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Ser vieja y estar sola le puede pasar a cualquiera, y para las mujeres las probabilidades estadísticas son abrumador as. Pero en el caso de mi tía Kitty también intervienen otros factores. Mi tía es artista, lesbiana de cierta edad, muy casera y maternal, cualidades que no le proporcionan a una pensiones ni ahorros, cualidades que nuestra sociedad no valora. Mi tía también tiene Alzheimer complicado con alcoholismo, y estar enfermo en Norteamérica todavía es sólo cosa de ricos. Todas esas cosas desempeñan un papel en su destino. Y su destino, por razones que ahora explicaré, está en mis manos. Entre tanto, Kitty espera en Lenox Hill. adonde la ha llevado un desconocido (que aparentemente también se apoderó de su cartera y utilizó sus tarjetas de crédito cuando ella se desmayó en el Metropolitan Museurn of Art hace unas semanas).

Mientras pienso en lo que hacer -no deseando responsabilidades, pero sabiendo que, por eliminación, es asunto mío lo quiera o no-, quedo presa de unas viejas fotografías familiares. Tengo tres fotos de mi madre y mi tía a las edades de menos de un año y menos de dos, siete y ocho años, y diecisiete y dieciocho.

La primera, con el membrete «Postales USA, Estudios USA, Londres y provincias» estampado en el dorso, muestra a las dos niñas -una de nueve meses, la otra de año y medio- sentadas en un sofá Victoriano y mirando a la cámara. La pequeña de la izquierda es mi madre: ojos pardos redondos (con una mirada sorprendentemente intensa), un poco de pelo castaño, los dedos de los pies engurruminados y los de las manos gordezuelos; y la de la derecha es mi tía Kitty: grandes ojos redondos tan inexpresivos e inocentes como los de hoy, una boquita de piñón y unas manitas agarrando una muñeca. La foto no fue profética. Mi madre tuvo tres hijas, mi tía no tuvo hijos biológicos. Pero la relación es clara. Dos niñas pequeñas tan parecidas como gemelas, que crecen de modo inseparable, están destinadas a convertirse en imágenes especulares una de la otra, y en enemigas especulares.

En la siguiente fotografía, puede que tengan siete y ocho años y llevan vestidos marineros, zapatos cerrados y cortes de pelo informales. Están cogidas de la mano. Eda mira al frente; Kitty inclina su cabeza hacia Eda. Es nuevamente un retrato de estudio, en un sofá de estilo francés, sacado en Inglaterra. La que sería mi madre es la más decidida de las dos niñas; mi tía, la más «femenina», si femenino se define (como pasó durante la mayor parte de su vida) como dócil y complaciente. Fue ése el temperamento que la llevó a donde está hoy.

La tercera y última foto, sacada en Nueva York antes de un viaje a París (me dijeron una vez), muestra a dos jovencitas de los años veinte -de diecisiete y dieciocho años-, con el pelo a lo garçon, medias de seda, zapatos de seda de tiras, y vestidos de falda corta. Los mismos cuatro ojos redondos, los dedos de mi madre rechonchos, y delgados los de mi tía, la expresión de audacia de mi madre y la de falta de confianza en sí misma de mi tía. Eda toca el hombro de Kitty con la yema de un dedo; Kitty descansa el codo en el regazo de Eda y se apoya en ella con cordialidad e intimidad, la hermana mayor muy parecida a la menor, la menor muy parecida a la mayor.

¿Qué pasó entre esta secuencia de fotografías y hoy? Es el misterio que me ha puesto en las manos la crisis de Kitty. Puede que sea insoluble, pero de todos modos lo voy a tratar de resolver. ¿Por qué? Es propio de mi carácter no dejar nunca que una madeja enredada me pase entre los dedos sin tratar de desenredarla. Puede que eso desenrede alguna parte de mi enredada identidad.

La autobiografía, me estoy dando cuenta, es mucho más difícil que la literatura. En la literatura, el escritor puede imponer, si no un significado moral, orden a los acontecimientos. Por supuesto que no todos los personajes obedecen a la voluntad del escritor como marionetas, pero sin duda se los puede someter a unas danzas que son agradablemente simétricas y parecen tener comienzo, parte central y final, una sensación de finalidad, argumento, motivo.

No es la vida así. Y en especial la vida de los parientes. A veces la gente se va a la tumba sin que conozcamos sus misterios, e indudablemente sin ninguna sensación de finalidad, argumento, motivo. Soy escritora de narrativa, quiero darle forma y simetría a este relato, pero estoy frenada por los hechos, por toda su crudeza y desorden.

Los hechos se despliegan al revés, como a menudo acostumbran. Mañana me reuniré con mi tía en el juzgado para tratar de conseguir un poder legal que me convierta en su tutora. Luego trataré de encontrarle un sitio. Esta noche me prometo ir a verla al Lenox Hill, pero no lo hago. En lugar de eso me quedo ante mi mesa de trabajo, contemplando las viejas fotos de la familia y preguntándome qué significan.

La memoria es esencial en la humanidad. Sin memoria no tenemos identidad. En realidad por eso me dedico a escribir mi autobiografía. Y no puede ser un accidente que, justo en la mitad de ella, la pérdida de memoria de mi tía aparezca como algo central de mi vida.

Nos encontramos en el juzgado, un sombrío edificio con columnas de Centre Street. El reparto de personajes es: mi tía Kitty, que parece aturdida, con un pelo teñido de castaño que se le ha puesto gris en las raíces, y la misma expresión de perplejidad que en su infancia; su antigua compañera Maxine (una figura imponente, pelirroja, pintura de labios naranja, un vestido color coral y grandes joyas); una joven abogada mandona, que defiende los derechos civiles de Kitty por cuenta de la ciudad de Nueva York; un abogado cuarentón de cara roja, con pajarita roja, designado por la ciudad para que sea el tutor ad litem de Kitty; un joven amigo de Kitty que se llama Frank y que todavía no tiene treinta años y lleva casi tantos pendientes en la oreja izquierda; mi padre; mi marido, que hace de abogado de la familia; una enfermera haitiana, de una agencia privada que se ocupa de Kitty; y un juez chino-americano, que tiene una opinión bastante desfavorable de cualquier peticionario que intente que sus parientes mayores estén en algún sitio que no sea su casa. (Como una vez estuve casada con un chino-americano, comprendo que no hemos tenido suerte en que nos asignasen este juez concreto. Los chinos no se deshacen de los viejos. En vez de eso, les honran.)

Hemos llevado el caso a los tribunales dada la imposibilidad de tomar una decisión con respecto al cuidado de Kitty sin que intervenga la ley. Los tribunales, en nuestra sociedad, muchas veces son el último recurso de la obstinación.

Hace como cosa de un año, Kitty empezó a dar crecientes muestras de su incapacidad para vivir sola. Se desmayó y la hospitalizaron Dios sabe dónde, mientras todos tratábamos de seguirle la pista con ayuda de la policía de varios distritos. Cuando por fin la encontramos en un pequeño hospital de la calle 16 Este, insistió en que estaba bien y sólo quería que la dieran de alta. Aunque todavía estaba lo bastante bien como para ser amable con todo el mundo, los asistentes sociales y psiquiatras nos advirtieron de que tenía «serios déficit de memoria» (como los llamaron ellos) y no se la debía dejar sola. Recomendaron una residencia, pero nadie consiguió que Kitty ingresase. Yo visité la residencia, y le llevé fotos a mi tía de su posible habitación, pero ella siguió negándose terminantemente siquiera a verla. Una noche, simplemente dejó el hospital, volvió a su casa, y nos informó que pretendía quedarse en ella para siempre.

Sentí alivio. Todavía no estaba dispuesta a encarar una residencia, por lo que me engañé con respecto a su capacidad para vivir sola. Y Kitty vivió durante un tiempo sin problemas en su casa. Frank la iba a ver todos los días y Maxine se la llevaba a los Hamptons cuando su mala conciencia la abrumaba. Sin embargo, la memoria de Kitty estaba tan deteriorada que no podía recordar los alrededores de su casa, ni las llamadas telefónicas, los nombres de los parientes o cuándo tenía que tomar sus medicinas. Cada vez se hizo más y más claro que aquella situación no iba a durar mucho.