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– Vamos a tomar una copa -dijo Kitty, una vez más. Era su ritual de por las tardes, y se aferraba a él como a una balsa salvavidas cuando había desaparecido todo lo demás. Inútil decirle que la bebida había contribuido a destrozarle la memoria. No le importaría; ni siquiera recordaba lo que era tener memoria.

Cenamos en el nido del cuco. Los pacientes entraron en la cafetería a por sus bandejas.

– Hola, Kitty. ¿Cómo te va? -suelta un hombre de ojos enormes, cojo, con zapatillas de papel.

– Te presento a mi sobrina, la famosa escritora -les dice ella a todos y a nadie en concreto. Me hormiguean las mejillas de vergüenza. Hasta con la mente dañada, Kitty pedía reconocimiento de mi fama. Qué broma invocar algo tan voluble como la fama en medio de toda esta mutabilidad humana.

Nada nos salva de envejecer, pienso. Ni la fama, ni el talento, ni el encanto personal, ni la riqueza, ni el ingenio. Lo absurdo de la insistencia sobre mi fama en cierto modo me daba vergüenza. En esta casa de locos, me sentía unida a Kitty. Sus meteduras de pata eran también las mías.

Dios santo, qué tarde era. Mi amigo, mi hija, mi marido, todos me esperaban. Como de costumbre, estaba dividida entre exigencias encontradas, y notaba que no podría responder a ninguna de ellas adecuadamente.

En el ascensor, una mujer se puso a hablar conmigo, como a veces hacen las mujeres.

– Mi mejor amiga -dijo- tuvo otro ataque. Trató de suicidarse otra vez. La han vuelto a traer aquí.

– Mi tía -dije yo- tiene Alzheimer -la mujer asintió con la cabeza con simpatía. Aquí nadie era famoso. Sólo dos mujeres que se ocupan de otras dos mujeres, como tantas veces les pasa a las mujeres.

– Buena suerte -dijo ella.

– Lo mismo te digo -dije yo.

La luna estaba llena y la noche era gélida. Me envolví en la bufanda y el abrigo y bajé por Lexington Avenue hacia mi apartamento.

Era una mujer libre, pero ¿por cuánto tiempo? Algún día tampoco yo sería capaz de salir andando de un hospital. Y entonces, ¿qué sería de mí?

No quería pensar en eso.

Se suponía que el tribunal decidiría sobre el caso de Kitty al día siguiente, pero había otro caso más urgente. Eso me permitió llamar a Kitty al hospital y llevármela a casa. Muchas personas lo desaconsejan, pero encontré que tenía que mantener mi promesa y llevarla a casa, tanto si Kitty lo recordaba como si no.

Siempre es más fácil encontrarles residencia a las personas desde un hospital que desde casa. De modo que me pesaba mi promesa, pero muchas veces mantener las promesas supone problemas. Por la tarde, estaba de vuelta al hospital para liberar a Kitty, con su documentación, sus medicinas, sus andrajosas posesiones. La llevé a su casa de Chelsea con una rechoncha cuidadora haitiana que se llamaba Chloe.

La casa estaba hecha un lío, la cocina asquerosa, con espacios vacíos en las paredes donde habían estado los cuadros. Parecía que habían saqueado parcialmente el apartamento. Muebles desechados de mis padres, una estantería, el viejo caballete manchado de pintura de mi abuelo, estaban dispersos por la habitación. Los gigantescos y luminosos paisajes de Kitty que una vez habían dominado la casa, habían sido descolgados y muchos habían desaparecido. Kitty no se fijó en nada de eso. Estaba auténticamente contenta de encontrarse en un sitio que todavía identificaba como «mi casa».

Chloe se tumbó inmediatamente en un sofá al tiempo que encendía la tele, dejando en claro que ella no haría más que cumplir estrictamente con sus obligaciones. Sólo como broma, le pedí que fuera a por unas recetas de Kitty y me ayudara a limpiar la cocina. Se negó decididamente.

– No está previsto que hagamos esas cosas-dijo. Era como una canguro, nada más, aunque a una tarifa que haría enrojecer a una canguro.

Kitty andaba por allí dudando, con miedo a quitarse el abrigo. Hice que se sentara, que se pusiera un calzado cómodo -unas zapatillas chinas de tela- y que tomara una taza de té.

En ese momento Maxine irrumpió con Frank y el novio de éste, Adrián, y dos guapos atletas de los Hampton.

– Hola, querida -le dijo Maxine a Kitty-. Tenemos una furgoneta abajo. Vamos a coger algunos cuadros para poder hacer allí una exposición tuya -con eso, los dos atletas de los Hampton se pusieron a agarrar lienzos, portafolios, un león de tamaño natural que llevaba en el apartamento de Kitty desde que vivía allí. (Kitty es Leo, de modo que este león que rugía era su talismán.)

– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Kitty-. Ese león es mío.

– No, cariño, este león es mío -dijo Maxine-. Lo compré yo.

– No lo compraste tú -dijo Kitty.

– Claro que lo compré.

De repente recordé todo el Sturm und Drang de hace una docena de años cuando Kitty y Maxine «rompieron» y Maxine echó a Kitty de las dos casas que ella había ayudado a amueblar y renovar (una en Chelsea, la otra en Southampton), comprándole este modesto piso y pasándole algo de dinero.

– ¡ No te lleves mi león! -dijo Kitty-. ¡Es lo único que me queda!

– Sólo lo estoy poniendo a salvo de ti, cariño -dijo Maxine, mientras los atletas cargaban con el último símbolo de la identidad de Kitty.

Horrorizada ante el descaro de todo aquello, yo estaba en silencio, sorprendida.

– Ya sé que eres su heredera, pero me gustaría que dejases de hacer como si ya estuviera muerta -quise decir. O-: Por el amor de Dios, ¿es que no puedes esperar?

Y Maxine, que notaba mi desagrado, agarró un libro enorme con los dibujos a tinta de mi abuelo y lo puso en mis manos temblorosas.

– Ocúpate de esto -dijo-. Mantenlo a salvo -el cuaderno de dibujo estaba lleno de representaciones alucinatorias de la infancia de Papá en Odessa. Más recuerdos de gente para mi autobiografía. Lo agarré.

Y entonces los atletas cargaron con el león.

Maxine iba y venía, trayendo cosas de comer, anunciando a Kitty que no se podía quedar porque era su cumpleaños y la iban a «llevar a cenar».

Frank, Adrián y yo nos quedamos con Kitty, que ahora también quería que «la llevaran a cenar».

– Os invitaré yo a cenar -dije-. ¿Qué sugerís?

Nos mostramos de acuerdo en ir a un restaurante chino cercano, y Frank y yo nos pusimos a vestir a Kitty.

– Tienes el pelo hecho una pena -dijo Frank-. Déjame que mañana por la noche te lo tiña, ¿de acuerdo?

Le cepilló con cuidado el pelo, poniéndole los aros de oro que le había hecho, ayudándola a maquillarse. Entretanto, yo busqué entre la ropa de Kitty algo que no estuviera roto o con manchas o hecho unos andrajos. Encontré un jersey y una falda pasables, pero no le puse medias ni bragas porque todas estaban sucias. La dejé con sus cómodas pantuflas chinas. Lo primero es arreglar la casa, pensé, luego lavar la ropa, luego la propia vida. Pero no lo suficientemente pronto. La vida, por desgracia, al final vuelve a una especie de infancia. No tenemos libros sobre estas últimas etapas, y tampoco rituales reconfortadores. Al comienzo de la jornada, una bebé tiene una madre que la quiere que busca en los volúmenes del doctor Spock las claves para cuidarla. Pero en la séptima edad de la mujer, ya no hay una madre que la quiera (hace tiempo que ha muerto), ni un cuidador especial, ni libros. Hacemos esta jornada solas, con unas pantuflas chinas.

Kitty estaba deprimida. Frank, Adrián y yo nos pusimos los abrigos.

– ¿Qué pasa con la cena de ella? -dijo Kitty refiriéndose a Chloe, que seguía tumbada delante de la tele.

– No se preocupe por mí, ya he cenado -dijo Chloe, con el parpadeante televisor reflejado en su brillante y redonda cara.