¿Quién puede explicarle esto a la que no tiene hijos? Se renuncia al propio yo, y al final ni siquiera importa. Una se convierte en la guía de su hija en la vida a expensas de ese ego hinchado que se pensaba inmutable. No hubiera querido perderme esto por nada del mundo. Humilló mi ego y dilató mi alma. Me despertó a la eternidad. Me hizo saber de mi propia humanidad, de mi propia mortalidad, de mis propios límites. Me proporcionó los fragmentos de sabiduría, sean los que sean, que hoy poseo.
¿Qué le deseo a Molly? Lo mismo. Un trabajo que le guste y un hijo al que encaminar en la vida. ¿Por qué nos vamos a conformar con menos? Sabemos por qué: porque el mundo ha hecho las cosas deliberadamente difíciles para las mujeres, de modo que no puedan tener maternidad y también una vida mental. La mía puede que sea la primera generación en la que ser escritora y madre no es completamente imposible. Margaret Mead dice en alguna parte que cuando al fin tuvo a su única hija en 1939, cuando tenía treinta y ocho años, les echó un ojo a las biografías resumidas de mujeres famosas y descubrió que la mayoría de ellas no tenían hijos, o sólo uno. Esto sólo ha empezado a cambiar recientemente.
Pero sigue siendo duro. Y las batallas están lejos de haber terminado. La batalla del aborto, la batalla de los «valores familiares», la batalla de «¿deberían trabajar fuera de casa las mujeres?», todas ellas son síntomas de una revolución incompleta. Y las revoluciones incompletas originan sentimientos apasionados y fieros.
Las mujeres que han renunciado al trabajo, el arte, la literatura, la vida de la mente, para criar a sus hijos, tienen un resentimiento natural hacia las que no han renunciado. El privilegio de crear es muy nuevo para las mujeres. Y el privilegio de crear y atender además a sus hijos es todavía más nuevo. Las mujeres que han renunciado a cuidar a sus hijos también sienten resentimiento. A lo mejor podrían haber hecho las cosas de modo diferente, consideran, cuando ya es demasiado tarde. ¿No es posible que se opongan a la legalización del aborto por la novedad de hacer una elección que a sus madres no se les ofrecía?
Elegir es aterrador. ¿Y si se hace una elección equivocada? La coacción y el resentimiento han formado parte tanto tiempo del mundo de las mujeres que, cuando menos, nos hemos acostumbrado a ellos. La libertad es demasiado dura. La libertad sitúa a la responsabilidad directamente encima de los propios hombros. Puede que algunas mujeres todavía consideren que sería mejor esquivarla y no tener que cargar con ella. Puede que prefieran llegar al estado de maternidad por accidente.
Y es cierto que el control por parte de las mujeres de su propia fertilidad ha llevado a los hombres a renunciar a sus antiguas responsabilidades. La elección también proporciona responsabilidad a los hombres. La elección desmitifica la maternidad y suprime algo del antiguo poder de las mujeres. Para una mujer que tiene otro poder, eso puede ser maravilloso, pero a una mujer que sólo tiene el impresionante poder de ser madre, seguramente le produce una sensación de pérdida. Después de todo, hace menos de cien años que las vidas de las mujeres se han transformado gracias a un parto aséptico y a un control fiable de la fertilidad. Esas dos cosas han cambiado el mundo tanto que casi no se puede reconocer. Esas dos cosas, y no meramente la ideología feminista, han producido una revolución en las vidas de las mujeres. Y algunas mujeres aparentemente todavía añoran el pasado.
¿Es tan extraño esto? El pasado puede que haya sido una esclavitud, pero era una esclavitud conocida. El igualar a las mujeres con su maternidad por lo menos proporcionaba una identidad ambivalente a las mujeres. En cuanto feministas deberíamos comprender esos sentimientos de pérdida, en lugar de burlarnos de ellos. Deberíamos reconocer la inmensa fuerza del nudo maternal y la gran importancia que una vez confería a las mujeres. Habiendo reconocido ese sentimiento de pérdida, podríamos insistir en el derecho de todas las mujeres a asumir la fuerza de la maternidad o a dejarla sin usar. La renuncia, después de todo, también es una forma de poder.
Cuando veo a hordas enfurecidas atacando clínicas donde hacen abortos, o a las hordas silenciosas que hacen círculos sin levantar la voz en torno a las manifestaciones en favor de la elección, creo que estamos viendo a la última generación que siente nostalgia por los antiguos imperativos clónicos de la vida humana. ¿Por qué quieren liquidar a tiros a los médicos en nombre de la «vida»? Quieren matar la misma idea de elección. Quieren matarla primero dentro de sí mismas, luego dentro de nosotras. El que abracemos la libertad de elección en cierto modo niega su vida.
Con todo, la maternidad no está libre de ambivalencias; es una fuerza oscura, irresistible, que se impone a muchas preferencias humanas. Deberíamos entender que algunas mujeres (y muchos hombres) temen que disminuya la maternidad. Puede que si abrimos nuestras mentes lo entendiéramos, pudiéramos combatir las ideas de los del derecho a la vida más efectivamente. Sospecho que yo entiendo esto debido a mi madre, mi madre que siempre estuvo desgarrada entre la maternidad y el arte, mi madre que nunca resolvió esa ambivalencia sino que me la pasó a mí.
Lo que más me gustaría darle a mi hija es libertad. Y eso es algo que se debe dar con el ejemplo, no con consejos. Libertad es andar sin correa, licencia para ser diferente a la madre de una y, sin embargo, ser querida. Libertad no es mantener atada corta a tu hija, no es realizar una cli-toridectomía simbólica, no es insistir en que la propia hija comparta las propias limitaciones. Libertad también significa dejar que la propia hija la rechace a una cuando lo necesite y acuda a una cuando lo necesite. Libertad es un cariño sin condiciones.
Molly, quiero dejarte libre. Si me quieres odiar o me quieres rechazar, lo comprendo. Si me maldices, también lo entiendo. Espero ser tu hogar: rechazado, poco seguro, pero al que siempre vuelvas. Espero ser la tierra en la que tú brotes.
Vero si te dejo demasiado libre, ¿contra qué tendrás que luchar?
Necesitas mi aceptación, pero puede que necesites más mi resistencia. Prometo mantenerme firme mientras vas y vienes. Te prometo cariño inquebrantable mientras tú experimentas odio. El odio también es energía, a veces una energía que arde con más brillo que el cariño. El odio muchas veces es la condición previa a la libertad.
No importa el modo en que yo trate de desaparecer, temo que mi sombra sea demasiado grande. Borraría esa sombra si pudiera. Vero si la borrase, ¿cómo conocerías a tu propia sombra? Y sin sombra, ¿cómo podrías volar?
Quiero liberarte de los miedos que me ataban a mí, y sin embargo sé que sólo tú te puedes liberar a ti misma. Sigo aquí con mi almohadillado de catcher. Rezo porque no necesites que te agarre si caes. Vero en cualquier caso aquí espero.
La libertad está llena de miedo. Pero el miedo no es lo peor a lo que nos enfrentamos. Lo peor es la parálisis.
Te quiero. Te abrazo.
La lesbiana loca del desván
Mientras escribo esto, mi tía, la única hermana de mi madre, está con una camisa de fuerza encerrada con llave en una celda de seguridad del hospital Lenox Hill. Se encuentra allí no sólo porque tiene demencia senil, probablemente Alzheimer, sino porque es una mujer sola, una lesbiana desplazada muy casera, a la que abandonó su amante desde hacía treinta años cuando empezó a comportarse de modo extraño, y nadie quiere ocuparse de ella a tiempo completo. No tiene hijos (si se exceptúa el hijo de su amante al que ayudó a criar). Ella y mi madre no se hablan desde hace años y años. Los orígenes de la enemistad son tan oscuros como los orígenes de todas las enemistades familiares. Pero el resultado es el mismo: mi madre no la quiere, mis hermanas no la quieren, yo no la quiero, el hijastro al que ella crió no la quiere, y su amante hace tiempo que se ha largado en busca de pastos nuevos.