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– ¿Dónde está mi habitación? No sé dónde está mi habitación.

Molly la lleva amablemente hasta donde están las enfermeras y pregunta por su habitación. Luego veo que conduce allí a la anciana.

– ¿Quiénes son? ¿Quiénes son? -dice Kitty cuando Molly y sus dos amigas se acercan.

Molly presenta a sus amigas, Sabrina y Amy.

Kitty dice:

– Encantada de conoceros -ha perdido la memoria pero sigue igual de encantadora. Sonríe amablemente.

– Cariño -le dice Kitty a Molly-, no puedo vivir aquí el resto de mi vida, ¿verdad que no? Quiero vivir con vosotros.

– No, Kítty -dice mi hija-, estás mucho mejor aquí. En tu apartamento estarías muy sola y tendrías miedo -es muy enérgica y directa. Es mucho más valiente que yo-. Creo que mamá va a vender tu apartamento.

– ¿Y qué va a ser de mis cuadros?

– Yo me ocuparé de ellos -dice Molly-. Me encantan tus cuadros.

Durante el año que lleva aquí Kitty, mi hija se ha convertido en una mensch.

– Supongo que tienes razón -le dice Kitty.

Cuando ya me marcho para llevar a Molly, Sabrina y Amy de vuelta a la ciudad, Kitty se dirige hacia sus dos amigos.

– Es mi sobrina -oigo que le dice al dentista y a Mr. Goldlilly. Pero sigue sin recordar cómo me llamo.

Mi madre celebra su octogésimo segundo cumpleaños el diez de diciembre. Rodeada por sus nietos, se ríe y casi parece feliz. Ver a mi madre relajada, también relaja algo mío. Si ella encara su vida con alegría, yo puedo hacer lo mismo. Siento que toda mi vida me he torturado porque consideraba que la suya había sido una tortura. Toda mi vida he sufrido porque en cierto modo notaba que ella quería que fuese así. Sé feliz, pienso, al verla entre sus nietos. Por favor, sé feliz para que yo lo pueda ser.

Dos noches después, llega una llamada de mi padre desde la Sala de Urgencias del New York Hospital.

– Tu madre tuvo un ataque -dice-. Estamos en la sala de urgencias. No vengas.

Si hago lo que dice, se enfadará, lo sé. Pero por una vez hago lo que dice. Más tarde, le llamo a casa y le pregunto cómo está mi madre.

– Está furiosa contigo -dice mi padre-, por no haber ido -y me cuelga el teléfono.

Duermo como una muerta, esperando no despertar nunca y no tener que enfrentarme nuevamente con mis padres. Sueño que estoy paseando por los Campos Elíseos entre mis antepasados, preguntándoles a cada uno:

– ¿Todavía no estoy muerta?

En el bolsillo tengo un embrión seco del tamaño de mi dedo índice. Es un hijo que nunca tuve; o si no, soy yo. Tiene las piernas deshechas. También los brazos. ¿Por que no tuve nunca a este niño? ¿Por qué se me deshace en el bolsillo?

Por la mañana voy al New York Hospital, andando como un zombi en el aire frío. No me he maquillado y llevo unos leotardos negros, un jersey negro de cuello vuelto y un gorrito negro, como si ya estuviera de luto. Muy bien, si soy una mala hija, seré una mala hija. Recorro el laberinto de pasillos del piso bajo, preguntándome por cuál llegaré al ascensor que me llevará a la Unidad Coronaria. Por fin lo encuentro. Subo al tercer piso, entro en la habitación de mi madre y me recibe con cara enfurruñada.

– ¿Por qué no viniste? -pregunta.

– Porque te quiero -digo yo.

– Ja -dice ella-. ¿Dónde estabas ayer por la noche?

– Papá me dijo que no viniera.

– Está trastornado -dice ella-. No le hagas caso.

– Lo sé -digo yo.

Pero espero, espero que haya un gran libro de normas para vivir (o morir), espero una gran cantidad de cariño, un alimento final, una epifanía, una trascendencia espiritual. Mi madre se apoya en las almohadas, con el pelo suelto, los ojos fríos y cariñosos a la vez.

– No es agradable -dice- contemplar la propia muerte.

Y yo pienso: si pudiera quitarme unos años y dárselos como una moderna Alcestis, ¿lo haría? ¿Cambiaría mi vida -lo que queda de ella- por la suya? No. No lo haría. Me aferraría a los años que me quedan con manos avariciosas. Terminaría este libro y empezaría el siguiente y el siguiente. Me libraría de mi secreto disfrute por mi propia parálisis.

Generaciones de mujeres han sacrificado su vida para convertirse en sus madres. Pero ya no podemos permitirnos ese lujo. El mundo ha cambiado demasiado para permitirnos llevar la vida que llevaron nuestras madres. Y no podemos permitirnos sentir la culpabilidad que sentimos por no ser nuestras madres. No podemos permitirnos sentir ninguna culpabilidad que nos lleve al pasado. Hemos crecido, tanto si queremos como si no. Tenemos que dejar de echarles la culpa a los hombres y a las madres, y vivir cada segundo de nuestra vida con pasión. Ya no podemos permitirnos el desperdiciar nuestra creatividad. No podemos permitirnos la pereza espiritual.

Mi madre no me proporcionará reglas para vivir, pero quizá pueda dármelas a mí misma.

– ¿En qué estás pensando? -pregunta.

– En que te quiero, en que no quiero que mueras.

– No voy a morir -dice ella, súbitamente animada.

La sangre se le sube a la cara, las lágrimas me corren por las mejillas.

Cuando dejo el hospital, voy a casa y me emborracho con vino tinto por primera vez en siglos, mientras espero a mi marido y a mí padre que vendrán a cenar.

– Mi madre va a morir -gimoteo para mí misma, sintiéndome cada vez más perdida-. Si no ahora, la vez siguiente, o la siguiente… -espero que el vino me dé inspiración, pero lo único que me proporciona es atontamiento.

Para cuando todos nos sentamos a cenar, estoy torpe y me duele la cabeza, y me pierdo la mayor parte de lo que se habla. La conversación se produce en la periferia de mi conciencia. Ken y mi padre cantan juntos canciones de comedias musicales en yídish: como un rito de unión. Me pongo a tomar café para despejarme. Para cuando estoy completamente consciente, mi padre está listo para irse.

Por la mañana, me levanto para desayunar con Molly como hago habitualmente y luego vuelvo a la cama. Las ocho dan paso a las nueve, las nueve a las diez, las diez a las once. Estoy tumbada en la cama como si estuviera muriendo, en lugar de mi madre. Y naturalmente que me estoy muriendo. Todos lo estamos, en todos los momentos. Pero mi separación de mí misma es extrema. Estoy terriblemente enfadada, deprimida y pesada, sin querer que este libro aparezca.

¿Por qué quiero a mi madre cuando va a morir, y por qué me quiero a mí misma si también voy a morir, y por qué quiero a este libro si va a perderse en el torbellino de lo que se publica?

He olvidado a mis lectoras. He olvidado que mi tarea es ser una voz. Sólo he recordado mi miserable ego y sus magulladuras. Estoy pensando en finales, no en procesos. Siempre que pienso en finales, quedo atascada.

Durante todo el verano pasado, en un esfuerzo por perder peso y parecer joven, tomé pastillas para suprimir las ganas de comer. Perdí muchos kilos, pero también me puse tan espídica que no podía estar quieta. Cuando dejé de tomar las pastillas, mi personalidad pareció fragmentarse. Veía animales salvajes en los bordes de mis ojos. Sentía el corazón atenazado y ganas de ponerme a gritar en las calles. Cuando terminó esa fase, entré en un valle de desesperación. Separada de mí misma, deseaba contar con una sustancia que me volviera a reunir. Bebía un poco, pero ¿qué sentido tenía cuando con beber un poco me deprimo tanto? La sustancia que necesitaba era ánimo, no alcohol. Me necesitaba a mí misma para terminar este libro, y estaba encontrando un millón de modos de escapar de mí misma.

Poco a poco, conseguí arrancarme de la cama y empezar el nuevo día

– No puedo beber -me digo-. Lo debería recordar.

Tomo café, hago ejercicio en la bicicleta, me visto y salgo a la calle camino de mi despacho.

– Por supuesto que no puedo terminar el libro si no cuento conmigo misma -me digo. El alma despierta por medio de la entrega, y la escritura es el modo en que me entrego. La entrega es el modo que tengo de volver a unir mente y espíritu. Sin espíritu, soy polvo. Será mejor que mantenga la cabeza libre de vino y de pastillas para poder escribir.