotras quienes hemos de elegir, sino él.

Tenía razón, pero a mí me parecía increíble. Sir Francis Walsingham ostentaba gran poder en el país. Era uno de los ministros más capaces de la Reina, pero ésta jamás le había aceptado como uno de sus favoritos. Pertenecía a la categoría de los aceptables por su talento. La Reina habría sido la primera en admitir que la había servido bien: Había organizado uno de los sistemas de espionaje más perfeccionados del mundo, gran parte del cual había pagado con sus propios recursos. Había sido él el principal artífice de que comparecieran ante la justicia los miembros de la conspiración de Babington, que había desembocado en la ejecución de María, Reina de Escocia. Era hombre de gran honestidad e integridad, pero desde luego, no había amasado una fortuna, ni había ganado grandes honores. Aunque a Essex esto no le importaba. Él había decidido casarse con Francés Sidney.

Penélope y yo, y Christopher y Charles Blount hablamos con él, y Charles le preguntó qué creía que diría la Reina.

—No sé —exclamó Essex—. Aunque desaprobase el enlace yo no cedería.

—Eso podría significar vuestro destierro de la Corte —le recordó Christopher.

—¿Creéis acaso, buen Christopher, que no sé cómo manejar a la Reina? —se ufanó Essex.

—Cuidad las palabras —suplicó Charles—. Si alguien se lo contase a la Reina…

—Aquí todos somos amigos —replicó Essex—. Leicester se casó y ella le perdonó.

—Pero no a su esposa —le recordé, con amargura.

—Si yo hubiese sido Leicester, me habría negado a ir a la Corte sin mi esposa.

—Si hubieseis sido Leicester, hijo mío, no habríais retenido el favor de la Reina durante toda la vida. Os suplico que tengáis cuidado. Leicester fue para ella lo que ningún otro hombre será jamás y, sin embargo, él sabía que tenía que ser prudente.

—Yo soy para ella lo que ningún hombre fue ni será. Ya lo veréis.

Era joven y arrogante y ella le había otorgado mucha importancia. Me preguntaba si empezaría a aprender alguna vez.

Los jóvenes le admiraban. Carecían de mi experiencia y aprobaban su audacia, y una vez más no deseé parecer vieja y prudente, así que guardé silencio.

Quizá nuestra oposición a aquel enlace fuese la causa de que Essex se obstinase aún más.