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Con nuestros hijos es más difícil. Muchas veces los echamos a perder porque no contamos con un modelo de maternidad que incluya la independencia. No podemos quedarnos en casa como hacían nuestras madres, pero las madres que tenemos en nuestra mente todavía tienen fuerza para hacer que nos sintamos culpables. De modo que les limitamos demasiado poco y les compramos demasiadas cosas que de hecho no podemos pagar y, en consecuencia, criamos hijos que mandan en nosotras, y todo mientras nos sentimos profundamente inseguras.

Al pensar en la vida de mi madre, me superan los sentimientos. El talento solo nunca es suficiente. Mi madre tenía talento de sobra. Pintaba y dibujaba, modelaba con arcilla, cortaba patrones, realizaba collages con trozos de seda y papel, creaba vestidos de ballet a partir de papel de seda normal y corriente, bordaba un bosque verde a base de aguja sin más modelo que el que tenía en la cabeza. Una vez me convirtió en un hada del bosque por Hallowe'en, poniendo hojas verdes en mis leotardos, hojas doradas y naranjas hasta que me puse a ondular con el viento como una temblorosa hoja de otoño. Me hizo recortables, cosió para mis muñecas gorros y miriñaques Victorianos, pintó cuadritos muy pequeños para colgar en las paredes de mi casa de muñecas. No había nada que sus ágiles dedos no pudieran hacer, nada que su mente visual no pudiera concebir. Pero todo ese talento no fue suficiente. Carecía del valor para llevar su talento a los oscuros bosques del destino de cualquier artista. No podía soportar las críticas del mundo, como yo pude. Sus malas críticas íntimas eran tan penetrantes y duras que no fue capaz de arriesgarse a recibir ni una del exterior.

O a lo mejor su impulso maternal era demasiado fuerte. No pudo conformarse con un solo hijo como hice yo. Me hizo nacer y renunció a luchar por ser libre. ¿Cómo voy a protestar porque me hiciera nacer?

El modo en que escribo nunca me dejó libre de las críticas, pero es que también tengo la loca tenacidad de mi padre. El rechazo y las críticas duelen, pero puedo soportarlas mientras siga escribiendo. Sé que el mundo no viene a llamar a la puerta de nadie. De modo que arrastro al mundo hasta mi puerta sin darme nunca por vencida.

No fue a eso a lo que renunció mi madre. Lo que pasó fue que eligió un camino femenino más aceptable: capitulación exterior, resentimiento interior: la vieja, la viejísima historia. El mundo controla a las mujeres explotando nuestra necesidad de aprobación, de cariño, de relaciones. Si somos buenas y eliminamos nuestros fogosos impulsos creadores, se nos premia con «amor». Si no lo hacemos, el «amor» nos es negado. La mujer que crea paga un precio terrible mientras esté controlada por el amor. La creatividad es oscura, es rebelde, está Lena de «malos» pensamientos. Suprimirla en nombre de la «feminidad» es sucumbir a una rabia que lleva a la locura.

Lo que más recuerdo de mi madre es que siempre estaba enfadada.

Yo quería deshacer ese sortilegio, romper ese círculo, de modo que durante mucho tiempo los hombres y la maternidad fueron secundarios para mí. Los hombres eran aceptables siempre y cuando pasaran a máquina mis poemas, y la maternidad, sinceramente, me horrorizaba. Había sido el Waterloo de mi madre, consideraba yo, y no tenía intención de correr ese riesgo.

– No hay semen que pueda atravesar ese engrudo -dijo uno de mis maridos a propósito de las tremendas cantidades de crema anticonceptiva que le ponía a mi diafragma. No pedí disculpas. Aborrecía la idea de perder control y sabía que un aborto sin duda me partiría el corazón. El diafragma era el guardián de mis ambiciones literarias, y sobre ellas no tenía la menor ambivalencia. Estaba absolutamente decidida. ¡O era número uno en la lista de libros más vendidos o explotaba!

Ahora, a los cincuenta años, cuando es demasiado tarde, me gustaría haber tenido más hijos. ¡ Qué nostalgia más tonta! Pero cuando era fértil, por lo general veía la maternidad como el enemigo del arte y como una atractiva pérdida de control. Mi madre siempre estuvo muy desgarrada,

– El impulso de las mujeres por tener hijos es más fuerte que ninguna otra cosa -solía decir mi madre; con cierta rudeza, me parecía.

No me enfrenté a ese impulso hasta los treinta y cinco años, y entonces primero fui escritora y después madre. Tuve, como Colette, «un embarazo masculino»: hice una gira de promoción de un libro en el sexto mes, terminando un capítulo sobre un baile de máscaras del siglo XVIII cuando rompía aguas. Daba de comer a la recién nacida mientras escribía el Libro II de una novela picaresca.

Durante años me mantuve como escritora, en primer lugar, y madre en segundo. Me llevó los diez primeros años enteros de la vida de mi hija aprender a rendirme a la maternidad. Nada más aprender a aceptar esa rendición, ella entró en la pubertad y yo tuve la menopausia.

¿Qué es lo que lamento? Nada. He criado a una hija que tampoco reconoce los límites. Y por fin he aprendido que mi madre tenía razón. Rendirse a la maternidad significa rendirse a la interrupción. Molly vuelve a casa del colegio y se interrumpe el trabajo. Exige toda mi atención. Me convierto en su amiga, su colega, su dueña, su tarjeta de crédito ambulante. Me molesta, pero también me encanta más que nada. Me llena de un sentimiento que nadie puede llenar. También tiene capacidad para volverme loca. Asume su propia primacía como hacen todas las niñas sanas. Si tuviera tres -como le pasaba a mi madre-, este libro nunca existiría. ¿Importaría eso? ¿O sólo me importaría a mí? ¿Quién sabe? Escribo porque lo debo hacer. Espero que mis libros también te resulten útiles. Pero si no los escribiera, estaría sin duda viva a medias, y medio loca.

De modo que he hecho una elección y por lo general estoy contenta con ella. La intensidad de una madre/una hija a veces me hace desear haber tenido una casa llena de chicos ruidosos, pero lo cierto es que sé que incluso yo, con toda mi prodigiosa energía, no lo podría hacer todo. La maternidad en definitiva no se puede relegar. El dar el pecho puede sustituirse por el biberón, los gestos de afecto, los mimos, y las visitas al pediatra también los puede hacer el padre (y sin duda les haríamos más fácil la vida a las madres), pero cuando una niña necesita a una madre con la que hablar, no lo puede hacer nadie más que la madre. Una madre es una madre, como seguramente habría dicho Gertrude Stein de haberlo sido.

Sin duda, el niño necesita docenas de figuras paternas y maternas: madre, padre, abuelos, niñeras, profesores, padrinos; pero con todo, nada sustituye a una madre de las de toda la vida. ¿Soy una chovinista femenina? Puede. El poder de ser madre es impresionante. ¿Quién, a no ser una megalómana, querría tener tal poder sin una mirada al pasado?

Años después de dar a luz, me convertí en madre, contra mi voluntad, porque vi que mi hija necesitaba que me convirtiera en madre. Lo que en realidad hubiera preferido yo era seguir siendo una escritora que ocasionalmente era madre. Eso haría que me sintiera más cómoda, más a salvo. Pero Molly no lo permitió. Ella necesitaba una madre, no una madre en ocasiones. Y como la quiero más que a mí misma, me convertí en lo que ella necesitaba que fuese.

– La Tierra a Mamá: establezca contacto. Se está perdiendo en el espacio -dice.

Molly aborrece que ande por la casa (una tienda, su colegio), escribiendo dentro de la cabeza. De modo que establezco contacto -la más difícil de las cosas que hago- y trato de estar presente. ¿Puedo delegar eso en otra persona? No. ¿Podría si quisiera? A veces, sí. (Por tanto no soy la madre perfecta; ¿y quién lo es?) Pero trato de centrarme en sus necesidades por encima de las mías. Y en el fondo sé (como sé que voy a morir) que Molly es más importante que lo que escribo. Cualquier hijo lo es. Por eso la maternidad les resulta tan difícil a las mujeres que escriben. Sus exigencias son apremiantes, claramente importantes, y también profundamente satisfactorias.