Oh Graciosa, ¿te casarás alguna vez con Fabuloso? Sólo en los libros, dijo ella, así DeeDee también se puede casar con él.
La cuarta amiga imaginaria no fue una invención mía sino de mi madre o de mi abuela o incluso puede que de mi bisabuela. Se trata de Hashka la Messhuggeneh. (No estaba en el Post-it, pero en cierto modo los otros tres la traían con ellos.)
¿Quién era? (se trataba de una mujer). Se invocaba cuando alguien perdía el control (algo que pasaba frecuentemente en nuestra casa) y otro le decía: «Te pareces a Hashka la Messhuggeneh.» ¿Era una aparición de un distante shtetl? ¿Era la loca de Grodno o una trapera de los arrabales de Odessa? Llevaba un sombrero muy raro, en verano e invierno. Su ropa era holgada y negra y ocultaba búhos, niños, partes cortadas del cuerpo. Cacareaba como una gallina, aleteaba como un cisne y tenía unos brillantes ojos de loca. Contaba cuentos de niños convertidos en compota y en salchichas que cantaban, y de muñecos que se convertían en niños de verdad.
Se llevaba bastante bien con Fabuloso. Éste iba todas las noches a buscarla en su larga limusina. (En aquel shtetl nadie había visto nunca un coche, y mucho menos una limusina.) No sé lo que quería de ella Fabuloso, pero lo que pensábamos era que la locura de ella le atraía.
Se casaron y tuvieron varias hijas. Una era DeeDee, la cual, naturalmente, era perfecta. Otra era Graciosa, que trataba de ser, esforzándose mucho y derramando gracias, graciosa. Otra era Erica, con su apellido ambiguo. No dejaba de cambiarse de apellido con la esperanza de recuperar la memoria. Pero la memoria es un amigo inconstante. Y, al final, todo lo que queda de ella es lo que se lee en los libros.
Y comprendemos que el deshilachado hilo de la memoria probablemente se convierta en un fuego fatuo. Si has tenido una infancia en la que nadie te castiga por tus fantasías, en la que incluso a tu madre le encanta recordar los nombres de tus amigos imaginarios, puedes llegar a ser ese trío de álter egos: DeeDee, Graciosa y también sencillamente Erica.
De todas las cosas por las que le doy las gracias a mi madre, se impone este gusto por la fantasía, el derecho a soñar que me transmitió a mí. Es un regalo, el mayor que he recibido.
Sólo después de que Ken y yo llevábamos un tiempo casados establecí esta tregua con mi madre.
Al principio, tenía miedo de estar convirtiéndome en ella; una evolución bastante natural en un matrimonio que reproducía muchos elementos del matrimonio de mis padres: la intimidad, las intensas discusiones, la sensación de seguridad. Creo que no es inusual que las parejas pasen por una fase en la que copian el matrimonio de sus padres, pero también es importante dejar atrás esa fase. En caso contrario, el matrimonio corre el riesgo de hacerse desexualizado de modo permanente.
De niña, yo me sentía condenada a la soledad; era una inadaptada, una mártir. Sólo con mis padres, durmiendo entre ellos en el hueco mágico, perdía esa sensación de soledad. Pero, lo mismo que todos los niños, yo era el tercero en discordia. No tenía pareja propia. Durante años puse en acto variaciones de los sueños edípicos. Mis viajes constantes, mis encuentros con hombres en habitaciones de hoteles lejanos, eran, me di cuenta a los cuarenta años, un sueño disfrazado de que me encontraba con mi padre durante uno de sus interminables viajes. Cuando tomé conciencia de eso -puede que haya pasado en aquel profético viaje a Umbría-, el juego del sexo en un hotel se volvió súbitamente superfluo. No iba a encontrarme con mi padre y a seducirle en un hotel extranjero. Él le pertenecía a mi madre. Cuando renuncié a esa fantasía, por fin pude aceptar el tener mi propia pareja y dejé de andar de ciudad en ciudad encontrándome con hombre tras hombre. (Puede que el elegir a hombres casados y luego elegir que no dejaran a sus mujeres fuera otra cuestión edípica: los tenía y no los tenía al mismo tiempo.)
Mi madre aceptó a Ken como nunca había aceptado a ninguno de los anteriores. Puede que se haya tratado de agotamiento. O puede que haya sido la mamaloshen. O puede que se diera cuenta de que yo por fin había aceptado su matrimonio. Ya no era su rival. Tenía a un hombre propio al que querer todos los días. Mi madre y yo hablábamos de un modo nuevo. Puede que yo hubiera aprendido a escuchar de un modo nuevo. Creo que vemos las vidas de nuestros padres de distinto modo en cada estadio de nuestro viaje, y a los cincuenta años, casada con un amigo y aceptando que me quisieran, podía ver a mis padres como personas.
Nunca había creído que mi madre aceptase que la entrevistara, pero resultó que yo estaba equivocada. He estado equivocada en tantas cosas de mi vida que ¿por qué no en ésta?
Con todo, ahora mi madre es tan frágil, que me apetece cogerla en brazos y abrazarla, pero tengo miedo de romperla. Ando como sobre huevos a su alrededor, una curiosa metáfora para usar con las madres. Incluso cuando la entrevisto, trato de no ofenderla. Lo cierto es que sólo llegué a esta conclusión porque, una vez, cuando yo tenía veinte años y pico, la ofendí. Metí las narices en su vida. Me emancipé con Miedo a volar y rompí amarras. Escribí un manifiesto en contra de mi madre. Y fue precisamente ella quien me dio el valor para hacerlo.
– Siento como si hubiese leído mi necrológica -solía decir después de leer determinados poemas míos. En cuanto a las novelas, aseguraba que nunca las leía, prefiriéndome como poeta.
– No es tu necrológica -dije yo-. Te quiero -pero ella tenía razón y yo estaba equivocada. Y en cualquier caso, ¿qué tiene que ver eso con el amor? Se puede amar y además matar, y luego guardar luto. ¿Es que el amor impidió la muerte alguna vez?
Claro que escribí su necrológica, lo mismo que ella escribió la necrológica de su madre en aquel espantoso sueño, lo mismo que Molly está escribiendo la mía. Escribir la necrológica de la propia madre es una señal de que se está viva. Es un acto indispensable. Es el modo de robar una vida.
Y la madre cuyo corazón se ha arrancado para hacer un sacrificio en el altar de la poesía o la prosa o el amor o la libertad, todavía dice, cuando la hija ya mayor tropieza:
– ¿Te has hecho daño, mi niña?
Nacimientos, muertes, finales
Cuando me acerco al final de este libro, a algo mío le entra el pánico y quiere provocar una obstrucción. Dejo de escribir avanzando. Vuelvo atrás y trato de reescribir antiguos capítulos de mi vida, reconstruirlos, sacarles punta, variar los episodios, el orden, el final. La verdad es: no quiero terminar el libro y dejarlo. Es como abandonar mi vida. Dejará de ser mío, saldrá al mundo y se convertirá en una boca de incendios en la que puede mear cualquier perro. Iniciará su largo viaje a partir de mi voluntad, mi cerebro, mis palabras, hacia los corazones de los que lo necesitan. Pero entretanto, como un niño, puede tener que sufrir muchos maltratos. A veces mis libros son mensajeros a los que la gente quiere disparar. Y entonces se detienen, a pesar de los riesgos.
Paseo la vista a mi alrededor, por Norteamérica, y reina la locura. La Liga Anti-Sexo ataca. Algunas feministas de mi generación se han unido en secreto a la causa anti-sexo. La verdad es: el sexo es aterrador, lleno de una oscuridad y falta de lógica tan incontrolables que resulta mucho más fácil suprimirlo. Es más fácil gritar ¡VIOLACIÓN! que admitir complicidad en el deseo; es más fácil reclamar que se es víctima que admitir que nuestros propios deseos pueden hacer víctimas a otros; es más fácil proyectar el mal al exterior que reconocer que forma parte de lo anárquico de la identidad.