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Sospecho que el proceso no es tan distinto con otros escritores, por mucho que parezca que sus libros no se ocupan de las clases sociales. Los héroes de Saul Bellow empiezan como vagabundos y terminan de profesores. Pero su héroe picaresco de verdad, Henderson el Rey de la lluvia, es blanco, anglosajón y protestante por nacimiento, y va a África y adopta su multiculturalismo, con lo que encuentra su auténtica identidad. A los héroes de Philip Roth les interesan las cuestiones relativas a la clase social y las relativas a su condición de judíos. Aunque casi siempre son judíos, aspiran a abrirse paso hacia el mundo de los blancos, anglosajones y protestantes; una táctica familiar para los creadores (machos) judíos norteamericanos. Podríamos llamarlo el síndrome de Annie Hall. Probablemente Woody Allen lo definió para siempre cuando a su héroe autobiográfico de Annie Hall, sentado a la mesa mientras cena en casa de unos blancos, anglosajones y protestantes, del Medio Oeste, de repente le crecen payes y lleva un sombrero negro.

¡El miedo arquetípico del judío norteamericano! ¡Si comemos trayfé de pronto nos pueden crecer payes!l Puede que el motivo por el que los judíos norteamericanos hayan adoptado el Día de Acción de Gracias como su fiesta especial sea que esperan, reclamando a los Peregrinos como nuestros padres, ¡que también engañaremos al resto de Norteamérica!

Mi antiguo suegro, Howard Fast, es un ejemplo perfecto de esto. Sus libros sobre la Revolución Americana -Mañana de abril, Ciudadano Tom Paine y El mercenario alemán- testifican su nostalgia por la Mayflower Society o las tropas auxiliares masculinas de las Colonial Dames of America. Ha escrito sobre la Roma antigua (Espartaco) y sobre la fiebre del oro en San Francisco (Los inmigrantes), pero la fundación de Norteamérica es lo que le reclama una y otra vez. En el fondo de su corazón, Howard Fast anhela el árbol genealógico de Gore Vidal.

Un judío puede trasladarse desde Egipto a Alemania, a Norteamérica o Israel, aprendiendo nuevos idiomas y cambiando de color de pelo y ojos, pero sin embargo sigue siendo judío. ¿Y qué es un judío? Un judío es una persona que no está a salvo en ninguna parte (esto es, ¡siempre está en peligro de que le crezcan payess en los momentos más inoportunos!). Un judío es una persona que se puede convertir al cristianismo y sin embargo ser asesinada por Hitler porque su madre era judía. Esto explica por qué a los judíos les obsesionan las cuestiones de la identidad. Nuestra supervivencia depende de eso.

También los norteamericanos están obsesionados con la definición de la identidad. En una cultura de amalgama de pueblos, donde los títulos aristocráticos provocan la risa (lo atestigua el conde Drácula, o el conde Chocula, como se les presenta a los niños, un cereal para el desayuno), ponemos a prueba constantemente los límites de nuestra identidad. La observación de Andy Warhol de que en el futuro todo el mundo será famoso durante quince minutos describe el dilema quintaesencial norteamericano. Nos podemos hacer famosos, pero a lo mejor no seguimos siendo famosos. Y una vez que se ha conocido la fama, ¿cómo se puede vivir el resto de nuestra vida? Más en concreto, ¿cómo vamos a ingresar en el Hogar Hebreo para Ancianos?

Muchas vidas de norteamericanos parecen condenadas a la definición de Warhol. ¿Os acordáis de George Bush luchando por seguir siendo presidente frente a la marea de la historia? ¿O de Stephen King aspirando a encabezar tres listas de libros más vendidos a la vez? ¿O de Bill Clinton acondicionando la Casa Blanca para convertirla en su propia red de comunicaciones? Los norteamericanos nunca pueden descansar. Nunca pueden hacerse miembros del Corviglia Club y divertirse esquiando en un pueblo de tarjeta postal. La gracia de su modo de esquiar nunca es suficiente. Siempre deben volver a subir en el telesilla y hacerlo una vez y otra y otra.

Veo que el Corviglia Club se ha convertido en mi símbolo de la aristocrática sprezzatura -una palabra italiana encantadora que significa el arte de hacer que lo difícil parezca fácil-. Puede que elija esa imagen porque evoca un mundo de personas afortunadas que no tienen que hacer nada, sino únicamente ser. Yo anhelo semejante posición social como sólo puede hacerlo un judío norteamericano. Qué agradable debe ser tener entrada a un mundo que nunca puede desaparecer. Qué agradable nacer con una identidad.

Mi anhelo es auténtico, aunque conozco a docenas de personas nacidas con semejante identidad que la usan para hacerse drogadictas o vagabundas. Sé que no es fácil ser noble y rico. Sin embargo, como los personajes de Scott Fitzgerald, algo dentro de mí insiste en que los muy ricos «son distintos a ti y a mí». Fitzgerald probó esa hipótesis en Gatsby, mostrando lo descuidados que son los muy ricos con la vida, el hacer daño a los demás, el amor. Y sin embargo el anhelo permanece en los escritores norteamericanos. Quizá por eso esa novela más bien ligera, hermosamente escrita, se ha convertido en un clásico. Encarna el sueño norteamericano de identidad y clase.

El contrabandista de licores ascendido, Jay Gatsby, sueña con un mundo donde no tenga que trabajar para ser Gatsby. Y ése sigue siendo el sueño primordial norteamericano. Incluso las rifas contribuyen a él, prometiendo casas y yates. Los desarraigados por definición, soñamos con raíces.

Los novelistas norteamericanos son habitualmente buenos ejemplos de esto. Lo primero que hacen después de tener un libro en la lista de los más vendidos es comprar una casa y terreno. Alex Haley compró una granja en el Sur. Gore Vidal se instaló en una villa de Ravello adecuada para un aristócrata italiano. Arthur Miller compró una granja en Connecticut propia de un yanqui de Connecticut. Lo mismo que hizo Philip Roth.

Yo no soy distinta. Después de Miedo a volar, compré una casa en Nueva Inglaterra. Creyendo que cuando los escritores mueren y van al cielo, el cielo era Connecticut, compré un trozo de esa herencia literaria. Para un escritor, acostumbrado a crear mundos con tinta y un trozo de papel en blanco, las raíces y la nobleza son lo mismo. Y uno consigue las dos cosas con palabras.

Las personas desarraigadas muchas veces gravitan en torno a esos terrenos donde reina el esfuerzo, en los que la clase tiene que crearse repetidamente. A lo mejor por eso es por lo que la creatividad florece durante los periodos de grandes agitaciones sociales y muchas veces entre los que anteriormente eran de las clases bajas. A lo mejor eso es lo que atrae a los judíos al mundo de la palabra y la imagen. Si se piensa en la vitalidad de la escritura de los judíos norteamericanos de los años cincuenta y sesenta, en la vitalidad de la escritura de las mujeres en los años setenta, ochenta y noventa, en la vitalidad de la escritura de las afronorteamericanas de los años setenta, ochenta y noventa, se ve que hay una clara relación entre el cambio de posición social y la productividad. Cuando un grupo se vuelve inquieto y se enfada, produce escritores.

Puedo soñar en lo que habría hecho con mi vida si hubiera nacido en una plantación con muchas acciones de las que cobrar intereses, pero probablemente mis ambiciones literarias nunca hubieran surgido. A lo mejor habría escrito unos poemas inescrutables, sólo legibles por los que preparan tesis doctorales. Pero es más probable que la ansiedad y la agresividad necesarias para terminar el libro me habrían sido negadas. Pues escribir no es sólo una cuestión de talento con las palabras, sino de impulso y ambición, de inquietud y rabia. Escribir es difícil. El aplauso nunca se produce al final del párrafo. Y dadas las horas empleadas, el dinero no es en absoluto suficiente. Teniendo en cuenta los esfuerzos y el tiempo empleados, la mayoría de los escritores ganan menos que los higienistas dentales.