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– ¿No tiene hambre? -insistió Kitty, tratando de cuidar a la que la cuidaba a ella; un rasgo propio de mi familia.

– No, cariño-dijo Chloe-, vaya usted a cenar.

Los redondos ojos de Kitty miraban fijamente.

– Pero es que también debería comer algo -dijo-. Es lo justo.

– No te preocupes, querida -dijo Frank-, ya ha cenado.

– ¿Le traemos un rollo de primavera? -pregunté yo a Chloe, para calmar a Kitty.

– Muy bien -dijo Chloe.

– ¿Qué dijiste? -dijo Kitty-. No necesito un rollo de primavera. ¿Por qué piensa todo el mundo que un rollo de primavera tiene importancia?

Recorrimos la fría calle 23. Dos hombres jóvenes, uno con sida y el otro con miedo a ver los resultados de sus análisis de sangre, y una mujer vieja que no dejaba de decir:

– ¿Adonde vamos?

Y yo dominada por el miedo a los cincuenta años.

En el restaurante chino me senté enfrente del novio de Frank, que me contó los acontecimientos recientes de su vida.

– ¿A qué te dedicas?

– Estoy de baja -dijo-, por el sida.

– ¿Y antes qué hacías?

– Fui a la Julliard y estudiaba flauta, luego trabajé de músico y fui ayudante personal de Leonard Bernstein…, un trabajo difícil -dijo.

– ¿Cuándo te lo diagnosticaron? -pregunté.

– Oh… hace cinco años.

– ¿Te cambió la vida?

La hermosa y joven cara de mandíbula cuadrada de Adrián se puso pensativa.

– Supongo que sí -dijo-. Empecé a pensar en cómo quería vivir de verdad. Dejé de trabajar con Bernstein porque era demasiado estresante. Era un hombre muy exigente. Y luego empecé a tocar música para mí mismo y a pensar y meditar. Me cambió la vida. Decidí que el amor era más importante que el sexo puro y duro. Decidí que quería amar a alguien de verdad antes de morir.

– ¿Y luego qué pasó? -pregunté.

– Luego conocí a Frank -dijo, sonriendo a su enamorado.

– ¿Quién me pidió esto? -preguntó Kítty, cuando llegó la comida.

– Lo pediste tú, cariño -dijo Frank.

– Yo no lo pedí -dijo Kitty; sus discusiones le aseguraban de su existencia.

– Sí que lo pediste, cariño -dijo amablemente Frank.

– Bien, supongo que en cualquier caso lo debería tomar -dijo Kitty, rebuscando en su comida.

Yo pensaba en lo extraña que era esta escena y en lo extrañas que son todas las reuniones de la vida si una se fija en ellas. Qué extraña fue esta Última Cena. Dos hombres jóvenes que quizá ya no vivan mucho, mi tía con no mucho por lo que vivir, y yo en medio como siempre, observando y tratando de imaginar cómo hacer un relato de esto. ¿Ayudaría ese relato a alguien? Eso esperaba. Aunque ese alguien fuera sólo yo.

– ¿Quién pidió esto? -volvió a preguntar Kitty.

– Lo pediste tú, cariño -dijo Frank.

Más tarde, cuando Kitty estaba ya acostada y Frank le leía, tomé un taxi hacia la parte alta de la ciudad, agarrando el cuaderno de dibujos de Papá.

– Llegas tarde -dijo mi hija-. ¿Fue tan horrible?

– De hecho fue menos horrible que quedarme en casa y pensar en Kitty sin hacer nada. Todavía es una persona. Pero tiene la memoria destrozada por zonas, como las rodilleras de tus vaqueros.

– Vaya… Qué deprimente -dijo Molly-. Me alegra no haber ido.

– Eso es lo que se siente a los catorce años… pero no a los cincuenta -dije yo.

– No tienes cincuenta -dijo Molly-. Tienes treinta y cinco. Sí, eso es. Yo nací cuando tenías veintiún años.

La abracé muy fuerte, esperando que ella nunca hiciera por mí lo que hacía yo por Kitty.

Mi mejor amiga y yo tenemos un plan. Tomaremos puñados de pastillas para dormir, luego pasearemos por la nieve cerca de su rancho de Carbondale, Colorado. Mientras el alce y el caribú andan majestuosos por la pura nieve blanca, mientras Venus se alza por encima del monte Sopris, haremos ángeles de nieve y expiraremos tranquilamente de hipotermia, evitándoles a nuestros hijos los líos de tener que cuidarnos. Los planetas y las estrellas parpadearán en el aire cristalino de Colorado mientras nos congelamos pacíficamente y sin dolor hasta morir.

Pero ¿lo haremos de verdad? ¿Quién sabe? Para entonces puede que olvidemos los problemas que causamos. La memoria es la más pasajera de todas las posesiones. Y cuando se va, deja tan pocos trazos como las estrellas que han desaparecido.

A medianoche, mi marido me encuentra en mi estudio, mirando el cuaderno de dibujos de Papá.

Aquí está su madre, mi bisabuela, yacente después de su muerte por el tifus. Su féretro se convierte en ondas del océano; atrapadas en sus ondulaciones están las caras de sus hijos, sus nietos, sus bisnietos. La matriarca vuelve al mar, una especie de Venus al revés. Luego vienen una serie de dibujos a tinta de los caballos al galope que siempre obsesionaron la pluma de mi abuelo. Unos galopan hacia el mar, a otros los atacan perros salvajes, a otros los espolean cosacos (llevan grandes gorros de pieles) que blanden garrotes con los que amenazan a desgraciados acobardados debajo de los cascos de los caballos.

Esta era la dura Rusia que atravesó mi abuelo a pie a los catorce años. Cruzó caminando Europa cuando Europa era mucho mayor de lo que es ahora. Y desafió su dureza para proporcionarnos una vida agradable a todos en Norteamérica. Su madre acababa de morir de tifus cuando se puso en camino. Incansable como Hogarth o Goya en su deseo de encarar la inhumanidad humana, mi abuelo siempre dibujaba su pasado mientras vivía el presente. Fue la herencia que me dejó. El no parar de dibujar. Trato de no preguntar por qué. Puede que no haya una respuesta.

– Fue un artista maravilloso -dice Ken, mirando por encima de mi hombro. Noto la presencia de Papá en la habitación mientras paso las páginas. También es el motivo por el que me ocupo de Kitty. En cierto modo Papá protege mi vida, de modo que yo también protejo la vida de los que más le importaron a él.

– Kittinka -habría dicho-. Pobre Kittinka. Ocúpate de ella ahora que está demasiado mal para ocuparse de sí misma.

– Vamos a la cama -digo. Y Ken me abraza.

– Has tenido un día duro -dice.

– Ver cómo se llevaban aquel león, por alguna razón fue lo más duro de todo. Preferiría no haberlo visto.

Cierro el libro de recuerdos. Me reconforta saber que se puede volver a abrir.

Cuando despertamos a la mañana siguiente, la ciudad va a sufrir una tormenta que amenaza con volver a convertir Manhattan nuevamente en una isla. Cortinas de lluvia y vientos tempestuosos, el metro inundado, y olas de marea en las calles.

Ken y yo nos las arreglamos para llegar al juzgado, pero somos los únicos que lo hacen. Kitty y Frank se empaparon y dieron la vuelta. Maxine se disculpa por no acudir. Y los otros dos abogados llegan tan tarde que no hay tiempo para que se reanude la vista. Mi declaración se vuelve a posponer. Se fija otra fecha.

Al salir del juzgado bajo una lluvia furiosa, Ken y yo vemos a multitudes de personas encogidas con paraguas dados la vuelta que esperan en las paradas de autobús. El metro no funciona; la ciudad se ha parado. Las oficinas han cerrado pronto. Nueva York da una sensación de desastre, como si hubiera llegado el maremoto definitivo y todos los empapados rascacielos fueran a ser derribados por la inundación.

– ¡Un taxi! -grita Ken. ¿Es un espejismo o un taxi de verdad lo que está detenido delante de los escalones del juzgado? Justo cuando llegamos al taxi, otra pareja asalta la puerta del otro lado. De pronto Ken practica la esgrima con su paraguas tratando de librarse de los intrusos.

– ¡No voy a dejar que suba ninguno de ustedes! -grita el taxista, saliendo del taxi. Empuja a Ken hacia la cuneta inundada.

– Tomo nota del número de su licencia -grita Ken, forcejeando y tratando de entrar en el taxi de este demente.