Pensaba mucho en ella. La había visto a lo largo de los años, pero nunca de cerca. Leyendo en su palafrén, o en su carroza, era un ser remoto, una gran Reina, pero aún la mujer que me había derrotado. Deseaba estar junto a ella, pues sólo estando junto a ella podría sentirme viva de nuevo. Perdí a Leicester. Quizás hubiera dejado de amarle al final, pero sin él la vida habría perdido su sabor. Ella podría haberme consolado. Podríamos habernos compensado mutuamente de su pérdida. Yo tenía a mi joven Christopher (buen esposo, amable y fiel, a quien aún maravillaba la buena fortuna de haberse casado conmigo), pero me sorprendía continuamente comparándole con Leicester… y, comparado con él, ¿qué hombre saldría airoso? No era, pues, culpa de Christopher el que no me llenara plenamente; era sólo que había sido amada por el hombre más poderoso e interesante de la época… y como ella, la Reina, también le había amado, ahora que le había perdido, sólo podía recuperar el placer de vivir si ella me volvía a aceptar en su círculo… reír conmigo, pelear conmigo… lo que fuera con tal de que volviera de nuevo a mi vida.
Me abrumaba el nerviosismo ante la perspectiva de volver a la Corte. Tanto significaba la Reina en mi vida. Era parte de mí. Nunca podría ignorarla y creo que tampoco ella a mí. Ella estaba perdida y sola sin Leicester, y yo también. El que al final llegara a creer engañosamente que no le había amado, nada cambiaba ahora.
Deseaba hablar con ella: dos mujeres, sin duda demasiado viejas para sentir celos. Deseaba recordar con ella los días primeros, en los que ella amaba a Robert y pensaba en casarse con él. Deseaba saber de sus labios todo cuanto ella supiera la de muerte de la primera esposa de Robert. Debíamos estar muy unidas. Nuestras vidas estaban entrelazadas con la de Robert Dudley y debíamos contarnos nuestros secretos.
Hacía muchísimo tiempo que no me sentía tan nerviosa.
El día señalado, me vestí con gran cuidado y moderación, no llamativa sino discretamente, pues ése era el tono que deseaba dar. Debía ser humilde, agradecida y demostrar mi gran satisfacción sin disimulos.
Me dirigí a la galería, y allí esperé con otras personas. Algunos se sorprendieron al verme allí y observé las discretas miradas que intercambiaban.
Los minutos pasaron deprisa. No apareció. Hubo un murmullo en la galería y más miradas en mi dirección. Pasó una hora y ella no apareció.
Por último, uno de sus pajes entró en la galería.
—Su Majestad no pasará hoy por la galería —anunció.
Me sentía muy disgustada. Estaba segura de que no había aparecido sólo porque sabía que yo estaba allí esperando.
Aquel mismo día, Essex vino a Leicester House.
Estaba muy alterado.
—No la visteis, lo sé —dijo—. Le dije que habíais esperado y os habíais ido decepcionada, pero dijo que se sentía demasiado mal para salir de su aposento, y me prometió que habría otra ocasión.
En fin, tal vez fuera verdad.
Al cabo de una semana, Essex me dijo que había insistido tanto que la Reina había dicho que me vería cuando saliese del palacio para subir a su carroza. Cenaba fuera y sería un principio si yo esperaba una vez más. Al pasar cruzaría unas palabras conmigo. Era cuanto necesitaba. Luego podría pedir que me permitiese ir a la Corte, pero hasta no recibir aquella palabra amistosa, no podía hacerlo.
Essex era víctima de sus periódicos ataques de fiebre y estaba en la cama, en su aposento de palacio, de no ser así habría acompañado a la Reina y me habría facilitado las cosas.
De cualquier modo, yo no era novicia en los asuntos de la Corte y una vez más me vestí del modo que me pareció adecuado y, cogiendo un diamante, que valdría unas trescientas libras, de lo que me quedó después de vender las joyas para pagar las deudas de Leicester, me encaminé a Palacio.
Esperé una vez más en la antecámara, donde estaban reunidas otras personas que pretendían acceso a la Reina. Al cabo de un rato, empecé a sospechar que sería igual que la vez anterior, y pronto pude comprobar que estaba en lo cierto. Al cabo de un rato, fue despedido el cochero y oí que la Reina había decidido no cenar fuera aquella noche.
Volví furiosa a Leicester House. Comprendía que no tenía la menor intención de recibirme. Me estaba tratando igual que había tratado a sus pretendientes. Uno acudía esperanzado, insistía y acababa siempre decepcionado.
Mi hijo me contó que al enterarse de que ella había decidido no cenar fuera, había dejado su lecho de enfermo para ir a verla e implorarle que no volviese a decepcionarme. Ella, sin embargo, se había mostrado inflexible. Había decidido no cenar fuera y no lo haría. Essex volvió irritado a la cama tras observar que, dado que ninguna de sus pequeñas peticiones se consideraba digna de consideración, sería mejor que se retirase de la Corte.
Esto debió afectar a la Reina, pues poco después él mismo vino con un mensaje de ella. Me recibiría en privado.
Era un triunfo. Sería mejor para mí poder hablar con ella, hablar del pasado, poder recuperar su amistad, sentarme quizás a su lado. ¡Qué diferente esto de una palabra al pasar!
Me puse un vestido de seda azul y unas enaguas de un tono más claro, una delicada gorguera de encaje y un sombrero de terciopelo gris claro con una pluma azul. No podía darle la satisfacción de que pensara que había perdido mi buena apariencia, por lo que me vestí con elegancia y circunspección al mismo tiempo.
Al entrar en el Palacio, me pregunté si ella encontraría alguna otra excusa para rechazarme. Pero no, esta vez pude verme cara a cara con ella.
Fue un momento emocionante. Me postré de hinojos y así permanecí hasta que sentí su mano en mi hombro y le oí decirme que me levantara.
Me levanté y nos miramos. Sabía que observaba cada detalle de mi aspecto y de mi indumentaria. No pude reprimir la satisfacción al advertir lo que ella había envejecido. Pese al cuidadoso tocado, el uso delicado de afeites y polvos, y la peluca pelirroja, no podía ocultar que había envejecido. Tenía más de sesenta años, aunque su esbelta figura y su porte erguido la favorecían mucho. Su cuello mostraba la huella de los años, pero tenía el pecho tan blanco y firme como siempre. Vestía de blanco, que tanto le gustaba: un vestido blanco forrado de tela escarlata y adornado con perlas. Me pregunté si habría cuidado ella tanto su apariencia como yo. Cuando alzó la mano, la larga manga colgante cayó hacia atrás, descubriendo el forro escarlata. Siempre había utilizado las manos teatralmente. Tenía unas manos blancas muy bellas y torneadas que no mostraban signo alguno de la edad; seguían siendo delicadas, realzadas por las joyas que resplandecían en ellas.
Apoyó las manos en mis hombros y me besó. Sentí que me ruborizaba y me alegré, pues ella lo tomó por emoción. Era sólo una sensación de triunfo. Había vuelto.
—Ha sido mucho tiempo, prima —dijo.
—Sí, Majestad, ha parecido un siglo.
—Hace más de diez años que él me dejó —hizo un mohín y creí que se pondría a llorar—. Es como si aún siguiese conmigo. Nunca llegaré a acostumbrarme a estar sin él.
Hablaba, por supuesto, de Leicester. Me habría, gustado decirle que compartía sus sentimientos, pero habría parecido completamente falso puesto que llevaba diez años casada con Christopher.
—¿Cómo murió? —preguntó.
Evidentemente, quería oír otra vez lo que ya debía saber.
—Mientras dormía. Fue una muerte tranquila.
—Me alegro. Aún leo sus cartas. Puedo verle perfectamente… Puedo verle cuando era aún un muchacho —cabeceó con tristeza—. No hubo otro como él. Hubo rumores sobre su muerte.