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Los chicos blancos, anglosajones y protestantes, por esa época, iban a colegios privados, tratándose entre ellos para así poder ir a Yale, dirigir la CÍA y controlar el mundo (como George y Barbara Bush). Los chicos judíos no iban a los colegios privados en aquel Nueva York, a no ser que fueran super-ricos, tuvieran problemas de disciplina o fueran ortodoxos.

Comprendí bastante pronto que en mi colegio yo era de clase alta, pero que en el mundo no lo era. Los niños de los programas de televisión y de las cartillas de lectura no tenían apellidos como Wiesman, Rabinowitz, Plotkin, Ratner o Kisselgoff. Y sin duda ni González ni O'Shea. Allí, en el mundo de la tele, había otra Norteamérica, y nosotros no formábamos parte de ella. En esa otra Norteamérica, a las chicas se las llamaba cosas como Gidget y a los chicos, cosas como Beaver Cleaver. Nuestro mundo no estaba representado, a no ser cuando pasaban los títulos de crédito.

Apartados de esa Norteamérica de verdad, aprendimos a controlarla reinventándola (o representándola, como un agente). Algunos de nuestros padres ya hacían eso como actores, productores o escritores, de modo que sabíamos que ése era un camino posible para nosotros. Otros eran hombres de negocios, o artistas convertidos en hombres de negocios, como mi padre. La cuestión era que nosotros éramos unos marginales que queríamos formar parte del cogollo. En aquellos días sabíamos que Princeton y Yale no serían para nosotros, a no ser que fuéramos lo suficientemente ricos para comprar la universidad. Sabíamos que no habíamos nacido para formar parte de la clase dirigente, de modo que nos inventamos nuestra propia clase dirigente. Mike Ovitz, no George Bush. Swifty Lazar, no Bill Clinton. Mort Janklow, no Al Gore.

¡Cuánto ha cambiado el mundo desde los años cuarenta! ¡Y qué poco! Excepto en lo que se refiere a Henry Kissinger, ¿quién ha cambiado esas leyes de clase y de casta? Ni siquiera Mike Ovítz. Lo que uno ve que hacen sus padres es lo que cree que uno puede hacer. Conque estábamos definidos, confinados. Como mi padre era un músico-compositor convertido en importador, mi abuelo retratista, mi madre ama de casa y retratista, yo me limité a aceptar que haría algo creativo. También me limité a aceptar que me licenciaría en una facultad universitaria y viviría para siempre en un «buen edificio». También acepté que nunca me convertiría en nada que se pareciera a esas familias norteamericanas que veía en la tele.

Mi familia estaba tremendamente orgullosa de ser judía, pero no religiosa, a no ser que nuestra religión fuera comprar ropa inglesa en Saks y abrigos con el cuello de terciopelo en De Pinna. Nos vestíamos como princesitas inglesas, y comprendí que ésa era la clase a la que aspirábamos.

La ropa lo dice todo con respecto a las aspiraciones. Yo odiaba la maldita ropa que llevábamos, pero teníamos que llevarla porque era lo que hacían las princesas Isabel y Margarita de Inglaterra. ¿Cómo llegar a ser princesas de los judíos? Mejor no preguntarlo. Se entendía tácitamente, igual que entendíamos que Glascock era un apellido mejor que Weisman (o incluso Mann).

Sonrío al escribir esto. Estoy tratando (torpemente, me temo) de presentar aquel mundo del Nueva York de los años cuarenta con sus palacios del cine «con aire acondicionado» (llenos de matronas como castillos y secciones para niños sembradas de papel de envolver), sus toldos de rayas en los edificios de apartamentos durante el verano, sus tarifas en monedas del autobús, sus cambios para el teléfono, sus tiendas de caramelos y refrescos, su mármol de imitación en los mostradores (donde se vendían los más deliciosos sandwiches de beicon, lechuga y tomate; y los helados).

Desaparecido todo. Desaparecido para siempre. Pero lo mismo que una serie de adoquines a los que da el sol o el sabor de la magdalena mojada en el té devolvió a Proust a su juventud, a veces me detengo en una esquina de una calle de Nueva York y regreso a los años cuarenta. Y gracias al olor. Las bocas de las estaciones de metro todavía, ocasionalmente, emiten un olor a azúcar de algodón/chicle, mezclado con sudor y palomitas de maíz, con meados y (su predecesora) cerveza, y al respirar profundamente regreso a los seis años de edad, mientras espero el metro, contemplando un bosque de rodillas. En la infancia uno considera que nunca crecerá. Y que el mundo siempre será incomprensible. Primero una tiene boca, luego tiene nombre, luego es miembro de una familia, luego empieza a hacerse difíciles preguntas sobre lo mejor y lo peor, lo que supone el comienzo de la conciencia de clase. Los seres humanos son unos animales jerárquicos por naturaleza. La democracia no es su religión original.

Estaba en mis primeros años del instituto cuando mi mundo se amplió más allá de la calle 77 y el West Side. Como mis padres y yo estábamos aterrorizados por la violencia del instituto de la zona, fui a una institución privada, un sitio deliciosamente cómico donde los estudiantes de pago por lo general eran judíos de Park Avenue y los estudiantes becados por lo general blancos, anglosajones y protestantes de Washington Heights cuyos padres eran profesores, clérigos, misioneros.

Los profesores eran distinguidos, y blancos, anglosajones y protestantes, y tenían apellidos que sonaban adecuadamente norteamericanos como los de la tele. La institución había sido fundada por dos temibles damas de Nueva Inglaterra que se llamaban Miss Birch y Miss Wathen, que probablemente eran amantes, pero en aquellos días las llamábamos solteronas. Una de ellas se parecía a Gertrude Stein, la otra a Alice B. Toklas. Tenían una pronunciación que para mí estaba llena de clase. Sabía que era la de los blancos, anglosajones y protestantes.

En el instituto de Birch y Wathen la mayoría de los chicos judíos eran más ricos que yo. Vivían en apartamentos del East Side con valiosas obras de arte, y algunos de ellos tenían apellidos alemanes. Iban al Temple Emanuel y recibían clases de baile y de urbanidad (¡qué palabra tan antigua!) en el Viola Wolf. Mi sentido de la clase social volvía a estar desajustado. Con mis abuelos rusos y mi casa bohemia del West Side, tampoco encajaba con aquellos chicos. Y los chicos becados se mantenían aparte. Yo los creía presumidos, aunque ahora me doy cuenta de que debían de estar mortalmente asustados. Los alumnos de pago tenían más dinero para gastar, y algunos venían al instituto en Cadillac, Lincoln y Rolls con chófer. Debían de parecerles intimidantes a los chicos que acudían en metro. Aquello a mí me intimidaba.

Formábamos grupos aparte. Los chicos de Park Avenue se juntaban con sus iguales. Los becarios hacían lo mismo.

Yo flotaba entre los dos grupos, sin saber nunca a cuál pertenecía; unas veces robaba cosas en Saks con los niños ricos (cuanto más ricos eran los chicos, me enteré, más robaban en los grandes almacenes), otras subía hasta Columbia con los becarios (cuyos padres eran profesores).

Yo no era de ningún sitio. Avergonzada de que mi padre fuera un hombre de negocios, deseaba que fuese profesor. Si una no podía tener un apellido que terminara en cock, o un apartamento en la Quinta avenida o en Park, por lo menos debía tener un doctor en filosofía en casa.

Cuando empezó la preparación para ingresar en la universidad, me uní a otro nuevo mundo, un mundo que estaba racialmente mezclado y lleno de niños del gueto. (Entonces lo llamábamos Harlem.) Elegidos por su talento para dibujar o cantar o tocar un instrumento, estos chicos formaban el grupo más variado que me he encontrado nunca. Su clase era el talento. Y como todas las personas inseguras, te lo echaban en cara.

Fue entonces cuando empecé a encontrar a mi auténtica clase. Allí la competencia no era por el dinero o el color o el sitio donde se vivía, sino por lo bien que se dibujaba o tocaba. En el Instituto de Música y Arte al que iba se crearon nuevas jerarquías, jerarquías de virtuosismo. ¿Exponían tu cuadro en la muestra que se celebraba dos veces al año? ¿Te seleccionaban para tocar en la orquesta, o en la WQXR (la emisora de radio de The New York Times)? Por entonces todos nos dimos cuenta de que no pertenecíamos a la Norteamérica que aparecía en la tele, y estábamos orgullosos de ello. Ser independientes era una divisa de mérito. No teníamos equipos, ni animadoras, y el uniforme más adecuado para ir a clase era el beatnik: medias negras, sandalias hechas a mano y pintura de labios negra para las chicas; jerséis de cuello alto negros, vaqueros negros y cazadoras de cuero negro para los chicos. Un pelo despeinado era obligatorio para los dos sexos. Experimentábamos con marihuana. Andábamos por el Village esperando que nos confundieran con existencialistas. Llevábamos encima libros de Kafka, Genet, Sartre, Alien Ginsberg. Mirábamos con expresión de idos nuestro capuccino en Rienzi's o el Peacock. Queríamos seducir a los músicos de jazz negros, pero nos daba miedo. Por fin habíamos encontrado nuestra clase social.