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Cuando la Reina supo qué Essex estaba enfermo, cambió de actitud. Quizá la muerte de Burleigh le hiciese sentirse sola… ¿quién sabe? Ahora todos habían muerto, Sus Ojos, Su Espíritu, Su Moro y su Jefe de Rebaño. Aún le quedaba uno que amar: el temerario incontrolable pero fascinante hijo de su vieja enemiga.

Envió a su médico a verle con orden de que le comunicase de inmediato su estado; y de que tan pronto como se encontrase en condiciones de viajar (pero no antes), fuese a verla.

Era la reconciliación, y él se recuperó de inmediato. Christopher estaba encantado. Nadie puede resistírsele mucho tiempo, decía. Pero mi sobrio hermano William se sentía menos eufórico.

Essex vino a verme después de que le recibiese la Reina. Ella se había mostrado cordial y cariñosa y había manifestado su satisfacción por verle de nuevo en la Corte. Creyó él que todo volvía a ser como siempre, y se sentía secretamente satisfecho de ver que podía hacer lo que nadie se atrevía a hacer y, pese a todo, recuperar su favor. En el baile de la Noche de Reyes, todo el mundo se fijó en que Essex bailaba con la Reina y en que ella parecía encantada de tenerle a su lado.

Sin embargo, yo recelaba y la maldecía —en secreto, claro— por mi obligado destierro.

Essex dijo que iría a Irlanda. Iba a darle una lección a Tyrone. Nadie sabía tanto como él de la cuestión irlandesa, y creía que su padre había sido mal pagado por su país. Lo había entregado todo por la causa y, debido a haber muerto antes del triunfo, le habían considerado un fracasado. Él vengaría aquello. El conde de Essex había muerto en Irlanda y se había dicho que había fracasado. Ahora el hijo de Essex iría a continuar la obra de su padre; él triunfaría y el nombre de Essex se recordaría siempre con respeto cuando se mencionase Irlanda.

Todo esto era muy impresionante. La Reina, con uno de sus malévolos comentarios, le recordó que, puesto que le preocupaban tanto los asuntos de su padre, había aún algunas deudas suyas no satisfechas.

Esta referencia a las deudas de mi primer esposo produjo un estremecimiento en la familia, y yo temí que pudiesen citarme de nuevo para saldarlas. Essex declaró que si la Reina persistía en aquella actitud rapaz (después de todo lo que él había hecho por ella) dejaría la Corte para siempre. Esto era un puro disparate, pues él sabía igual que todos que su única esperanza de progreso estaba en la Corte.

La Reina debía estar muy preocupada por él, pues la cuestión quedó marginada y no volvió a oírse hablar de ella y, tras cierta resistencia, dio a Essex permiso para ir a Irlanda y el mando del ejército allí.

Él rebosaba satisfacción. Acudió a Leicester House y nos explicó sus planes. Christopher le escuchó atentamente, contemplándole con aquella admiración que en tiempos había mostrado hacia mí.

—Queréis acompañarle, ¿verdad? —dije.

—Os llevaré, Christopher —dijo Essex.

¡Mi pobre y joven esposo! ¡No podía ocultarme sus deseos aunque lo intentase! ¡Qué distinto de Leicester! A él jamás se le habría ocurrido prescindir de lo que desease o de lo que pudiese serle provechoso. Por extraño que parezca, me sentía inclinada a despreciar a Christopher por su debilidad.

—Debéis ir —le dije.

—Pero cómo puedo dejaros…

—Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma. Id con Rob. Será para vos una buena experiencia. ¿No creéis, Rob?

Essex dijo que para él sería una gran ventaja tener a su lado a personas de confianza.

—Entonces queda decidido —añadí.

Era evidente la satisfacción de Christopher. Nuestro matrimonio había sido feliz, pero yo ya estaba cansada. Tenía casi sesenta años y él parecía a veces demasiado joven para interesarme.

En marzo de aquel año (el último del siglo), mi hijo partió de Londres, junto con mi esposo. La gente salía a la calle a verle pasar, y he de decir que tenía un aspecto espléndido. Iba a someter a los irlandeses; iba a dar paz y gloria a Inglaterra; había en él algo divino. No era extraño que la Reina le amase.

Por desgracia, cuando la expedición llegó a Islington, estalló una feroz tormenta y los jinetes quedaron empapados por la lluvia. Los truenos y relámpagos asustaron a la gente que no salía de casa paralizada de terror, pues al parecer, consideraban aquella súbita y violenta tormenta un mal presagio. Me reí de esta superstición, pero más tarde llegué incluso a preguntarme si no tendría sentido.

Todo el mundo sabe cuál fue el desastroso resultado de aquella campaña. Cuánto más felices habríamos sido todos si Essex no la hubiese emprendido. El propio Essex comprendió en seguida la magnitud de su tarea. Los nobles irlandeses estaban contra él, y lo mismo el clero, que tenía gran influencia en el pueblo. Escribió a la Reina diciéndole que someter a los irlandeses sería la operación más costosa de su reino. Tenía que haber allí un poderoso ejército inglés y, dado que la nobleza irlandesa no era contraria a un pequeño soborno, quizás éste fuera el mejor medio de atraerles a nuestra causa.

Hubo una discusión entre la Reina y Essex sobre el conde de Southampton, a quien ella no había perdonado que hubiese dejado embarazada a Elizabeth Vernon, aunque lo hubiese enmendado casándose con ella. Essex y Southampton eran amigos íntimos, y Essex había nombrado a aquél caballerizo mayor de la campaña, nombramiento que la Reina no aprobaba. Ordenó, por tanto, que se depusiese a Southampton de tal cargo y Essex fue lo bastante temerario como para negarse a hacerlo.

Yo estaba cada vez más aterrada ante las noticias que me llegaban, no sólo por la creciente cólera de la Reina, sino por el peligro en que tanto mi esposo como mi hijo se habían puesto.

Penélope era siempre la primera en enterarse de las noticias y me tenía informada de lo que pasaba. Contaba además con el consuelo de la compañía de mi hija Dorothy y de sus hijos. Su primer marido, Sir John Perrot, con el que tan románticamente se había casado, había muerto, y había contraído segundas nupcias con Henry Percy, conde de Northumberland. Pero este matrimonio no dio buenos resultados, y por eso ella acudía con frecuencia a mi casa. Solíamos hablar de las pruebas y sinsabores de la vida matrimonial.

Tenía la impresión de que mi familia no había tenido demasiada suerte en el matrimonio. Frances, hasta cierto punto, amaba a Essex. Era extraño que, sin importar lo mal que se portara, parecía ligar a sí a la gente. Sus infidelidades eran del dominio público y creo que a veces se entregaba a ellas en parte por irritar a la Reina. Sus sentimientos respecto a ella eran extraños. En cierto modo, la amaba. Ella estaba por encima de las demás mujeres y no sólo por el hecho de ser la Reina. Yo misma sentía en ella ese poder. Era algo casi místico. ¿No era un hecho el que, desde que ella había dejado claro que no tenía intención alguna de aceptarme de nuevo en su círculo, la vida había perdido su sabor? ¿Lo sabía ella? Quizás. Yo era una mujer orgullosa, y, sin embargo, había hecho un gran esfuerzo por complacerla. ¿Estaba ella riéndose, diciéndose a sí misma que su venganza era completa? Ella había ganado la última batalla. Se había vengado de mí: una súbdita que se había atrevido a convertirse en su rival y que se había apuntado grandes victorias contra ella.

En fin, tal era la situación de mi familia. Essex un Don Juan con varias amantes, Penélope viviendo abiertamente con Lord Mountjoy; incluso le había dado un hijo que había recibido el apellido de él, y estaba de nuevo embarazada. Lord Rich no había hecho ningún esfuerzo por divorciarse, y yo suponía que era debido a la influencia de Essex en la Corte. Si mi hijo Walter hubiese vivido, habría sido el tranquilo, el que viviese respetablemente con su familia. Pero, por desgracia, había muerto.