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Cuando iba al instituto, ya me consideraba feminista y llevaba un ejemplar de El segundo sexo como prueba de ello. No recuerdo si lo leí. No lo necesitaba. Sabía que las mujeres tenían que tragarse un montón de mierda. Sabía que los chicos eran arrogantes y que las mujeres aprendían a aplacarles para sobrevivir. No negaba que hubiera un problema. Sólo ponía en cuestión el modo de resolverlo.

Aunque leía y escribía todo el tiempo, y aunque leer y escribir eran las cosas que más me gustaban, a la mayoría de la gente le decía que iba a ser médico. No sólo se trataba de que me atrajera curar a la gente -todavía me atrae-, sino de que simplemente estaba buscando una profesión en la que a las mujeres no las pisen. Desde mi ventajoso punto de vista de adolescente, la medicina parecía lo adecuado.

Este capítulo no trata de si las mujeres son o no iguales en el mundo de la medicina. Es un capítulo sobre el aprendizaje de que no son iguales, y la mayor parte de ese aprendizaje tiene lugar en la adolescencia.

Los chicos te tiran del cierre posterior del sostén. Una vive aterrorizada de que traspase el támpax. De pronto tu cuerpo se convierte en un estorbo, una fuente de ridículo. Y no se trata únicamente de las molestias que representan todos los cuerpos, sino de la vulnerabilidad concreta del cuerpo de una mujer que puede ponerse a sangrar de modo inesperado y que te señala como una víctima potencial.

Por supuesto que esto no evita que las mujeres todavía sean violadas en todas partes, que a una de cada tres mujeres la maltrate el hombre con el que vive y llama marido o amante. Incluso si el mundo fuera un lugar seguro, la adolescencia significaría vulnerabilidad para las chicas. De repente te conviertes en una presa sexual y de repente te das cuenta de ello. De repente las largas y soleadas tardes en la playa leyendo los relatos de misterio de Nancy Drew se terminan. Entras en un mundo nuevo, un mundo lleno de amenazas.

Cuando yo ingresé en la High School of Music amp; Art, mi familia vivía en la esquina de la calle 81 con Central Park West. Todas las mañanas, a las ocho, tenía que hundirme en el ruidoso metro y trasladarme hasta la esquina de la calle 135 con Covent Avenue. Por lo general el vagón estaba desierto, todo el tráfico iba en sentido opuesto.

Muchas veces veía exhibicionistas en el metro: viejos con la bragueta abierta y enseñando la polla muy orgullosos de sí mismos y susurrándome que me acercara, que me acercara. Unas veces yo miraba. Otras veces me daba miedo mirar. Y otras me largaba al siguiente vagón, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.

– Oh, los exhibicionistas nunca hacen nada. Tienen miedo hasta de su propia sombra -solía decirme mi madre. Lo que era tan consolador como si me dijera que cuando muramos nos meterán bajo tierra y nos convertiremos en tomates. Hasta para una niña con una infancia bastante protegida, resultaba aterrador. En casa no me molestaba nadie, pero para cuando tenía trece años, nadie me podía proteger. La masculinidad estaba allí afuera, una fuerza anárquica, desenfrenada. Las mujeres no se exhiben en el metro. Aprendí que en las mujeres se podía confiar y en los hombres no.

Ahora, cuando mando a mi hija al colegio en un Nueva York que se ha vuelto veinte veces más violento que cuando yo era niña, la mando en un autobús privado. Si la violara alguien, mataría y esperaría que me absolvieran por ello. Aunque mide uno setenta y dos y me saca la cabeza, es una niña vulnerable en el fondo. Todavía la arropo en la cama junto a un osito de felpa. La mando al colegio con inquietud.

– Te rodea un escudo de luz blanca -digo, como una vez dije-: Que la Divinidad te proteja -al lado de la cuna. Me vuelvo hacia la brujería y a la diosa madre en momentos como ésos porque quiero invocar las fuerzas primarias del universo. Necesito a Kali y a Isis, a Inanna y a la Virgen María para que protejan a mi hija.

Una sociedad que no puede proteger a sus chicas jóvenes es una sociedad condenada. La agresión masculina ha existido durante toda la historia, pero siempre se ha canalizado y ritualizado en torneos y búsquedas, se ha contenido. Ahora no. ¿Por qué nos preocupamos tan poco por nuestras hijas?

La respuesta de mi madre a lo de los exhibicionistas era una respuesta de colaboracionista, sea lo que sea lo que ella haya creído. El mundo masculino enseña a las mujeres lo que deben creer de los hombres. Y de las mujeres. Les enseña que éstas no tienen valor. Les enseña su situación social de seres de segunda clase. Pasa por alto el peligro de la violación.

En los años cincuenta y sesenta, cuando yo iba al instituto y a la universidad, todavía no habíamos denunciado públicamente el problema. El feminismo estaba en reposo. El problema, como dijo Betty Friedan, no tenía nombre. El feminismo de la época de Virginia Woolf, de la época de Emma Goldman, de la época de Mary Wollstonecraft, de la época de Aphra Behn, había sido enterrado. En una cultura patriarcal, al feminismo se lo en tierra sin parar. Siempre tiene que redescubrirse como por primera vez.

Incluso en Barnard, una universidad femenina, fundada por feministas e impregnada de la excelencia de las mujeres, no estudiábamos a las mujeres que eran poetas o novelistas. El ambiente estaba lleno de estímulos para las chicas, pero sentíamos como si hubiéramos nacido, lo mismo que Venus, de la espuma. Había modelos de comportamiento masculinos. (¿Cómo podíamos saber que se había eliminado deliberadamente a quienes nos debían servir de modelos?) George Sand y Colette no se editaban. No se enseñaba a las mujeres poetas. Las poetas que descubrí en mis propios días en el instituto, Edna St Vincent Millay y Dorothy Parker, se dejaban a un lado. Estudiábamos para convertirnos en hombres de segunda clase. Estudiábamos a poetas muy orgullosos de su pene -Eliot, Pound, Yeats-, y tratábamos de escribir como ellos. Y lo hacíamos. Nuestros profesores nos adoraban, claro, y nuestras mentes eran rápidas, pero el contexto en el que crecimos era ciegamente sexista. ¿Cómo íbamos a valorar el efecto entontecedor que podía tener sobre nuestras imaginaciones? Tuvimos que liberarnos a nosotras mismas para empezar.

Pero el sexismo no era abierto. Sólo en el último curso, cuando me entrevistaron para una beca Woodrow Wilson, me preguntaron (lo juro):

– ¿Por qué una chica guapa como tú quiere perder el tiempo en una polvorienta biblioteca?

Con bastante sorpresa, me di cuenta de que el mundo entero no era una universidad para mujeres. La sorpresa se hizo más intensa en los cursos de doctorado de la Universidad de Columbia, donde me encontré con el gélido machismo sexista de la academia. Como el abuelo de mi madre, Lionel Trilling -que entonces era el Dios de Columbia- no prestaba atención a las chicas. Miraba a tu derecha, miraba a tu izquierda, una no tenía existencia: carecía de polla.

Me gustaría poder decir que todo eso ha cambiado en treinta años. Pero el número de mujeres que se han doctorado todavía es patéticamente bajo. El motivo sólo puede ser la discriminación: leemos y escribimos mejor a los diez años, pero al comienzo de la adolescencia nos ponen miles de obstáculos en el camino. Nuestras vidas se convierten en (como lo llamó Germaine Greer en su libro sobre las mujeres pintoras) La carrera de obstáculos.

Desde el punto de vista privilegiado de la edad de cincuenta años, el ciclo discriminatorio queda completamente en claro. Esa es la diferencia entre una mujer de cincuenta años y una de veinte. A los veinte años creemos que podemos imponernos al sistema. A los cincuenta sabemos que tenemos motivos para la desesperación. Nos volvemos, como dice Gloria Steinem, más radicales con la edad.

De repente nos damos cuenta de que durante toda nuestra vida nos han preparado para apaciguar y halagar a los hombres, no para enfrentarnos a ellos. En una reunión de la Asociación de Escritores, en una fiesta, en una reunión de negocios, yo sonrío y coqueteo y halago a los demás y parezco encantadora. Puede que quiera decirles la verdad a los hombres que me rodean, pero sé que no la puedo decir. Mi sola presencia siempre ofende a algunos. La sexualidad de lo que escribo, mi incapacidad para rebajarme, mi determinación al enfrentamiento, por lo menos aquí, son cosas que ofenden automáticamente. Van a contrapelo. Sólo hay un hombre al que le cuento toda la verdad -el hombre con el que vivo-, y hasta a veces hay roces y choques, probablemente más de los que yo me doy cuenta.