– ¿No tienes una habitación de sobra para mí? -preguntó lastimeramente. Y me pregunté con culpabilidad por qué no la tenía. Tenía habitación para mi hija, mi marido, para los invitados, pero la indefensión de Kitty me habría ocupado toda mi vida, y era sencillamente algo que no podía hacer.
En el Alzheimer la memoria desaparece, y las personas sin memoria tienden a olvidar que no tienen memoria. Una tarde Kitty llevó a un borracho sin techo a su casa y le entregó un juego de llaves. Frank lo encontró allí, instalado muy cómodamente. Cuando Frank advirtió a Kitty del peligro, ella se puso furiosa y le ordenó que «desapareciese» de su vida.
La cosa duró un tiempo. De la casa desaparecían cosas. Los amigos se resistían a ir por miedo a que les atacaran desconocidos. Kitty no cedía. Sabía que estaba sola, pero no mucho más.
La gente de la calle, los borrachos y los drogadictos de Chelsea eran de los suyos.
– Sólo son personas solas -decía, lo que era, por supuesto, verdad.
Pero cuando empezó a tener riñas en varios bares de la zona, en muchos locales no la querían dejar entrar. Cada vez de forma más creciente, la fueron considerando una loca. (¿Qué es estar loca, en cualquier caso, sino ser impredecible, estar sin memoria?) Para cuando la llevaron a Lenox Hill, todo el mundo sabía que había que encontrar otra solución. ¿Qué se hace con los viejos sin memoria en esta brutal ciudad? Ya es bastante dura para vivir en ella con memoria.
Celebramos una reunión en mi apartamento. Maxine se mostró de acuerdo en presentar una petición para que declararan que Kitty no se podía valer por sí sola. Pero el fin de semana antes de la vista, perdió los nervios. Con una petición sin nadie que la respaldase y Kitty en una celda de seguridad de Lenox Hill, Frank y yo acordamos ocuparnos de ella. No teníamos otra elección.
Total, que el tribunal inició la vista. Yo estaba sentada con Kitty, cogiéndola de la mano mientras un psiquiatra, convocado como «testigo especialista», hablaba de su memoria, el diagnóstico del Alzheimer, la demencia senil y otros fenómenos relacionados.
– ¿Está hablando de mí? -preguntó Kitty-. ¿Por qué? ¿Dónde estamos?
Había venido directamente de Lenox Hill para asistir a esta vista. Y todavía estaba un poco drogada debido a los tranquilizantes que le habían dado, a falta de mejores ideas para atenderla. Aturdida por encontrarse en el juzgado, repetía sin cesar:
– ¿Están hablando de mí?
Debe de haber sido una pesadilla. Despertarse en el juzgado con la cordura de una misma en discusión y sin reconocer a nadie; de cosas así están hechas las novelas de Kafka. Pero ¿quién puede tomar una decisión por otra persona, incluso cuando ha perdido la memoria? Sin memoria, ¿quiénes somos? Kitty no estaba segura. Tampoco yo.
Lo cierto es que deberíamos haber sido capaces de atenderla sin tales trucos legales, pero como su pariente más próxima, mi madre, no intervenía, y como su anterior compañera de toda la vida no quería asumir la responsabilidad de meterla en un asilo, no había más elección que llevar la cuestión a los tribunales. La ley, por dura que sea tantas veces, a menudo es el único modo en que la gente se ve obligada a encarar lo que en caso contrarío se negaría a encarar. La ley por lo menos tiene la ventaja de reunir a todas las partes implicadas en la misma sala. Al conferir a la dudosa autoridad del Estado una cuestión familiar, a veces la familia se ve obligada a reclamar la propia autoridad, aunque sólo sea como rebeldía.
Y esto es lo que pasaba aquí. El juez, considerando por encima de todo la dignidad de los de más edad, pareció cerrar los oídos al testimonio del psiquiatra y ver únicamente el cuadro de un grupo de parientes sin aliento tratando de encarcelar a aquella vieja dama tan dulce.
Después de la declaración del psiquiatra vino la de Maxine. Dominada por la ansiedad y la culpabilidad, no dejaba de insistir en que ella no quería nada de Kitty. Esta insistencia volvió al juez desconfiado. Los abogados designados por la ciudad también fueron de poca ayuda. Primero el atildado abogado de pajarita dejó claro que consideraba a Kitty como si fuera su madre y no podía enfrentarse a su deterioro mental. Y la joven abogada designada para defender los derechos civiles de Kitty soltó una perorata inútil y no pareció dar la impresión de que se enterara del peligro en que se encontraba su cliente. Durante todo estos pesados procedimientos legales, yo estaba sentada con Kitty, contenta de que no se pudiera enterar de verdad de todo lo que se estaba diciendo sobre su identidad, con la jerga de los abogados y psiquiatras. Su único delito era haber perdido la memoria (y en consecuencia suponerse que había perdido la cabeza).
Los procedimientos legales llevan mucho tiempo, y los jueces tienden a ser puntuales con sus horas. La vista se aplazó hasta las cinco en punto y se me encargó que llevara a Kitty de vuelta a Lenox Hill. Maxine había desaparecido después de su declaración, pero los dos abogados se movían nerviosos, haciendo ruidos de abogados. La cuestión era que nadie estaba preparado por ocuparse de Kitty las veinticuatro horas del día. Maxine tenía negocios inmobiliarios. Frank trabajaba como constructor de parques y tenía un amante muriéndose de sida. Yo tenía una hija y un libro que entregar en una fecha fija; mi marido tenía otros casos de que ocuparse que, a diferencia de éste, pagarían sus gastos; mi padre tenía que volver a casa con mi madre y hacer como si no hubiera estado donde de hecho había estado porque mi madre, aunque había pasado mucho tiempo, todavía acusaba a su hermana de tratar de seducirle. ¡La sorpresa que se habría llevado de haber venido al juzgado! Mi tía no recordaba quién era mi padre. Ni siquiera era capaz de ponerle nombre a la cara que llevaba conociendo desde hacía sesenta y tres años.
De regreso del juzgado, acompañaba a Kitty en la furgoneta del hospital, en la que también iba su cuidadora.
– ¿No nos podemos parar a tomar una copa? -preguntó Kitty-. Por lo menos, podríamos cenar en algún sitio, ¿no? ¿Puedo ir contigo a tu casa?
Dentro de dos horas me esperaban en una cena de homenaje a un amigo, pero de repente sentí ganas de llevarme a Kitty conmigo o no asistir a la cena. Imposible. Kitty estaba agotada, confusa, y llevaba una ropa sin orden ni concierto que le había llevado Maxine (una blusa de seda con manchas, unos zapatos que no hacían juego, medias mal puestas, un abrigo de pieles apolillado). De modo que pasaría la noche en el hospital. Mañana la llevaría a su casa, buscaría a alguien que se ocupara de ella, y luego ya veríamos lo que pasaba.
De vuelta a la celda de seguridad (que Kitty no se daba cuenta de que era una celda), le quité los zapatos y le froté las doloridas plantas de los pies.
– Dios te bendiga -dijo. Y luego-: ¿Cómo se llama este hotel?
– El hotel de los corazones rotos -dije yo.
– Un nombre curioso -dijo Kitty.
– ¿Dónde está el teléfono? -le pregunté a la enfermera. Me miró como si yo estuviera loca,
– Esta es la zona de seguridad -dijo, impaciente.
– Pues a mí me parece la habitación de un hotel -dijo Kitty.
Por entonces yo ya me estaba retrasando, pero no me podía marchar.
– Vamos a tomar una copa -seguía diciendo Kitty una y otra vez y otra. Cada vez que lo decía, yo me reía. Me reí tanto que estaba a punto de llorar. Son las peticiones repetidas de los que no tienen memoria lo que los hace tan difíciles. Consideramos sus repeticiones como insultos, lo que es una estupidez nuestra. Si al menos pudiéramos librarnos del ego y vivir momento a momento como los muy viejos y los muy jóvenes. Imagínese que se existe en un estado donde uno repite y repite las cosas porque cada segundo no se relaciona con los demás.