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Cuando empezaba a hablar de Robert le resultaba difícil parar.

—Él fue el primero en venir a mí, Lettice —continuó—. Era natural y lógico. La Reina, mi hermana, estaba enferma de muerte. Pobre María, cuánto dolor me causó esta noticia. Siempre fui una súbdita buena y fiel como deben ser todos con su soberano. Pero el pueblo estaba harto por lo que había sucedido durante su reinado. Querían que acabase la persecución religiosa, querían una Reina protestante.

Sus ojos se velaron levemente. Sí, pensé, así era, Reina mía. ¿Y si hubiesen querido una Reina católica, lo habríais aceptado vos? No me cabía duda alguna sobre su respuesta. Para ella la religión tenía poca importancia. Quizá fuese lo natural; la Reina difunta se había visto tan oprimida por la suya que había arruinado su buen nombre entre su pueblo y había hecho que se alegraran de su muerte.

—Un soberano ha de reinar apoyándose en la voluntad del pueblo —dijo Isabel—. Bien sabe Dios que esta verdad es para mí muy clara. Cuando mi hermana estaba al borde de la muerte, el camino de Hatfield estaba lleno de los que venían a rendir homenaje a Isabel cuyo nombre, poco antes, pocos se atrevían a mencionar. Pero Robert siempre había estado conmigo, y era natural que fuese el primero en venir a mí. Ante mí vino en cuanto llegó de Francia. Habría estado conmigo antes, tal como me dijo, si el hacerlo no me hubiese puesto a mí en peligro. Y trajo consigo oro… una prueba de que si hubiese sido necesario combatir por mis derechos, habría estado a mi lado y habría recaudado dinero para apoyarme… sí, lo habría hecho.

—Su lealtad le honró —dije, y añadí maliciosamente—: Y le hizo mucho bien. Le hizo caballerizo de Su Majestad, nada menos.

—Posee gran habilidad con los caballos, Lettice.

—Y con las mujeres, Majestad.

Había ido demasiado lejos. Me di cuenta de inmediato y un escalofrío me recorrió.

—Por qué decís eso? —exigió.

—Un hombre de tan excelentes cualidades, de tanta apostura, ha de cautivar sin duda a todos los seres femeninos, Majestad, tengan dos o cuatro patas.

Esto no desvaneció sus recelos y, aunque dejó pasar mi comentario, me dio un bofetón no demasiado suave poco después porque, dijo, manejaba descuidadamente su ropa. Pero yo sabía que no me había pegado por su ropa sino por Robert Dudley. Aquellas manos tan bellamente torneadas, podían asestar golpes muy fuertes, sobre todo cuando se clavaba en la piel un anillo. Era un suave recordatorio de que no era prudente irritar a la Reina.

Me di cuenta de que en la siguiente ocasión en que Robert estuvo presente, le observó atentamente… y también a mí. No nos miramos y creo que se dio por satisfecha.

Robert no advertía siquiera mi existencia en aquella época. Estaba centrado en una ambición de la que nadie podía apartarle. Por aquel entonces, la decisión de casarse con la Reina le absorbía día y noche.

Yo pensaba a menudo en su pobre mujer allá en el campo y en lo que pensaría de los rumores. El hecho de que nunca la llevase a la Corte debía haber despertado sus sospechas. Pensaba en lo divertido que sería traerla allí. Me imaginaba visitando a Lady Amy y sugiriéndole que me acompañase a visitar la Corte. Me gustaba imaginarme presentándola. «Majestad, mi buena amiga Lady Dudley. Habéis favorecido tanto a Lord Dudley que al pasar por Cumnor Place (Berkshire) y conocerla, pensé que os gustaría proporcionar a Lord Robert el placer de la compañía de su esposa.» Traicionaba con esto esa veta malévola que hay en mi carácter y también mi enojo porque yo, Lettice Knollys, mucho más atractiva que Isabel Tudor, era ignorada por el hombre más atractivo de la Corte. Y todo porque ella poseía la corona y yo sólo contaba conmigo misma.

Por supuesto, jamás me habría atrevido a llevar a la Corte a Lady Dudley. De haberlo hecho, habría recibido algo más que un sopapo. Podía verme camino de Rotherfield Greys para no salir más.

Me divirtió mucho el caso de aquella vieja a la que detuvieron por haber difamado a la Reina. Me sorprendió que una mujer sin residencia fija que pasaba la vida por los caminos haciendo trabajos extraños por comida y cobijo, creyese saber más de lo que pasaba en la cámara real que quienes estábamos al servicio de la Reina.

Sin embargo, al parecer la vieja Madre Dowe, mientras cosía para una dama, había oído decir a ésta que Lord Robert le había regalado unas enaguas a la Reina. Luego, Madre Dowe brindó la información de que no eran unas enaguas lo que Lord Robert había regalado a la Reina, sino un hijo.

Si tal historia hubiese sido claramente una conjetura y absolutamente increíble, no habría habido necesidad alguna de hacer caso de una vieja loca; pero en vista de la actitud de la Reina hacia Robert y de la de éste hacia ella, y del hecho de que era innegable que estaban juntos y solos a menudo, podría haberse dado crédito a la historia. Se detuvo así a la vieja y la noticia de la detención se extendió rápidamente por todo el país.

Isabel mostró su habilidad declarando loca a la mujer y dejándola libre, ganándose así su gratitud eterna, pues la pobre mujer pensaba sin duda que le aguardaba una muerte cruel por propagar tales rumores; y muy pronto se olvidó el caso de Madre Dowe.

Muchas veces me pregunto si lo que sucedió poco después ejerció algún efecto en la actitud de la Reina.

Era inevitable que se especulase sobre su matrimonio, tanto en el país como en el extranjero. Inglaterra necesitaba un heredero; los problemas y disensiones recientes que nos habían aquejado tenían por motivo la inseguridad respecto a la sucesión del trono. Los ministros de la Reina deseaban que ésta eligiese un marido sin dilación y diese al país lo que querían. Isabel aún no había alcanzado la edad madura, ni tampoco era ya demasiado joven, aunque nadie se atrevería a recordárselo.

Felipe de España hacía insinuaciones. Yo la oí reírse con Robert por esto, debido a que se enteró de que el Rey había dicho que si le propusiesen tal enlace insistiría en que Isabel se hiciese católica y que además no podría permanecer con ella mucho tiempo, aunque su breve encuentro no la dejase embarazada. No podría haber calculado mejor sus palabras para provocar la indignación de Isabel. ¡Hacerse católica!… cuando una de las principales razones de su popularidad era su declarado protestantismo y el haber puesto fin a las hogueras de Smithfield. Y que cualquier futuro marido mencionase el hecho de que quería huir de ella lo antes posible, era suficiente para provocar una respuesta altanera.

Pero, claro está, sus ministros estaban deseosos de que se casara, y parecía que de no ser porque Lord Robert ya estaba casado, algunos habrían aceptado su enlace con él. A Robert se le envidiaba mucho. Mi larga vida, gran parte de la cual ha transcurrido entre gente ambiciosa, me induce a creer que la envidia es más importante que cualquier otra emoción, y desde luego el peor de los pecados capitales. Robert gozaba de tanto favor ante la Reina que ésta no podía ocultar su inclinación por él y le cubría de honores; y los que veían disminuir su influencia le encontraban posibles maridos más adecuados. El sobrino de Felipe de España, el archiduque Carlos, era uno de estos candidatos. El duque de Sajonia era otro. Luego propusieron al príncipe Carlos de Suecia. A la Reina le divertían estas propuestas y le encantaba torturar a Robert fingiendo considerarlas en serio, pero pocos se dejaban engañar pensando que fuese a aceptar a alguno de ellos. La perspectiva del matrimonio siempre la emocionaba (incluso más tarde, cuando era mucho más vieja), pero su actitud hacia él siempre constituyó un misterio. En algún lugar de lo más profundo de su mente sentía un gran temor ante el matrimonio, aunque a veces el pensar en ello le fascinaba como ninguna otra cosa. Ninguno de nosotros entendió nunca ese aspecto de su carácter que se intensificó con el paso del tiempo. Por entonces, no nos dábamos cuenta de ello, y todos creíamos que tarde o temprano se casaría y que aceptaría a uno de sus regios pretendientes de no haber sido por Robert.