Me asombraba que mi hijo hubiese soñado con quitarle a Burleigh su puesto en el Estado, que era sin duda el más importante de todos. La Reina jamás prescindiría de Burleigh. Podía adorar a su favorito de favoritos, pero en el fondo era siempre la Reina, y conocía el valor de Burleigh. Sentía a veces escalofríos de inquietud cuando hablaba con mi hijo porque éste creía que era capaz de dirigir el país. Yo que le amaba profundamente, sabía muy bien que, aunque su inteligencia sirviera perfectamente para tal tarea, su temperamento no servía.
En los pocos meses que él había vivido en la casa de Burleigh, se había hecho amigo del hijo, que se llamaba Robert como él; pero cuan diferentes eran en su apariencia. Robert Cecil era muy bajo, tenía la columna ligeramente desviada y la moda de la época tendía a exagerar este defecto. Era muy sensible a su deformidad. La Reina, que le quería mucho, y que estaba decidida a favorecerle, percibía su indudable inteligencia. Sin embargo, ayudó a llamar la atención sobre su defecto dándole uno de los sobrenombres que tanto le gustaba dar a sus favoritos. Le llamaba su pequeño Elfo.
Con Burleigh firmemente en su puesto y con pocas posibilidades de que lo dejase salvo por muerte, Essex creyó que el mejor modo de encumbrarse era obtener la gloria en el campo de batalla.
La Reina estaba por entonces muy preocupada por los acontecimientos de Francia, donde, tras el asesinato de Enrique III, Enrique de Navarra había ocupado el trono y tenía dificultades para conservarlo. Como Enrique era hugonote y aún se consideraba una amenaza a la católica España, pese a la derrota de la Armada, se decidió enviar ayuda a Enrique.
Entonces Essex quiso ir a Francia.
La Reina le negó el permiso, de lo cual me alegré. Pero estaba preocupada, de todos modos, sabiendo lo que había hecho antes y convencida de que sería muy capaz de volver a hacerlo.
Era evidente que cada vez era más seguro de que hiciese lo que hiciese la Reina le perdonaría.
Lo cierto es que pidió y suplicó y habló insistentemente de su deseo de ir y al final ella se lo permitió. Se llevó consigo a mi hijo Walter y, ¡ay!, jamás volví a ver a Walter, pues le mataron en combate frente a Rouen.
No he hablado mucho de. Walter. Era el más pequeño, el más tranquilo. Mis otros hijos llamaban la atención en un sentido o en otro. Walter era distinto. Creo que los otros se parecían a mí y él se parecía a su padre. Pero todos amábamos a aquel muchacho sencillo y afectuoso, aunque tendíamos a ignorarle cuando estaba con nosotros. ¡Pero cómo le echamos de menos cuando dejó de estarlo! Yo sabía que Essex se sentiría desolado, y más aún por el hecho de haber sido él quien le había convencido para ir a luchar a Francia. Había sido Essex quien había querido ir a la guerra y Walter siempre había querido seguir a su hermano mayor, por lo que Essex recordaría que si se hubiese quedado en casa, tal como era mi voluntad (y la de la Reina), Walter jamás habría ido al encuentro de la muerte. Conociendo bien a Essex, supuse que su tristeza sería similar a la mía.
Tuve noticias de él. Era valiente en el combate. Por supuesto, había de serlo, dado su carácter temerario e intrépido, estimaba mucho a sus soldados y les prodigaba toda clase de honores cuando, como Burleigh indicó a la Reina, no tenía derecho alguno a hacerlo. Estábamos muy inquietos con él porque los que regresaban hablaban de su temeridad y su desprecio por el peligro e incluso de que cuando quería cazar no vacilaba en aventurarse en territorio enemigo.
La pérdida de Walter y mis temores por Essex, me ponían muy nerviosa y llegué a pensar incluso en pedir a la Reina que me recibiese para poder implorarle que le ordenase regresar. Quizá si lo hubiese hecho, si hubiese podido indicarle el motivo de que recurriese a ella, habría aceptado verme.
No tuve que llegar a hacerlo, porque ella misma, compartiendo mis preocupaciones, le llamó.
Él alegó diversas excusas para no volver y yo creí que iba a desafiarla de nuevo, pero al fin obedeció. Le vi poco, sin embargo, pues la Reina le tenía a su lado durante el día y gran parte de la noche. Me sorprendió que le permitiese volver al campo de batalla, supongo que no pudo resistirse a sus súplicas.
Así pues, se fue de nuevo, y la inquietud renació. Pero al fin regresó ileso.
Durante cuatro años permaneció en Inglaterra.
El camino del patíbulo
Oh Dios, dadme vos humildad y paciencia verdaderas para soportar hasta el fin. Y os pido a todos que recéis conmigo y por mí, para que cuando me veáis bajar los brazos y poner la cabeza bajo el hacha, y todo esté listo para descargar el golpe, quiera el Dios eterno enviar a sus ángeles para que lleven mi alma ante su trono misericordioso.
Essex antes de su ejecución.
Ser Rey y llevar una corona es más glorioso para quienes lo ven que agradable para quienes lo viven.
Isabel.
Fueron años peligrosos. Aunque Essex se encumbró mucho en el favor de la Reina, jamás vi hombre tan proclive a jugar con fuego. Era mi hijo después de todo. Pero yo le recordaba constantemente a Leicester.
—Me pregunto por qué no protesta Christopher Blount —dijo en una ocasión—. Siempre estáis hablando de Leicester como si fuese el hombre ejemplar.
—Para vos podría serlo —dije—. Recordad que conservó el favor de la Reina toda la vida.
Essex estaba impaciente. No iba a cambiar ni a humillarse, declaró. La Reina, como todos los demás, debía aceptarle tal cual era.
Y al parecer lo hizo. Oh, pero él estaba rodeado de peligro. Yo sabía que Burleigh estaba ahora en su contra y decidido a despejar el camino a su hijo, pero me alegraba de que Essex hubiese entablado amistad con los Bacon, Anthony y Francis. Eran una pareja inteligente y positiva para él, aunque ambos estuviesen resentidos, imaginándose desplazados de los altos cargos por Burleigh.
Essex tenía ya otros dos hijos. Walter, por su tío tristemente perdido, y Henry. No era un marido fiel. Era lujurioso y sensual y no podía vivir sin mujeres, y como nunca había reprimido sus deseos en ningún sentido, era natural que lo hiciese en éste. A él no le bastaba una mujer, pues se le disparaba en seguida la fantasía y, dada su situación, pocas se le resistían.
Tenía por costumbre, en vez de elegir cuidadosamente a sus amantes (alguien a quien pudiese visitar secretamente), enamorarse de las damas de honor de la Reina. Yo conocía por lo menos a cuatro. Elizabeth Southwell le dio un hijo conocido como Walter Devereux y fue un gran escándalo. Luego Lady Mary Howard y dos chicas llamadas Russell y Brydges, todas las cuales fueron públicamente humilladas por la Reina.
Me inquietaba muchísimo su conducta indiscreta, porque Isabel era particularmente estricta con sus damas de honor, a quienes elegía cuidadosamente ella misma entre las mejores familias. Lo normal era que algún miembro de la familia le hubiese hecho un servicio y entonces ella aceptaba a la chica como recompensa. Mary Sidney era un buen ejemplo pues había sido elegida al morir su hermana Ambrosía, porque la Reina sintió lástima por la familia, y Mary había hecho, poco después y gracias a los esfuerzos de la Reina, un brillante matrimonio con el conde de Pembroke. Los padres de las chicas estaban encantados de tal honor, pues sabían que la Reina haría todo lo posible por cuidar de sus hijas. Si alguna de aquellas chicas se casaba sin su consentimiento, se ponía furiosa. Si sospechaba que había algo de lo que ella llamaba conducta lujuriosa, se enfurecía aún más; y si su compañero de desgracia era uno de los favoritos de la Reina, entonces se ponía lívida de cólera. Y sabiendo esto, Essex no sólo seguía poniendo en peligro su posición en la Corte sino causando gran aflicción a su mujer y a su madre.