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– Se lo diré hoy, Annie. Recuerda que se trata de un gran secreto. Tendré que mentirle a la reina, me temo, pues no entenderá por qué la abandono ahora. Métete en la cabeza todo cuanto te he dicho y olvídalo. Ya te avisaré yo cuándo corresponde que lo recuerdes. Ahora debo vestirme o llegaré tarde a misa.

Margarita de Escocia le hizo una seña a su amiga para que se sentara a su lado, justo cuando la misa estaba empezando. Era un honor y Rosamund no lo ignoraba. Por un momento se sintió culpable de la decepción que le causaría a la reina. Pero apenas sus ojos se encontraron con los del conde de Glenkirk, que también se hallaba en la capilla real, el sentimiento de culpa se desvaneció por completo. Una vez concluido el servicio, la reina enlazó el brazo de Rosamund y ambas caminaron rumbo al gran salón, donde las esperaba un suculento desayuno.

– ¿Qué son esos rumores que he escuchado acerca de ti y de lord Leslie? -le preguntó la reina.

– No sé a qué rumores se refiere usted, señora -respondió formalmente Rosamund, pues se encontraban en público.

– Se dice que son amantes -contestó Margarita. Luego agregó en voz baja-: ¿Es verdad Rosamund? ¿Te has convertido en su amante? Reconozco que es un hombre apuesto, a pesar de sus años.

– No es tan viejo, Meg -murmuró Rosamund.

Pero el inusitado brillo de sus ojos color ámbar la había delatado.

– ¡Oh, entonces es cierto! Vaya, vaya, nunca imaginé que mi Rosamund fuera una muchacha tan atrevida.

– No era mi intención ofenderla, Su Alteza -se apresuró a responder la dama de Friarsgate.

– ¿Ofenderme? ¡No, en realidad te envidio! Mi abuela solía decir que una mujer se casa la primera vez y quizá la segunda, por complacer a su familia, pero que luego debe buscar su propia felicidad. ¿Lord Leslie te hace feliz, Rosamund? ¡Así lo espero! ¿Has tenido otros amantes?

– No, Meg -murmuró con voz suave-. Nunca.

Era la primera mentira que le decía y sin embargo hasta cierto punto era cierto, pues nunca había amado al hermano de Margarita Tudor, el rey de Inglaterra. Nunca había amado a nadie como a Patrick Leslie.

– Fue bastante repentino, ¿verdad? -comentó la reina como al pasar, aunque era evidente que la estaba sometiendo a una suerte de interrogatorio.

– Nuestros ojos se encontraron y ambos supimos que éramos una sola entidad, un solo ser. No puedo explicarlo con más claridad.

– Hablas como mi marido cuando mira con el buen ojo, el famoso lang eey de los escoceses -dijo sonriendo, al tiempo que posaba la mano en su abultado vientre, en un gesto protector-. No quiero ser un receptáculo vacío como la esposa de mi hermano. Ruega a Dios y a la Santa Virgen María que este niño sea varón y fuerte, Rosamund. Ruega por mí.

– Rezo por ti todos los días, Meg.

El diálogo fue interrumpido por el paje del rey:

– Su Alteza -dijo-, Su Majestad desea desayunar en su compañía. Estoy aquí para escoltarla.

La reina asintió y Rosamund se escabulló discretamente en busca de lord Glenkirk o de lord Cambridge, a quien encontró primero.

– Querida muchacha, has armado un verdadero revuelo en la corte. Se rumorea que lord Leslie es tu amante. ¿Es cierto? Jamás había escuchado en mi vida un cotilleo tan delicioso. La corte escocesa es mucho más divertida que la inglesa, donde imperan la pobre Catalina, tan española ella, y nuestro indigesto rey Enrique. Allí todo es corrección y protocolo, aunque el rey siempre ande a la pesca de alguna damisela y se las ingenie para mantener en secreto sus nuevas conquistas. Lo digo sin ánimo de ofender a nadie, querida prima.

– No me doy por aludida, queridísimo Tom -replicó secamente Rosamund.

– Pero en esta deliciosa corte la gente no es tan condenadamente circunspecta en lo que respecta a sus pasiones, y me parece fantástico. Ahora ven y cuéntame absolutamente todo -se entusiasmó lord Cambridge, enlazando el brazo de Rosamund con el suyo, enfundado en terciopelo.

– Me muero de hambre, Tom. No he comido desde anoche -protestó ella.

– Iremos a casa y mi cocinera te alimentará como corresponde. Además, gozaremos de una confortable privacidad, prima, pues hablo en serio cuando te digo que debes contármelo todo.

– ¡Compraste una casa en Stirling! -exclamó Rosamund.

– No la compré, la alquilé. Un chalecito de lo más encantador. La dueña es una anciana que cocina como un ángel. No estoy dispuesto a dormir en el vestíbulo del rey con esas pobres almas privadas de todo privilegio de la corte. A ti te dieron una cajita donde anidar, pero yo no soy amigo de la reina, primita, sino tu acompañante. Por consiguiente, me las tuve que arreglar solo. Tus regios anfitriones no son mezquinos en lo tocante a la hospitalidad, pero vienen tantos a la corte que es imposible alojarlos decentemente a todos. Ahora, en marcha, mi querida -Y luego agregó en tono de chanza y pellizcándole el brazo-: ¿Quieres que invitemos al conde?

– ¿Necesitaré mi caballo? -preguntó Rosamund, ignorando la provocación.

– No, iremos a pie, queda a unos pocos metros de las puertas del castillo, colina abajo. La anciana solía cocinar para la guardería infantil. Pero tu diminuta reina no juzgó conveniente que el rey albergara a sus hijos ilegítimos en un castillo por el que sentía un cariño especial. Cuando descubrió por primera vez a los pequeños bastardos, armó tal alboroto que el rey no tuvo más remedio que mudar la guardería a un lugar más discreto, fuera de la vista de la reina. El rey deseaba que Alejandro, su hijo mayor, fuese el heredero, y la reina aún teme que lo haga si ella es incapaz de darle un bebé saludable.

– Alejandro Estuardo es el obispo de St. Andrew.

– Sí, y es sorprendentemente apto para la tarea, pese a su juventud. La reina está celosa del profundo amor que los une. Sabe incluso que, aun dándole un heredero saludable, Alejandro será siempre el preferido del rey. Por lo demás, es el primogénito.

– ¿Cómo te las ingenias para enterarte de tantas historias en tan poco tiempo? Ni siquiera hace una semana que estamos aquí -rió Rosamund.

Bajaron por una callejuela adoquinada donde se alineaban pulcras casas de piedra con techos de pizarra negra. Lord Cambridge se detuvo en la tercera y entró en el edificio, al tiempo que llamaba a la dueña:

– Señora MacHugh, he traído a mi prima. Acabamos de salir de misa y estamos hambrientos.

Una mujer alta y delgada emergió de las profundidades de un oscuro corredor.

– ¿Su prima, milord?

– Rosamund Bolton, dama de Friarsgate e íntima amiga de la reina. Ya le he hablado de ella, señora MacHugh.

Tom se sacó la capa y ayudó a Rosamund a quitarse la suya.

– Desde que alquiló mi casa, usted no ha hecho más que parlotear replicó la anciana con sequedad. Luego se dirigió directamente a Rosamund-: ¿Alguna vez para de hablar su primo, milady?

El tono de su voz era cortante, pero sus ojos resplandecían.

– Me temo que casi nunca, señora MacHugh -respondió con una sonrisa y luego fue presa de un involuntario estremecimiento.

La anciana lo advirtió y la invitó a pasar a la sala, donde ardía un buen fuego.

– Es la habitación más confortable de la casa. Les serviré la comida allí -dijo, y volvió a sumergirse en el corredor.

La sala era, en efecto, cálida y acogedora. Rosamund se sentó junto a la chimenea, en una silla tapizada en gobelino. Tom colocó en su mano una copa de vino, aconsejándole que la bebiera para devolver el calor a su esbelto cuerpo.

– Prometo no hablar del tema hasta que la mesa esté servida. No deseo que me interrumpan y supongo que tú no querrás compartir las noticias con el mundo entero.

Ella asintió y comenzó a beber el vino dulce de a pequeños sorbos.

– Te has puesto uno de mis vestidos favoritos. Las nuevas mangas ribeteadas en piel te van de maravillas y armonizan con tu adorable cabello rojizo, prima.