Frances, naturalmente, fue despedida con orden de no volver a la Corte.
El proceso de mi hijo se celebró en la Star Chamber. Se le acusaba de que se le habían entregado, con gran coste, las fuerzas que había solicitado; que él había desobedecido las instrucciones y había regresado a Inglaterra sin permiso; que había celebrado una conferencia con el traidor Tyrone y llegado a acuerdos inaceptables.
Esto era la caída de Essex. Unos días después, quedó desbaratado su hogar y sus criados recibieron orden de buscar nuevos amos a quienes servir. Tan enfermo estaba que temíamos por su vida.
Yo creía que la conciencia de la Reina la haría reaccionar. Le había querido mucho y yo sabía lo fiel que ella era en sus afectos.
—¿Está realmente tan enfermo como me decís que está? —preguntó a Mountjoy, que le aseguró que sí lo estaba.
—Enviaré a mis médicos para que le vean —dijo.
—No son médicos lo que necesita, Majestad —contestó Mountjoy—. Sino una palabra amable de vos.
Entonces ella le envió un poco de caldo de su propia cocina con el mensaje de que consideraría la posibilidad de visitarle.
Durante aquellos primeros días de diciembre, creímos realmente que moriría. Se rezó por él en las iglesias, lo cual irritó a la Reina, pues no se le había pedido permiso para hacerlo.
De todos modos, dijo que su mujer podría visitarle y atenderle. Luego mandó llamar a Penélope y a Dorothy y las recibió amablemente.
—Vuestro hermano es un hombre muy importante y necio —les dijo—. Comprendo vuestro dolor y lo comparto.
A veces pienso que habría sido mejor que Essex hubiese muerto entonces, pero cuando vio a Frances junto a él, y comprendió que la Reina le había dado permiso para acudir a atenderle y cuando se enteró de que Penélope y Dorothy habían sido recibidas por la Reina, empezó a albergar esperanzas, y la esperanza era para él la mejor medicina.
No se me permitía verle, pero Frances vino a decirme que su salud mejoraba, y que estaba pensando enviar a la Reina un regalo de Año Nuevo.
Pensé en todos los lujosos regalos de Año Nuevo que Leicester le había hecho y en que yo había tenido que vender mis tesoros para pagarlos. Sin embargo, era muy aconsejable enviarle el regalo y así lo hicimos. Yo estaba deseando saber cómo lo recibía.
No fue ni aceptado ni rechazado.
Fue patético ver el efecto que le causaba a él enterarse de que el regalo no había sido rechazado. Se levantó de la cama y al cabo de unos días ya pudo caminar. Mejoraba a ojos vista.
Frances, sabiendo lo nerviosa que yo estaba, me enviaba frecuentes mensajes. Me sentaba a mi ventanal esperando que llegaran y pensando en la Reina, que también estaría nerviosa, pues le amaba. Y yo había visto ya con Leicester que ella era capaz de sentimientos profundos. Sin embargo, no me permitiría a mí, su madre, ir a verle. Estaba casi tan celosa del amor de mi hijo por mí, como lo había estado del de Leicester.
Luego supe la alarmante noticia de que la Reina le había devuelto su regalo. Sólo había cedido al temer que la vida de él estuviese en peligro.
Ahora que ya no estaba enfermo, debía continuar sintiendo el peso de su cólera. Así pues, aunque recuperado de su enfermedad, seguía igualmente en peligro, por parte de la Reina y de sus enemigos.
El destino parecía decidido a asestar golpe tras golpe sobre mi pobre hijo. Cuánto hubiese dado yo porque aún viviese Leicester. Él habría podido orientar a Essex y exponer su causa ante la Reina. Resultaba descorazonador ver derrotado a aquel hombre orgulloso que casi, aunque no del todo, aceptaba la derrota. Christopher fue de poca ayuda. Aunque llevábamos bastante tiempo casados, parecía el muchacho que era cuando su juventud me había atraído. Ahora yo anhelaba madurez. Pensaba constantemente con añoranza en Leicester. Essex era un héroe para Christopher. No podía ver en él defecto alguno. Creía que únicamente se veía en aquella situación por su mala suerte y por sus enemigos. No se daba cuenta de que el mayor enemigo de Essex era él mismo, y que la fortuna no sigue sonriendo al que abusa de ella.
Todo se acercaba a un rápido y aterrador desastre. Se hablaba mucho de un libro que había escrito Sir John Hayward. Cuando lo leí comprendí lo peligroso que era en aquel momento, pues trataba de la deposición de Ricardo II y la subida al trono de Enrique IV, e implicaba que si un monarca era indigno de reinar, estaba justificado que el siguiente en la línea de sucesión tomase el trono. Y resultaba aún más desdichado que Hayward hubiese dedicado el libro al conde de Essex. Me di cuenta de que los enemigos de Essex, Raleigh por ejemplo, se apoyarían en esto y lo utilizarían en su contra. Ya les oía decirle a la Reina que el libro implicaba que ella no estaba capacitada para reinar. Como había sido dedicado a Essex, ¿no habría éste participado en su elaboración? ¿No sabía la Reina que Essex y su hermana Lady Rich habían mantenido correspondencia con el Rey de Escocia?
Se requisó el libro y Hayward fue encarcelado, y la Reina comentó que quizás él no fuese el autor y que fingiese serlo a fin de proteger a un malvado.
Penélope y yo nos sentábamos a hablar de estas cuestiones hasta que quedábamos dormidas de puro agotamiento. Pero no llegábamos a ninguna conclusión y no podíamos dar con la solución al problema.
Mountjoy estaba en Irlanda, triunfando donde Essex había fracasado, y Penélope me recordó que Essex había dicho que Mountjoy no sabría desempeñar la tarea por ser de tendencias excesivamente ilustradas y por preocuparse más de los libros que de las batallas. ¡Qué equivocado estaba! ¿Había tenido alguna vez razón mi pobre Essex, en realidad?
Además, estaba endeudado, pues la Reina no había querido renovar los derechos que le había otorgado sobre la importación de vinos dulces, y era con esto con lo que contaba para pagar a sus acreedores. Al parecer su suerte no podía empeorar… pero claro que podía.
Nunca había sido capaz de verse claramente a sí mismo. En su opinión, él medía tres metros de altura y los demás hombres eran pigmeos. Comprendí durante aquellos terribles días que le amaba como a nadie… desde aquel tiempo en que había estado obsesionada por Leicester. Pero era un tipo distinto de amor. Cuando Leicester se había vuelto más torpe y me había olvidado por la Reina, yo había dejado de amarle. Pero jamás podría dejar de amar a Essex.
Él estaba ahora en Essex House, y se congregaba allí toda clase de gente. Empezaba a ser conocido el lugar como cita de descontentos. Southampton estaba constantemente con él, y era uno de los que habían perdido el favor de la Reina. Todos los hombres y mujeres que se sentían despechados, que creían no haber recibido lo que les correspondía, se agrupaban y murmuraban contra la Reina y sus ministros.
¡Oh qué impetuoso e insensato era mi hijo! En un acceso de cólera contra la Reina, angustiado de perder su favor, le gritó ante varias personas que no podía confiar en ella, que sus facultades estaban tan marchitas como su pellejo.
Ojalá hubiese podido convencerle. Querría haberle dicho que John Stubbs había perdido la mano derecha no porque hubiese escrito contra el matrimonio de la Reina, sino por haber dicho que era demasiado vieja para tener hijos. Pero habría sido inútil. Aquel comentario le llevaría al cadalso, estaba segura de ello, si alguna vez sus pasos le apartaban de tal camino. Pero, por desgracia, corría hacia él.
Su gran rival, Sir Walter Raleigh, aprovechó esas palabras.
Podía imaginar cómo las deslizaría en los oídos de la Reina. Y ella debía odiarle más precisamente porque en tiempos le había amado. Aún debía angustiarle la escena de cuando él había irrumpido en sus aposentos y sorprendido a una anciana.
El resto de la historia es sobradamente conocido, cómo se organizó la conjura y cómo él y otros se apoderaron de White— hall, insistieron en entrevistarse con Isabel, la obligaron a despedir a sus ministros y a convocar un nuevo parlamento.