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– Me gusta la comida de aquí -dice-. ¿Quieres un poco?

– No, gracias -digo yo-. Tengo que irme a cenar.

¿Tengo miedo a cenar aquí porque, lo mismo que Perséfone en el Hades, me tendría que quedar?

Hacia las cinco y media salgo como una flecha, prometiendo, claro, volver pronto.

Cómo llegué a ser judía

Cuanto mayores nos hacemos, más judíos nos volvemos en mi familia. El padre de mi madre se declaraba ateo en su juventud de comunista, así que nunca pertenecimos a una sinagoga ni celebramos bat mitzvahs. Pero terminamos en hogares hebreos para ancianos y en cementerios con inscripciones en hebreo sobre las cancelas de entrada. Conque nuestra herencia nos reclama: incluso en Norteamérica, nuestra tierra prometida. En mi familia, si todavía protestas de que eres unitario, simplemente no eres lo bastante mayor. (Me refiero, claro está, a uno de mis ex maridos, el cual, habiéndose casado con una shiksa, participa en los cultos de la iglesia unitaria local. Algo que cambiará, lo predigo.)

Mi padre, por otra parte, manda dinero a Israel y lleva encima una tarjeta que supuestamente permitirá que le admitan en el hospital Mouut Sinai, y después en el Cielo, pues le identifica como un gran Donante. Es el tipo de cosas de las que se habría burlado en su época del teatro de variedades. Ahora Molly se burla de eso. Los jóvenes son crueles. Tienen que sustituir a los viejos. Los viejos son una carga, tienen inclinación a aferrarse a su dinero. Los jóvenes tienen que ser duros para hacerse mayores.

A fin de cuentas, ¿qué le dice a un hijo judío el rito de la circuncisión? Cuidado. La próxima vez te la cortaremos entera. De modo que los chicos judíos se excitan sexualmente, pero también están llenos de miedo sobre si sus pollas sobrevivirán a esa excitación sexual. Alexander Portnoy es el arquetípico buen chico judío. El chico judío bueno y el chico judío malo habitan la misma piel, si no el mismo prepucio. Las chicas judías tienen más suerte. Su sexualidad está menos dañada, impliquen lo que impliquen esos chistes sobre las limas de uñas. A las chicas se les permite tener sexualidad mientras se mantengan dentro de la familia. El matrimonio es sagrado mientras una se case con un sustituto edípico. Adulterio y judío son términos que se contradicen. Por eso leemos a Updike. Los hombres judíos que engañan a sus mujeres terminan como Sol Wachtler o Woody Allen. En graves aprietos. Incluso a las judías lesbianas se les exige que tengan cubertería de plata y porcelana de Tiffany's. A las judías lesbianas se les exige que se enamoren de mujeres que les recuerden a sus madres. Y, en los tiempos feministas actuales, son médicos o abogados.

¿Cómo llegué a ser judía, yo que no tengo formación religiosa? A los judíos los hizo la existencia del antisemitismo, o eso dijo Jean-Paul Sartre. ¿Quién sabe? Y a pesar de los mitos en contra, en Norteamérica hay mucho antisemitismo. Pero el antisemitismo norteamericano toma la forma más astuta del esnobismo de clase. Déjeseme que exponga lo que quiero decir.

Decimos que Norteamérica es una sociedad sin clases, pero de hecho no lo es. Lo que pasa es que nuestras diferencias de clase son mucho más sutiles que las de otros países, por lo que a veces ni siquiera las vemos como diferencias de clase. Sólo son las diferencias de clase norteamericanas y nos siguen durante toda nuestra vida. Ingresamos encantados en el Hogar Hebreo para Ancianos, una vez aprendido que, en lo que se refiere a la vejez y la muerte, sólo nos quieren los nuestros. Cuando somos jóvenes y guapos, salimos con goyim; pero cuando se pone el sol, volvemos a los knishes y knaydiado. Celebramos mitzvahs, del tipo de los que yo he tenido que hacer para que admitieran a mi tía en el Hogar Hebreo. De repente nos acordamos de que, lo mismo que pasa con «los servicios comunitarios» en el instituto, tenemos que pasar por 613 mitzvahs para ser buenos judíos. A los cincuenta años, nos tomamos en serio esos mitzvahs, a diferencia de los servicios comunitarios del instituto. ¿Cuánto tiempo nos queda, después de todo? No mucho. Es mejor estar ocupadas, especialmente las mujeres. No somos exactamente ganadoras. Los rabinos ortodoxos todavía no nos dejan rezar en el Muro de las Lamentaciones, conque ¿por qué suponemos que nos dejarán entrar en ese sombrío cielo de los judíos? Si los hombres necesitan 613 mitzvahs, imagino que las mujeres necesitan 1.839.

Cuando yo iba haciéndome mayor en un Nueva York que parecía dominado por judíos cuyos padres o abuelos habían llegado de Europa, nunca pensaba conscientemente en los judíos. O en la clase social. Y sin embargo, unas barreras invisibles rigieron mi vida, barreras que aún se mantienen.

Incluso en la infancia me daba cuenta de que mi mejor amiga, Glenda Glascock, que era episcopaliana e iba a un colegio privado, era considerada de una clase superior a la mía. Vivíamos en la misma siniestra casa gótica de apartamentos cerca de Central Park West. Las dos teníamos padres que eran artistas. Pero el apellido de Glenda terminaba en cock y el mío no. Yo sabía que los nombres que terminaban en cock tenían intrínsecamente más clase.

En cualquier caso, ¿cuál era mi apellido?

Mi padre nació Weisman y se convirtió en Mann. A mi madre sus padres ruso-judíos la llamaron Yehudit cuando nació en Inglaterra, pero los intransigentes ingleses del registro civil primero lo cambiaron por Judith y luego por Edith («buenos nombres ingleses»), lo que hizo que diera la impresión de que a los judíos ni siquiera se les permitía conservar sus propios nombres. La cultura dominante en nuestro gueto (mental) requería nombres que no sonaran a judíos o extranjeros. Eso también causaba una fuerte impresión.

Había dos categorías de norteamericanos en nuestro supuestamente igualitario país y yo no pertenecía a la categoría mejor (como en los «mejores vestidos»). Glenda sí. Su apellido lo atestiguaba. Incluso su apodo -las chicas judías entonces no tenían apodos como Glenni- atestiguaba esto. Y sin embargo éramos tan íntimas como gemelas, éramos las mejores camaradas, entrábamos y salíamos del apartamento de cada una…, hasta que un día nos bañamos juntas y ella me acusó de hacer pis en el agua del baño porque eso era «lo que hacían los judíos». Me sentí ultrajada, pues no había hecho semejante cosa. (A no ser que mi memoria lo censure.)

– ¿Quién dice que hacen eso?

– Mi madre -dijo Glenni, confiadamente.

De modo que informé de esta conversación a mis padres y abuelos y, misteriosamente, mi amistad con Glenni se enfrió.

Ella fue a un colegio privado. Yo no. Yo estaba en un «Programa para los intelectualmente dotados», en la esquina de la calle 77 con Amsterdam Avenue; una mole victoriana en aquellos días, con entradas para «chicas» y «chicos». Allí descubrí otros estratos de clase. Cuanto más cerca vivías de Central Park West y «mejor» era tu edificio, más clase tenías. Ahora yo tenía categoría. Debajo de mí estaban los chicos judíos más pobres cuyos padres habían huido del Holocausto y vivían en edificios peores más hacia el oeste, chicos irlandeses que vivían en casas alquiladas de las calles más estrechas y los primeros chicos portorriqueños que llegaron a Nueva York. Vivían en otras casas alquiladas de calles a lo West Side Story. En los años cuarenta, Nueva York estaba lejos de ser una ciudad integrada racialmente. No conocí a chicos negros de Harlem hasta que fui al instituto, donde el talento, y no el vivir cerca, era la calificación. Los únicos afronorteamericanos que conocíamos -entonces llamados negros- eran los criados. En la infancia, mi mundo era judío, irlandés, hispano; con los judíos dominando sobre todos los demás.