Vino a verme cuando volvió de Seething Lane, donde vivía Sir Francis, y me dijo que había conseguido que éste aprobase el enlace.
—El viejo está muy enfermo —dijo Essex— Creo que no durará mucho. Me dijo que era muy poco lo que podía dejarle a Frances, pues tiene muchas deudas. Dijo que dudaba que hubiese dinero bastante para enterrarle con dignidad, por lo mucho que ha tenido que gastar al servicio de la Reina.
Yo sabía que Walsingham decía la verdad y pensé que era un estúpido por hacer lo que había hecho. Leicester había servido a la Reina y había obtenido gran provecho de ello… aunque también había dejado deudas y yo aún lamentaba la pérdida de ciertos tesoros que habían tenido que venderse para pagarlas.
El resultado fue que mi hijo y la hija de Walsingham (viuda de Philip Sidney) se casaron en secreto.
Cuando visité a Sir Francis me sorprendió comprobar lo enfermo que estaba. Sin embargo, el matrimonio de su hija le complacía mucho. Me explicó que le había preocupado su futuro, pues Philip Sidney había dejado poco y él no dejaría mucho.
—Vivir al servicio de la Reina resulta costoso —dijo.
Tenía razón, sin duda. Cuando pienso en lo que Leicester había gastado en regalos de Año Nuevo para la Reina (los diamantes, las esmeraldas, los collares de «nudos de amantes») no me extraña que tuvieran que emplearse mis tesoros en pagarlos.
El pobre Sir Francis murió poco después y se le enterró en secreto a media noche, porque un funeral acorde con su dignidad habría resultado demasiado caro.
Su muerte afligió mucho a la Reina.
—Echaré de menos a mi Moro —dijo—. Qué triste perderle. Fue un buen súbdito y no siempre le traté con benevolencia, pero él sabía muy bien que le respetaba profundamente, y que no era la ingrata soberana que pude haber parecido a veces. Tengo entendido que ha dejado muy poco a su pobre viuda y a sus hijas.
Después de esto, mostró cierto interés por Frances y le pidió que se sentara y hablara con ella. Esto tuvo una secuela bastante desdichada, porque Frances quedó muy pronto encinta.
La Reina vigilaba estrechamente a sus damas; parecía tener un sexto sentido en lo relativo a sus aventuras románticas.
La propia Frances me contó lo sucedido.
La Reina nunca medía las palabras y a menudo parecía que intentaba recordar a su padre Enrique VIII a sus súbditos, por cierta aspereza masculina.
Palpó el vientre a Frances y exigió saber si portaba allí algo impropio de una viuda virtuosa. No era Frances la más sutil de las mujeres, precisamente, y se ruborizó de inmediato, con lo que la Reina vio confirmadas sus sospechas.
Ese interés extraordinario por las actividades sexuales de quienes la rodeaban y que podía convertirse en un súbito ataque de cólera, desconcertaba a muchos. Se comportaba como si el acto del amor le fascinase y disgustase al mismo tiempo.
Frances dijo que le dio un buen pellizco en el brazo y le exigió que explicase de quién estaba embarazada.
Pese a su timidez, Frances tuvo dignidad; alzó la cabeza y dijo:
—De mi esposo.
—¡Vuestro esposo! —gritó la Reina—. No recuerdo que nadie solicitase mi licencia para desposaros.
—Señora, no me creía tan importante como para que fuese necesario solicitar vuestra licencia.
—Sois hija del Moro y siempre le estimé. Ahora que ha muerto, vuestro bienestar me afecta más que nunca. Os casó en secreto con Philip Sidney y se excusó diciendo que no tenía importancia. Le reprendí entonces y vos lo sabéis. ¿Acaso no os he tenido a mi lado desde que murió?
—Sí, Majestad, habéis sido muy generosa conmigo.
—Y vos… considerasteis oportuno casaros. Vamos. Decidme quién es.
Frances estaba aterrada. No se le ocurrió más que echarse a llorar, con lo que despertó las sospechas de la Reina. Frances pidió permiso para retirarse e intentar recuperar la compostura.
—Seguid aquí —dijo la Reina—. Vamos, decidme cuándo os casasteis para que pueda saber si el hijo que lleváis en vuestro seno es legítimo. Os diré algo: no permitiré esta conducta licenciosa en mi Corte. No considero ésta una cuestión que pueda tratarse a la ligera.
Luego cogió a Frances por el brazo y la zarandeó bruscamente, y Frances cayó de rodillas y recibió entonces un golpe en la cara para recordarle que estaba ocultando información que la Reina exigía.
Frances se daba cuenta de que, tarde o temprano, tendría que revelar el nombre de su esposo y que el furor de la Reina sería muy grande. Era lo bastante mayor para recordar lo sucedido cuando Leicester se casó conmigo.
Dado el evidente temor de Frances, las sospechas de la Reina cada vez eran mayores.
—Vamos, muchacha —exclamó—. ¿Quién es vuestro compañero en esto? Decídmelo u os lo sacaré a golpes.
—Majestad, nos amamos desde hace mucho tiempo. Desde que mi primer esposo recibió aquella herida tan cruel…
—Sí, sí. ¿Quién? Decídmelo, muchacha. Por la sangre de Dios, si no me obedecéis, os juro que habréis de lamentarlo. Os lo prometo.
—Es mi señor Essex, Majestad —dijo Frances.
Según dijo, la Reina se quedó mirándola fijamente, como conmocionada, y ella, olvidando que estaba en presencia de su soberana, y que sólo con su permiso podía retirarse, tan aterrorizada estaba que se incorporó y salió tambaleándose de la estancia, mientras la Reina se quedaba allí quieta, inmóvil, mirándola.
Al marchar, oyó la voz de la Reina, tensa y lúgubre.
—Haced venir a Essex. Traedle aquí de inmediato.
Frances vino directamente a Leicester House, trastornada y fuera de sí. Hice que se acostara mientras me contaba lo sucedido.
Penélope, que estaba en la Corte, vino poco después.
—Se ha desatado el infierno —dijo—. Essex está con la Reina y están dándose voces. Dios sabe en qué acabará esto. La gente dice que antes de que termine el día Essex estará en la Torre.
Esperamos a que estallase la tormenta. Yo recordaba con toda claridad la época en que Simier le había dicho a la Reina que Leicester se había casado. Había querido enviarle a la Torre y no lo hizo por la intervención del conde de Sussex. Pero luego se había aplacado. Yo no sabía la profundidad de su afecto por mi hijo, pero sabía que era de un carácter distinto al que había sentido por mi esposo. El de éste había estado profundamente ligado a las raíces mismas de su juventud. Creía que el que sentía por mi hijo era más frágil y temblaba de miedo por él. Además, él carecía del tacto de Leicester. No cedería donde Leicester hubiese desplegado toda su diplomacia.
Esperé en Leicester House con Penélope y Frances. Por fin llegó Essex.
—Bueno —dijo—, está furiosa conmigo. Me llama ingrato, recordándome que ella me encumbró y que igual puede hundirme.
—Uno de sus temas preferidos —dije—. Leicester lo oyó una y otra vez a lo largo de su vida. ¿No habló de enviaros a la Torre?
—Creo que está a punto de hacerlo. Le dije que aunque la respetase y reverenciase, era un hombre que vivía mi propia vida y que me casaría según eligiese. Dijo que odiaba el engaño y que si sus súbditos guardaban algo en secreto era porque sabían que tenían algo que ocultar, a lo que respondí que, conociendo su carácter incierto, no había querido inquietarla.
—¡Robin! —grité atónita—. ¡No debisteis decir eso!
—Algo parecido —dijo él despreocupadamente—. Y exigí saber por qué era tan contraria a mi matrimonio. A lo que ella contestó que si hubiese acudido en la debida forma a decirle lo que deseaba, habría considerado el asunto. «¡Y negado vuestra licencia! —grité—. Y eso habría significado que me vería obligado a desobedeceros en vez de sólo disgustaros.»
—Un día —le dije—. Iréis demasiado lejos.
Habría de recordar más tarde estas palabras; incluso entonces tenían un tono lúgubre, como un presagio que me avisaba del peligro.