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Muchos de nosotros alcanzamos la cima. Entre mis compañeros de esa época hay cantantes de pop, productores de televisión, directores de cine, actores, pintores, novelistas. Muchos son nombres conocidos. Unos cuantos ganan decenas de millones de dólares al año. La mayoría fuimos a la universidad, pero en definitiva no fue una licenciatura o un doctorado lo que definió nuestra posición social. Era si estábamos de moda o no, si subíamos como balas en las listas de éxitos, en las de libros más vendidos, o si nos traducían a veinticinco idiomas. Hasta los profesores envidiaban esta posición: el dinero y el reconocimiento equilibran todas las clases sociales en Norteamérica. De ahí la obsesión por la fama. Incluso en Europa uno puede entrar en los «mejores» círculos, aunque las normas para las clases sociales sean completamente distintas.

Habiendo pasado parte de mi tiempo con europeos, siempre me asombró hasta qué punto en Europa un apellido aristocrático todavía disimula una multitud de pecados. En Inglaterra, en Alemania, un lord o una lady, un Grafo Grafin, un von o zu, todavía tienen peso. Los amigos con más clase que tengo en Italia pueden ser contesse, marchesi o principi, pero son demasiado modernos para proclamarlo. Prefieren ser famosos por un disco de éxito o un gran libro. Pero van a los sitios adecuados -St Moritz, por ejemplo-, y el ser socio de los clubs mejores se debe todavía al origen familiar, no a los logros individuales. Vete al Corviglia Club y di que eres Ice-T o Madonna. Cariño, no conseguirás entrar, mientras lo hace cualquier Niarchos o von Ribbentrop.

Muchos de mis amigos europeos todavía habitan un mundo donde el apellido y el dinero de toda la vida pueden resultar un buen impulso para lograr algo. Hay muchas cosas que hacer aparte de trabajar. Si tienes que estar en Florencia en junio, en París en julio, en la Toscana en agosto, en Venecia en septiembre, en Sologne en octubre, en Nueva York en noviembre, en St Bart en diciembre y enero, en St Moritz en febrero, en Nueva York en marzo, en Grecia en abril, en Praga en mayo, ¿cómo demonios puedes tener (por no hablar de conservar) un empleo? Y el ejercicio físico. Y los bailes. Y los balnearios. ¡Y la temporada sin beber! Como preguntó una vez un marido de Barbara Hutton: «¿De dónde saco tiempo para trabajar?»

La clase de verdad significa no tener que hablar nunca de eso. (Del trabajo, quiero decir.)

Los norteamericanos carecen intrínsecamente de clases sociales, de modo que los judíos casi se adaptan. De lo único de lo que hablamos es de nuestro trabajo. Lo único que queremos es hacer que sean tan conocidos nuestros nombres que ni siquiera necesitemos apellido. Creemos tan fervientemente en el cambio como los europeos creen en el statu quo. Creemos que con dinero nos compraremos el cielo (un cielo definido por músculos en forma, nada de flaccidez en la barbilla, interés en los intereses, y un nombre que intimide a los maitres en los restaurantes). Una vez conseguido eso, podemos ponernos a salvar el mundo: donar algo de dinero para la investigación del sida, la lluvia ácida, un candidato político. ¡A lo mejor hasta nosotros mismos nos presentamos para el cargo! (Lo atestigua Mr. Perot.) En una sociedad donde el reconocimiento de una figura del pop lo significa todo, los famosos son más iguales que todos los demás. Pero el estatuto de famoso es endiabladamente difícil de mantener (igual que un cuerpo que se hace viejo). Necesita gran cantidad de entrenadores, especialistas en relaciones públicas, editores, agentes de imagen. Además uno tiene que sacar un nuevo producto, y posiblemente hasta originar un nuevo escándalo. (Lo atestigua Woody Allen.) Puede que el motivo por el que los famosos se casan con tanta frecuencia sea para que sus nombres aparezcan en las noticias. Y puede -tanto si lo pretenden como si no- que provoquen los escándalos para promocionar sus películas. (Lo atestigua de nuevo Woody Allen, nacido Alien Konigsberg.)

Ah…, volvemos a la cuestión de los judíos y los nombres. ¿Podemos conservar nuestros nombres? Siempre y cuando consigamos que sean famosos. En caso contrario también nos los cambiamos. Puede que tengamos, como dice el teórico político Benjamín Barber, «una aristocracia de todos», pero no todos pueden ser famosos a la vez. Así el impulso a ascender de clase se hace tan inquietante y crónico en Norteamérica como los regímenes alimenticios. No importa lo famoso que sea uno, siempre está en peligro de dejar de serlo.

Se parece mucho a la mortalidad, ¿no? Que no se pregunte por qué carpe diem es nuestro lema. Es lo que hace a Norteamérica un país tan inquieto, y a sus famosos más famosos tan inseguros.

Ay amigos, no me importaría haber nacido siendo socia del Corviglia Club. Pero sospecho que nunca habría escrito ni un libro.

¿Nunca os habéis preguntado por qué los judíos son unos escribas tan implacables? A lo mejor habéis pensado que porque somos gente de libros. A lo mejor habéis pensado que era porque procedemos de familias donde se animaba a la lectura. A lo mejor habéis pensado que se trata de sexualidad reprimida. Todo eso es cierto. Pero yo propongo que la auténtica razón es nuestra necesidad constante de definir nuestra clase. Al escribir, nos volvemos a inventar. Al escribir, creamos árboles genealógicos. Algunas de mis heroínas de ficción son del West Side, chicas judías de Nueva York como yo. Pero las heroínas que más me gustan -Fanny en Fanny Hackabout-Jones, y Jessica en Serenissima- han nacido en mansiones, son unas buenas amazonas, y podéis apostar lo que sea a que tienen los pómulos altos.

Fanny se crió en Lymeworth, residencia campestre de lord Bellars. Jessica se crió en el Upper East Side de Manhattan, en el Rectángulo dorado. En su árbol genealógico hay mucha gimnasia y mucho club de campo. ¿Por qué inventa unas heroínas semejantes una chica del West Side como yo? ¿Estoy tratando de escapar de mi clase de schmearer-klezmer? Resulta bastante interesante, pero mis heroínas siempre escapan a ella. Fanny huye de su educación aristocrática, se convierte en una mujer de la carretera, una puta de un burdel, y una reina de los piratas. ¡Jessica deja el Upper East Side por Hollywood! Y las dos lo llegan a lamentar, y encuentran su felicidad final al volver a sus lugares de origen.

Las heroínas que aparentemente son más como yo -Isadora Wing y Leila Sand- cambian de posición social, o si no, la establecen por medio de su trabajo creativo. Supongo que lo que escribo dice algo que ni siquiera yo sé conscientemente de mí misma: escribo para proporcionarme una clase social, para inventar mi nombre, ¡y luego abandono una residencia campestre!