Cuando la Reina le ignoró con un gesto que implicaba que la sugerencia de aquel joven impertinente era indigna de tomarse en cuenta, Essex tuvo un súbito ataque de cólera. Ella le había insultado en público. Le indicaba que lo que él decía era intrascendente. Por unos instantes, su temperamento anuló lo mejor de su sentido común. Se volvió de espaldas a la Reina.
Ella había aceptado el exabrupto (por el que sin duda le reprendería más tarde y le prevendría para que no lo repitiese), pero aquello era un insulto deliberado.
Se acercó a él y le abofeteó sonoramente, diciéndole que se fuese y esperase sus órdenes.
Essex, ciego de cólera, echó mano a la espada y la habría sacado si no le hubieran sujetado inmediatamente. Mientras le sacaban del salón, gritó que no habría soportado un agravio tal de Enrique VIII. Nadie había presenciado una escena parecida entre un monarca y un súbdito.
Penélope vino en seguida a Leicester House a hablar con Christopher y conmigo y mi hermano William se unió a nosotros con Mountjoy.
William creía que aquél sería el final de Essex, pero Penélope no era de la misma opinión.
—Le estima demasiado. Le perdonará. ¿Adonde se ha ido?
—Al campo —le dijo Christopher.
—Ha de permanecer allí hasta que esto se olvide —dijo William—. Es decir, si alguna vez su Majestad lo olvida.
Yo estaba realmente preocupada, pues no veía cómo podría olvidarse una ofensa así. Haber dado la espalda a la Reina era bastante grave, pero haber intentado sacar la espada era un ultraje y podía considerarse traición… y él tenía muchos enemigos. Nos sumimos todos en el pesimismo y la tristeza y dudaba de que en realidad Penélope sintiese verdaderamente el optimismo que expresaba.
Todo el mundo hablaba de la caída de Essex, hasta que una cuestión de gran importancia desplazó a mi hijo de la atención pública. Lord Burleigh, que tenía setenta y seis años, y llevaba algún tiempo enfermo, se moría. Había sufrido mucho de los dientes (aflicción por la que la Reina sentía gran simpatía puesto que también ella la padecía) y, por supuesto, había soportado toda su vida una gran tensión. El mismo orden meticuloso que había aplicado a los asuntos oficiales, lo aplicaba también a los personales. Según me contaron, se acostó, llamó a sus hijos, les bendijo, bendijo a la Reina, y entregó su testamento a su mayordomo. Y luego, tranquilamente, se murió.
La Reina sintió mucho su fallecimiento. Se retiró a sus aposentos a llorarle y durante algún tiempo, cuando se mencionaba su nombre, se le llenaban los ojos de lágrimas. No había mostrado tanta emoción desde la muerte de Leicester.
Lord Burleigh había muerto en su casa del Strand y trasladaron su cadáver a Stamford Barón para enterrarle, pero sus exequias se celebraron en la abadía de Westminster. Essex acudió desde su retiro vestido de negro y era evidente que ninguno de los asistentes parecía tan melancólico como él.
Después acudió a Leicester House y mi hermano William Knollys estaba allí con Christopher y Mountjoy.
—Es hora ya de que vayáis a ver a la Reina —dijo William—. Está destrozada por el dolor. Es el momento de que vayáis y la consoléis.
—Ni ella está de humor para recibirme —gruñó Essex—, ni yo para estar con ella.
—Ella me ha ofendido a mí —repliqué— pero aun así, si me pidiese que acudiera a la Corte mañana, iría muy gustosa. Os ruego que no hagáis necedades, hijo mío. Cuando se trata con monarcas, uno debe dejar a un lado las afrentas personales.
William me lanzó una mirada de aviso. Mi hermano era como nuestro padre… un hombre muy cauto.
—Cuanto más tiempo estéis alejado de ella, más se endurecerá respecto a vos —advirtió Mountjoy a Essex.
—Ya no piensa en mí —replicó Essex—. No hace más que hablar de lo bueno que fue Burleigh. De que jamás se opuso a ella. Tuvieron diferencias de opinión, pero él jamás olvidó que era su súbdito. No, no tengo intención de ir a la Corte a escuchar un panegírico de las virtudes de Burleigh.
En vano intentamos hacerle comprender qué era lo mejor para él. Se interponía su terco orgullo. Ella era quien debía pedirle que volviese, y entonces él lo consideraría.
Aquel hijo mío carecía del sentido de la realidad, y esto me hacía temer mucho por él.
Mountjoy me dijo que la Reina había dejado de pensar en Essex, tan afectada estaba por la muerte de Burleigh. Hablaba a quienes la rodeaban de aquel buen hombre: su Espíritu, como aún le llamaba. «Él jamás me falló», decía. Hablaba de la rivalidad que había existido entre aquellos dos súbditos tan estimados por ella y que tanto habían significado para ella: Leicester y Burleigh. Nada podría haber hecho sin ellos, decía, y volvía a llorar. Sus Ojos, su Espíritu, ambos perdidos para siempre… Qué distintos eran ellos a los hombres de la nueva época. Luego hablaba de la bondad de Burleigh. Había sido un padre excelente. La prueba era cómo había conseguido encumbrar a Robert, su pequeño Elfo. Robert, por supuesto, era inteligente. Burleigh se había dado cuenta de ello. No había intentado promocionar a su hijo mayor (ahora Lord Burleigh) ante la Reina, por saber que no tenía inteligencia suficiente para servirla. No, el genio era Robert, el jorobado, el pequeño Elfo de pies planos. Y su buen padre se había dado cuenta de ello. ¡Oh, cómo echaba de menos a su querido Espíritu!
Y seguía así, sin lamentar la ausencia de Essex.
—No puedo competir con un muerto en el corazón de una mujer sentimental —decía Essex.
Sus palabras eran cada vez más temerarias y descabelladas. Temblábamos todos por él. Hasta Penélope, que estaba constantemente instándole a lo que yo a veces consideraba una temeridad aún mayor.
Sin embargo, todos conveníamos en que debía intentar reconciliarse con la Reina.
Se presentó una oportunidad en la reunión del Consejo a la que él, como miembro del mismo, debía asistir. Su arrogante respuesta fue que no lo haría mientras no le hubiesen garantizado previamente una entrevista con la Reina. La Reina ignoró esto, y él no asistió, pero fue a Wanstead a rumiar su resentimiento.
Llegaron malas noticias de Irlanda, donde el conde irlandés de Tyrone se había rebelado y amenazaba a los ingleses, no sólo en el Ulster, sino en otras provincias. El comandante en jefe inglés, Sir Henry Bagnal, había sido derrotado y, al parecer, de no emprenderse una acción inmediata, Irlanda se perdería.
Essex abandonó rápidamente Wanstead y asistió a la reunión del Consejo. Declaró tener conocimientos especiales de la cuestión irlandesa y, dado lo peligroso de la situación, pidió a la Reina una entrevista. Ella se la negó y él tuvo un ataque de furia.
La furia y la frustración produjeron sus efectos. Penélope vino a decirme que temía que estuviese enfermo. Le había dado una de aquellas fiebres intermitentes y, en su delirio, insultaba a la Reina. Christopher y yo, con Penélope, bajamos a Wanstead a cuidarle y protegerle de los que estaban deseosos de informar de todo esto a Isabel.
¡Cuánto le quería! Quizá le quisiese entonces más que nunca. Era tan joven, tan vulnerable; y el dolor de verle así despertaba todos mis instintos maternales. Nunca olvidaré su aspecto de entonces, su hermoso pelo revuelto y aquella extraña mirada que había en sus ojos. Sentía cólera contra la Reina que era, sin duda, quien le había llevado a aquel estado, aunque en el fondo de mi corazón sabía que él mismo había sido la causa de todo.
¿Nunca aprendería?, me preguntaba. ¡Cómo deseé entonces que Leicester estuviese vivo para poder hablar con él! Pero, ¿cuándo había escuchado Essex a nadie? Mi hermano William y Mountjoy (cuya relación con Penélope le convertía en una especie de hijo para mí) procuraban prevenirle. En cuanto a Christopher, parecía admirar tanto a mi hijo que cualquier cosa que hiciese le parecía razonable.