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Pero no lo hacemos por dinero. Lo hacemos para proporcionarnos una clase social.

Cuando terminé la carrera en la Universidad de Barnard, continué con el doctorado simplemente porque no sabía qué otra cosa hacer. Sabía que quería ser escritora, pero todavía no estaba segura de que tuviera la sitzfleish para sentarme y ponerme a escribir un libro. Mientras esperaba a madurar un poco, estudiaba literatura inglesa. En cierto modo sabía que me sería útil.

Pero el periodo que estudié -el retozón siglo XVIII de los grabados de Hogarth- fue el que vio el nacimiento de Norteamérica, los derechos de la mujer, y la novela. La novela empezó como una forma de las clases más bajas, adecuada únicamente para que la leyeran las criadas, y es la única forma literaria en la que las mujeres destacaron por sí mismas tan pronto y con tal excelencia que ni siquiera la misoginia rampante de la historia de la literatura las puede eliminar. ¿Os preguntasteis alguna vez por las mujeres y la novela? Las mujeres, lo mismo que todos los de clase inferior, dependen para sobrevivir de la propia definición. La novela permite eso, y las páginas todavía se pueden esconder bajo el bastidor para bordar.

Desde la mente del escritor hasta el lector sólo existe la intervención de la imprenta. Una se puede quedar en casa y sin embargo mandar su libro a Londres, la situación perfecta para las mujeres.

En un mundo donde las mujeres son todavía el segundo sexo, muchas todavía sueñan con hacerse escritoras para así poder trabajar en casa, cumplir con sus obligaciones, cuidar a su niño recién nacido. La escritura todavía parece que se adapta a los intersticios de la vida de una mujer. Por medio de las palabras, tenemos esperanzas de cambiar nuestra clase. Puede que la pluma no siempre sea equiparable con el pene. En un mundo de ordenadores, nuestros hábiles dedos todavía nos pueden proporcionar un mundo. Uno de estos días tendremos clase. Y por eso escribimos tan febrilmente como sólo hacen los desposeídos. Escribimos para entrar en nosotras mismas, para construir nuestras casas y plantar nuestros jardines, para darnos nombres e historias, inventándonos según lo hacemos.

Cómo llegué a ser del segundo sexo

¿Qué es lo que hace posible que las mujeres alcancen su objetivo en un mundo donde todavía somos el segundo sexo? Tillie Olsen, esa poeta épica de los silencios femeninos, dice que somos afortunadas si nacemos en familias sin hijos varones. Pero mis hermanas afirman que nunca sintieron la libertad ambivalente para alcanzar su objetivo que sentí yo. Y mi madre, también segunda hermana, tuvo claramente más conflictos que yo.

¿Qué es lo diferente en mi vida? Probablemente sea ésa una de las razones por las que estoy escribiendo este libro. Me refiero a entender las cosas que me impulsaron y las cosas que me contuvieron. ¿Qué hace mi vida diferente a la de mi madre? ¿Y qué la hace parecida?

No recuerdo ninguna época en la que no admitiera que yo haría algo en la vida. No sabía qué. Escribir, pintar, dedicarme a la medicina, todo eso cautivó mi imaginación durante un tiempo. Suponía que sería algo divertido, que ganaría el dinero suficiente, que habría un sitio para mí en el mundo, y solía soltar discursos de aceptación del Premio Nobel ante el espejo a la edad de ocho o nueve años. No sabía el precio que habría que pagar, ni me importaba. La cuestión principal era: suponía que me iban a salir bien las cosas. ¡Había sobrevivido a todo un jardín de infancia lleno de niños cagones! Semejante pretenciosidad probablemente sea el preludio del éxito, y mientras a las chicas se las desanime diariamente para que no tengan pretensiones, tendrán problemas para conseguir lo que se proponen. En mi casa nadie me desanimó, aunque los modelos de mujeres que veía no eran tan libres como los de los hombres (esto es, mi madre con su caballete plegable). En cierto modo siempre supe que habría otras mujeres que me envidiarían u odiarían por esa libertad.

– Todo el mundo piensa que eres encantadora porque eres rubia -solía decir mi hermana Nana-. Pero yo sé lo bruja que eres.

En los años cincuenta, la dicotomía entre rubia y morena era un profundo abismo. Se trataba de Debbie Reynolds contra Elizabeth Taylor. Y la sirena sensual de pelo oscuro siempre estaba condenada a ser una mala chica. Se suponía que la rubia era buena como el oro. Yo no sabía entonces que la oposición entre hermanas de pelo oscuro y claro tenía una vieja tradición literaria. Pero ¡cómo se mantienen esas antiguas categorías! Mi hermana mayor me odiaba por ser rubia y por confiar en mí misma. Una chico-chica disfrazada de Debbie Reynolds, sin sentir ninguna limitación porque tanto mi padre como mi madre estaban en mi interior y me querían, irrumpí en el mundo y quedé asombrada al descubrir que las chicas eran menos iguales en él.

Me di cuenta de ello en la adolescencia. Todavía recuerdo la vez, cuando iba al instituto, en que un chico me preguntó si pensaba ser secretaria y yo contesté:

– ¡Secretaria! Voy a ser médico y además una escritora famosa… ¡comoChéjov!

Se lo demostré (no recuerdo ni siquiera su nombre), ¡negándome a aprender a escribir a máquina! Hasta hoy escribo mis libros a mano, como si fuera punto de cruz o un bordado. Bueno, tengo media docena de ordenadores, pero nunca he aprendido a utilizar ninguno de ellos. Se. vuelven anticuados antes de que aprenda a usarlos. Coqueteo durante un tiempo con ese universo alternativo y luego vuelvo a mi pluma, un símbolo fálico, claro. No me disculpo por tener envidia de pene. ¿Qué mujer ambiciosa no tendría envidia de pene en un mundo donde ese poco fiable cetro confiere autoridad?

A veces me pregunto por qué me llevó tanto darme cuenta de que estaba admitido que yo era del segundo sexo. ¿Qué me aisló cuando mis hermanas no estuvieron aisladas del mismo modo? Siempre me sentí la heredera. Pero ¿heredera de qué? ¿Heredera de las ambiciones en el mundo del espectáculo de mi padre o del arte de mi madre? ¿Heredera del caballete de mi abuelo y del decidido feminismo de mi madre? Haz lo que digo, no lo que hago, me transmitía en cierto modo. Y: a mí me estafaron, pero tú lo puedes conseguir.

De hecho, recuerdo que decía:

– Si consigues fama, conseguirás hombres guapos.

– Yo nunca dije eso -protesta mi madre.

Pero lo dijo.

O por lo menos yo lo oí. (No tuve conciencia de las complicaciones de ese imperativo hasta mucho más tarde.)

Nada de hijos varones. Una familia sin hijos varones. En una familia de sólo hijas, una de las hijas puede convertirse en el hijo. ¿Es ése el pacto con el diablo que hacemos? Lo único que sé es que en cierto modo me convertí en la portadora de la mayoría de las ambiciones de mis padres y de mis abuelos. Y qué carga más pesada era. En cierto modo, yo tenía que ser a la vez pintora, artista de variedades, y ganar mucho dinero. Yo quería ser ese absurdo: un poeta que vendía muchos libros. Quería ser una artista millonaria. Mis ambiciones eran tan imposibles que consideraba un fracaso cualquiera de las cosas que conseguía. Y todavía lo considero.

Pero ¿dónde capté el mensaje de que yo era del segundo sexo? En el colegio. Aprendemos en casa y aprendemos en el colegio. Y de las dos formas de aprendizaje, quizá el colegio sea la más perjudicial. En el colegio buscamos la autoridad del mundo. Buscamos que el colegio nos diga si lo que aprendimos en casa era correcto o equivocado. Y el colegio, muchas veces, demasiadas, refuerza los peores prejuicios de nuestra cultura: una estúpida tendencia a clasificarnos como si la inteligencia fuera cuantificable, una tendencia a hacer estereotipos de los sexos, a ver masculino y femenino como cosas aparte, opuestas, en lugar de ver que son cualidades que poseemos todos; una tendencia a enseñarnos maquinalmente y por medio de exclusiones, en vez de libremente y por medio de expansiones.