Recuerdo ir a su soleado apartamento que daba a la West End Avenue, y mirar sus cosas: sus pequeños armazones para modelar en yeso, sus máscaras africanas y amuletos tallados, su biblioteca de libros fascinantes.
Fue Kitty quien me introdujo a la lectura de Colette, dándome Chéri y El final de Chéri cuando yo tenía quince años y era demasiado joven para entender la pasión de una mujer de cuarenta y nueve años por un hombre muy guapo de veinte y pico. Como muchas de las personas que no tienen hijos propios, Kitty no entendía de verdad a los niños. Pero eso también implicaba libertad. Me trataba como a una adulta, sin juzgarme y sin la mojigatería protectora de una madre. Años después, cuando yo había cumplido los cuarenta años y sufría debido al amor de un hombre muy joven, releí el ejemplar de Chéri y el de El final de Chéri que me había dado Kitty. Por fin, me sentí agradecida por el regalo. Tuvo que esperar mucho tiempo en mi estantería para que llegase el momento de mi vida en que lo entendiese, pero Kitty en cierto modo también lo debía de saber.
En la isla Fire, en East Hampton, en las casas que Kitty compartía con su amiga Maxine, siempre había algo extraño. No era sólo la desnudez, ni el hecho de que dos mujeres durmieran en la misma cama. Había muchos desnudos también en la casa donde crecí, pero lo que era más liberador de la casa de Kitty era la omnisexualidad ambiente. Encontrabas parejas de todo tipo. Mi madre murmuraba oscuramente sobre las «malas influencias», pero descubrí mi primer sabor a libertad en aquella casa. Era un mundo que no estaba gobernado por la reglas de la vida burguesa, un mundo donde los hombres coqueteaban con los hombres, las mujeres coqueteaban con las mujeres; un mundo donde la vida en cierto modo era más rica y estaba más cargada de posibilidades. Era un campamento de verano para adultos excéntricos; y aquello me sabía a libertad: libertad de las convenciones, libertad de los lazos familiares. Esa extrañeza me proporcionó una parte de mí misma, confirmada por mi anarquismo, sexual y de otro tipo.
Nunca me permití querer abiertamente a Kitty porque mi madre dejaba en claro que lo consideraba desleal. Con todo, el modo de vida de Kitty fue parte de mi educación. El modo en que vivía me reveló que había universos alternativos, otras voces, otros ámbitos.
En cierto sentido, yo creo que mi madre odiaba a Kitty por las libertades que se permitía. Mi madre también había iniciado una vida de bohemia y luego fue capturada por la vida burguesa. ¿Hasta qué grado era homofobia su vieja enemistad con su hermana? ¿Y hasta qué grado era cariño que se había agriado? Mi madre había adorado a Kitty durante un tiempo, y su virulento odio era demasiado intenso para no ser una pasión que salió mal.
Vivimos en un mundo dividido en gay y hetero. Hemos balcanizado nuestra cultura sexual. Pero ¿por qué? ¿Es todo una cuestión de política? ¿Y está la política en conflicto con nuestra humanidad? Ciertamente, las personas gay no pueden exigir sus derechos a menos que se organicen en grupo. Ciertamente, necesitan los mismos derechos con respecto a la herencia, el matrimonio, la salud y la custodia de los hijos que todos los demás. Pero esta división en mundos gay y hetero va en contra de lo que sabemos de la naturaleza humana. Puede haber amor homosexual, pero ¿significa eso que hay personas homosexuales? ¿Tiene necesariamente sexo el amor? Los más grandes amores transforman el sexo. Los más grandes amantes son por turnos «machos» y «hembras». ¿Y qué significa «macho» y «hembra»? ¿No son más bien cualidades que personas?
Sólo cuando yo era pequeña y tenía lavado el cerebro y me conocía mal a mí misma, imaginaba que el pene era el único instrumento del amor. Los hombres a los que más he querido en mi vida siempre han tenido una cualidad maternal, y las mujeres a las que más he querido siempre han sido luchadoras.
En una sociedad sana, las mujeres y los hombres cambiarían de sexo y amante de modo tan sencillo como se cambian de ropa. En cierto modo fue Kitty la que me enseñó todo esto, y el rechazo de ella por parte de mi madre me enseñó que existía un puritanismo que nunca quise hacer mío.
El camino que seguía Kitty era distinto al que seguía mi madre. Y sin embargo, en muchos aspectos, Kitty estaba tan marcada por su elección sexual como mi madre lo estaba por la suya. Puede que haya querido a mujeres, pero también quería como una mujer. Renunció al poder por la vida de un ama de casa y una artista, y cuando fue vieja y estuvo enferma, no tenía a nadie que la cuidase.
A nadie salvo a mí, imperfecta como imperfectos iban a ser mis cuidados. He tenido que llegar a la mitad de mi vida para descubrir que podía encontrar sitio para cuidar de alguien y para escribir.
Es más importante ser un ser humano que ser escritor. ¿O debería decir que la escritura sólo interesa si de algún modo hace madurar la propia humanidad?
Al mes aproximadamente de que admitieran a Kitty en el Hogar Hebreo para Ancianos, fui a verla. El caso seguía sin resolverse en el tribunal. Kitty parecía tan bien como no la había visto hacía años. Tenía colorete en la cara, el pelo bien cortado y peinado.
– Te presento a mi gran amiga Pearl -dice-. Es mi compañera de habitación.
Me presenta a una dama delgada de pelo blanco con ojos azules, que se ayuda con un andador.
– Kitty es mi mejor amiga -dice Pearl-. La quiero.
Kitty y yo fuimos a sentarnos en un sofá que daba al río. El Hudson resplandecía con la luz invernal.
– Vine un día de visita y me gustó la comida, de modo que me quedé -dice Kitty-. Pero me preocupa mi apartamento.
– No te preocupes, Kitty, yo me ocupo de él.
– Tengo que ir uno de estos días, pero por alguna razón eso me inquieta.
– Tienes un aspecto estupendo.
– Aquí duermo muy bien. Y la gente es encantadora. ¿Qué hora es, cariño? No me quiero quedar sin cenar.
Miro mi reloj. Son casi las cuatro y media. La cena aquí la sirven casi a la hora del té, como en el jardín de infancia.
Acompaño a Kitty al comedor y me siento con ella.
Estamos en la Sección de Demencia Senil, y los residentes están en distintos estados de pérdida de memoria.
Nos sentamos a una mesa para cuatro con una mujer que se llama Blanche, que no deja de pasarse la lengua por los labios, y una mujer que se llama Brenda, cuya barbilla se le une a la nariz.
– Os presento a una pariente mía -dice Kitty, probablemente sin recordar mi nombre-. ¿No es encantador que haya venido?
– Tú eres una de las personas más importantes de aquí -dice Blanche.
– No, no lo soy -dice Kitty.
– Sí que lo eres -dice Blanche.
– Esta noche hay una representación -dice Brenda.
– ¿Puedes quedarte para la representación?
– No lo creo -digo yo.
– Es una pena -dice Kitty.
Empiezan a servirles la cena a los residentes. Me ofrecen zumo, que llega enseguida. Paseo la vista por los ancianos autistas que parecen sumidos en sí mismos. Una mujer lleva puesto un enorme sombrero negro con una pluma de avestruz. Otra va de mesa en mesa mirando con gran fijeza pero sin centrarse en nadie en concreto, examinando la comida de los otros residentes. Ahora se tambalea y estira la mano hacia mi zumo.
– ¿Por qué estás haciendo eso? -dice Kitty-. ¡No toques el zumo de mi sobrina!
Y la mujer se da la vuelta como un robot y se aleja cojeando.
En la pared hay un cartel con las fechas de los cumpleaños de los residentes que tienen lugar en enero. Debajo hay otro cartel en el que han escrito «INVIERNO» con bolas de algodón. Debajo hay una mujer de nieve hecha de algodón. Se trata de un jardín de infancia para los muy viejos. Pero parecen contentos. Y mí tía parece segura y contenta. Nunca la he visto tan en paz, a la espera de su bandeja de comida.