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Tal vez al planearlo, pareciera fácil. Qué diferente fue ejecutarlo. Christopher nada me contó, y se mostraba extrañamente reservado, así que deduje que algo se tramaba. Le vi poco aquellos días, pues siempre estaba en Essex House. Luego supe que Essex esperaba mensajeros del Rey de Escocia, y esperaba, si los recibía, tener buenas razones para rebelarse y ayuda del monarca escocés.

Era lógico que todos estos acontecimientos que tenían lugar en Essex House llamasen la atención. Los espías de Essex descubrieron que había una conjura en marcha (con Raleigh a la cabeza) para capturarle, quizá matarle y, en cualquier caso, encerrarle en la Torre. Siempre que mi hijo había recorrido las calles de Londres, la gente salía a verle y aclamarle. Siempre había atraído el interés, y su simpatía y encanto habían sido fuente de fascinación. Creía, por tanto, que ahora la ciudad le seguiría y se dedicaba a recorrerla llamando al pueblo para que le apoyase, y pensando que podría así resolver sus propios problemas y los de todos.

Un sábado por la noche, algunos de sus seguidores fueron al teatro Globe y pagaron a los actores para que interpretasen Ricardo II, de Shakespeare, para que la gente pudiese ver que era posible deponer a un monarca.

Yo estaba tan alarmada que pedí a mi hermano William que viniese conmigo inmediatamente. Él estaba tan inquieto como yo.

—¿Pero qué intenta hacer? —preguntó—. ¿No sabe que está arriesgando la cabeza?

—William —exclamé yo—, os ruego que vayáis a Essex House. Vedle. Intentad que entre en razón.

Pero, por supuesto, Essex nunca atendía a razones. William fue a Essex House. Cuando llegó había allí unas trescientas personas, todos ellos extremistas y fanáticos.

William pidió una entrevista a su sobrino, pero Essex se negó a verle y, como William no quiso marcharse, le metieron dentro y le encerraron en el guardarropa. Luego Essex llevó a cabo su descabellado plan. Se lanzó a la calle con doscientos seguidores… entre ellos mi pobre y errado Christopher.

¡Oh, qué necedad, qué estupidez infantil!

Me angustia todavía ahora cuando lo pienso, aquel valeroso y necio muchacho recorriendo las calles de Londres seguido de aquella tropa inadecuada, gritando a los ciudadanos que se uniesen a él. Puedo imaginar su gran decepción cuando aquellas dignas gentes rápidamente dieron la vuelta y se metieron en sus casas. ¿Por qué habrían de rebelarse ellos contra una Reina que les había dado prosperidad, cuyo triunfo les había salvado de verse destruidos por España, todo porque ella había despedido a uno de sus favoritos?

El grito de rebelión se extendió y en Londres y en los alrededores se convocó para defender a la Reina y a la patria y, rápidamente, se formó una fuerza para combatir a Essex. La lucha fue breve, pero hubo varios muertos. Mi Christopher fue herido en el rostro con una alabarda y cayó del caballo, con lo que fue capturado, mientras Essex se retiraba y conseguía llegar a Essex House, donde rápidamente quemó las cartas del Rey de Escocia y cuanto pudiese implicar a sus amigos. Llegaron a buscarle de noche.

Yo estaba furiosa. Su amigo Francis Bacon, al que tanto había ayudado, había hablado por la acusación. Cuando pensé en todo lo que Essex había hecho por Bacon me enfurecí le llamé «¡Falso amigo y traidor!»Penélope movió la cabeza con tristeza. A Bacon le habían obligado a elegir. Tenía que considerar sus obligaciones para con la Reina y compararlas con sus obligaciones hacia Essex. Por supuesto, dijo Penélope, había de elegir a favor de la Reina.

—Essex habría elegido a favor de su amigo —indiqué.

—Sí, madre querida —replicó—, pero mira a dónde le han llevado sus actos.

Yo sabía que mi hijo estaba condenado.

Sin embargo, quedaba una esperanza. La Reina le había amado, y yo podía recordar cómo había perdonado una y otra vez a Leicester. Aunque Leicester nunca se había sublevado contra ella en una rebelión armada. ¿Qué excusa podía haber para lo que había hecho Essex? Tenía que ser razonable y admitir que no había ninguna.

Le consideraron culpable, cosa que yo suponía, y le condenaron a muerte… y con él al pobre Christopher. Yo estaba abrumada y desolada, pues temía que muy pronto me privarían de un esposo y un hijo.

Lo que siguió fue una pesadilla. Ella no podía hacer aquello. No podía. Pero, ¿por qué no? Quienes la rodeaban, le aseguraron que debía hacerlo. Raleigh (eterno enemigo de Essex), Cecil, Lord Grey, todos ellos explicaron a la Reina que no tenía alternativa posible. Sin embargo, ella era una mujer de fuertes sentimientos. Cuando amaba, amaba profundamente, y desde luego a él le había amado. Dejando a Leicester a un lado, había sido el hombre más importante de su vida.

¿Y si Leicester hubiese hecho lo que había osado hacer Essex? Pero no, nunca lo habría hecho. Leicester no era un necio. Pobre Essex, su vida había estado llena de acciones suicidas, y ahora nada podía salvarle.

¿O sí?

Mi esposo y mi hijo estaban condenados a muerte. Yo era parienta de la Reina. ¿Se compadecería de mí? Ay, si pudiera verla.

Pensé que a Frances quizá la recibiese. Siempre había sentido mucho afecto por su Moro, y ella era su hija. Además, Essex había sido notoriamente infiel a Frances y la Reina debía haberla compadecido por ello, lo cual sin duda habría atenuado la irritación que el matrimonio le había producido.

La pobre Frances estaba desolada. Le había amado profundamente, y había estado con él casi hasta el final de su libertad. Me pregunté si él habría sido entonces tierno con ella. Ojalá.

—Frances —le aconsejé—. Id a ver a la Reina. Llorad y suplicad que acepte verme. Decidle que le suplico que conceda este favor a una mujer que ha enviudado dos veces y que es muy probable que vuelva a enviudar. Explicadle que me permita verla. Decidle que sé que tiene un gran corazón bajo su dureza de Reina, y que si acepta verme ahora, la bendeciré toda mi vida.

Francés obtuvo una audiencia, durante la cual la Reina le consoló diciéndole que había sido un triste día para ella aquél en que había perdido a un gran hombre como Sidney y se había casado con un traidor.

Y, ante mi sorpresa, también a mí me concedió audiencia.

Así pues, comparecí ante su presencia una vez más. Pero esta vez de rodillas para suplicar por la vida de mi hijo. Ella vestía de negro (supongo que por Essex), pero su traje estaba cubierto de perlas; mantenía la cabeza erguida sobre la gorguera y tenía la cara muy pálida entre aquellos rizos demasiado rojos de la peluca.

Me dio la mano para que se la besara y luego dijo:

—¡Lettice!

Nos miramos. Intenté controlarme, pero me di cuenta de que se me llenaban los ojos de lágrimas.

—¡Por el amor de Dios! —dijo—. ¡Qué necio es vuestro hijo!

Incliné la cabeza.

—Y él mismo se ha metido en esto —continuó—. Jamás deseé esto para él.

—Majestad, él jamás os habría perjudicado.

—Habría dejado que lo hicieran sus amigos, sin duda.

—No, no, él os ama.

Ella movió la cabeza.

—Ve en mí un medio de prosperar. ¿No les sucede así a todos?

Me hizo señas de que me levantara y lo hice, diciendo:

—Sois una gran Reina, y el mundo entero lo sabe.

Me miró fijamente y dijo, malhumorada:

—Aún conserváis cierta belleza. Fuisteis muy bella de joven.

—Nadie podía competir con vos.

Extrañamente, yo era sincera. Ella tenía algo más que belleza, y aún lo conservaba, pese a la edad.

—Es la corona, prima.

—Pero no a todos sienta bien. Majestad; a vos sí.

—Habéis venido a pedirme que les perdone —dijo—. No pensaba veros. Vos y yo nada tenemos que decirnos.