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Siempre nos encontramos divididas entre las madres que tenemos en la mente y las mujeres que necesitamos ser sencillamente para seguir vivas. Con un pie en el pasado y otro en el futuro, pasamos vacilantes por el primer amor, la maternidad, el matrimonio, el divorcio, la propia carrera, la menopausia, la viudez; y sin saber nunca qué o quién se supone que somos, roturamos un nuevo territorio en cada ocasión.

Hemos sido pioneras de nuestras propias vidas, y el precio que pagan las pioneras es la incomodidad eterna. La recompensa es el pasmoso orgullo de nuestra identidad conseguida con tanto dolor.

– ¡Lo conseguí! -exclamamos con cierta sorpresa y asombro-. ¡Yo lo conseguí! ¡Tú también puedes!

¿Cambiaron los hombres o cambiaron las mujeres? ¿O fueron los dos? Mi padre y mis abuelos, aunque eran sexistas, nunca habrían abandonado a sus hijos para bailar con una mujer más joven. Puede que hayan sido unos cerdos. A lo mejor no eran de fiar. Pero por lo menos eran cerdos que alimentaban a su familia. Estaban para echar una mano, proporcionando también un tipo de seguridad desconocido hoy. ¿Por qué la generación de hombres que les siguió no tuvo semejantes escrúpulos?

¿Les dejaron muy sueltos las mujeres? ¿O fue la historia? ¿O tuvo lugar un cambio enorme entre los sexos que todavía no reconocemos y al que ni hemos puesto nombre?

Según las mujeres se hacían más fuertes, los hombres parecían hacerse más débiles. ¿Era esto apariencia o realidad? Según las mujeres adquirían pequeñas parcelas de poder, los hombres iban comportándose paranoicamente, como si les hubiéramos inutilizado por completo.

¿Tienen que mantenerse en silencio todas las mujeres para que hablen los hombres? ¿Deben quedarse sin piernas las mujeres para que anden los hombres?

Las mujeres de mi generación están llegando a los cincuenta años en un estado de perplejidad y rabia. No ha llegado a pasar ninguna de las cosas con las que contábamos. El suelo sigue sin estar fijo bajo nuestros pies. Cualquier psicólogo o psicoanalista te dirá que lo más difícil de soportar es la inconsistencia. Y hemos tenido un grado de inconsistencia en nuestras vidas personales que volvería esquizofrénico a cualquiera. Probablemente nuestras abuelas fueron más capaces de enfrentarse a la expectativa de la opresión de lo que nosotras hemos sido capaces de adaptarnos a nuestra tan valorada libertad. Y en cualquier caso, nuestra libertad es discutible. Nuestra «libertad» todavía es una palabra que podemos poner entre comillas para provocar la risa.

Durante décadas no podíamos esperar que nos dieran un permiso por maternidad y volver a recuperar el trabajo; por no hablar de que podamos atender a nuestros hijos. El secreto más asqueroso de Estados Unidos es que casi todas las mujeres que trabajan tienen que transgredir la ley con objeto de encontrar a quien cuide de sus hijos. Yo he transgredido la ley. Lo mismo que hemos hecho la mayoría. (Las pobres usan guarderías no registradas oficialmente y las mujeres de clase media buscan niñeras sin permiso de residencia.) Busca una mujer que esté llamativamente limpia, y terminarás con una mujer que no tiene hijos. O con un hombre.

Con el aumento de expectativas y el declive del nivel de vida, nos preguntamos qué demonios es lo que fue mal. No fue mal nada. Simplemente nos hemos educado en una cultura y hecho mayores en otra. Y ahora llegamos a los cincuenta años en un mundo que vuelve a dar cancha al feminismo. Pero esta vez tenemos buenas razones para ser escépticas.

La generación flagelada es, a su modo, una generación perdida. Como los espectadores de un partido de tenis, movemos sin cesar la cabeza a uno y otro lado.

¡No es extraño que nos duela el cuello!

Puede que cada generación se considere a sí misma una generación perdida y puede que todas las generaciones tengan razón. Puede que hubiera flappers en los años veinte que anhelaban la seguridad de la vida de sus abuelas. Pero la primera ola del feminismo moderno al menos proporcionó a sus miembros una corriente de esperanza (y la segunda ola de finales de los años sesenta y primeros setenta nos hizo soñar que la igualdad de las mujeres sería universal). De modo que mis compañeras de curso y yo hemos visto aumentar las expectativas de las mujeres y cómo se desvanecían y surgían de nuevo y se desvanecían y surgían otra vez durante nuestras no tan largas vidas. La brevedad de los ciclos ha sido mareante, y cabreante.

Los medios de comunicación todavía tratan de consolarnos con bromuro. «Los cincuenta años son fabulosos», oímos. Deberíamos ponernos pomada para almorranas en las arrugas y desfilar hacia el ocaso tomando Premarin. Deberíamos olvidar siglos de opresión a cambio de un sombrero nuevo con «Los fabulosos cincuenta años» bordado en el ala.

¿Qué pasa con nuestra necesidad -tanto la de las mujeres como la de los hombres- de prepararnos para la muerte en una cultura que se burla de cualquier espiritualidad como una pretensión de New Age? ¿Qué pasa con nuestra necesidad de vernos como parte del flujo de la creación? ¿Qué pasa con la profunda soledad de nuestros individualistas productos culturales? ¿Qué pasa con el abandono de los valores comunitarios? ¿Qué pasa con la burla que hace la sociedad de todas las actividades que no sean ganar dinero y gastarlo? ¿Qué pasa con nuestra propia desesperación al ver que mentirosos y manipuladores se hacen ricos y poderosos mientras que los que dicen la verdad son crónicamente superados y caen entre la porosa «red de seguridad» que los mentirosos han tejido con salidas para ellos mismos y sus hijos?

Pero en especial, ¿qué pasa con el significado y qué pasa con el espíritu? No se trata de palabras vacías. Son los nutrientes de los que cada vez tenemos más apetito a medida que nos hacemos mayores.

«Se mueven más cosas -escribió la poeta Louise Bogan en sus últimos años- que la sangre en el corazón.» En cuanto seres humanos, anhelamos algún rito que nos diga que somos parte de una tribu, parte de una especie, parte de una generación. En vez de eso nos ofrecen una terapia de cambio de hormonas o palabras de ánimo sobre lo estupendo que es tener cincuenta años.

Seamos claros: esas palabras de ánimo ofenden a nuestra inteligencia. No podemos olvidar tan fácilmente que nos hemos criado en un mundo que se burla de la madurez femenina. No podemos olvidar instantáneamente generaciones de chistes viejos sobre las menopáusicas, las vacas, las marujas, las brujas, las viejas. «Menopáusicas pintoras», decía mi abuelo, que era artista, de las mujeres que compartían estudio con él en la Art Student League. Y yo ni siquiera me daba cuenta de que esta observación era sexista y atacaba la edad. Me limitaba a despreciar a las mujeres mayores -como hacía él-, sin darme cuenta de que estaba despreciando mi propio futuro.

Sólo porque haya consignas nuevas que se transmiten por las ondas o se imprimen en las páginas satinadas, no podemos esperar que nuestra imagen del yo mejore instantáneamente. Somos algo más que consumidoras de revistas, programas de televisión, maquillaje, estiramientos de la piel, ropa. Tenemos cicatrices internas, heridas internas, necesidades internas. No podemos ser tratadas como bienes muebles durante cincuenta años y de repente que nos halaguen con una complicidad política porque se ha descubierto (bastante tardíamente) que votamos.