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En una relación, todavía se requiere autonomía, aislamiento, intimidad. Sin una relación, todavía se necesita propia estima y amor propio.

Escribo este libro desde un lugar de aceptación propia, rabia purificadora y risa ronca.

Soy lo bastante mayor para saber que la risa, y no la rabia, es la auténtica revelación.

Asumo que no soy distinta a ti.

Quiero escribir un libro sobre mi generación. Y para escribir sobre mi generación y ser brutalmente honrada, sólo puedo empezar conmigo misma.

Miedo a los cincuenta

De modo que aquí estoy, en el balneario, con Molly, encarando mi quincuagésimo cumpleaños y sintiéndome espantosamente deprimida. Ya nunca volveré a ser la persona más joven de la habitación, ni la más guapa. Nunca seré Madonna, o Tina Brown, o Julia Roberts. Durante años ésos fueron mis valores -tanto si lo admitía ante mí misma como si no-, pero ya no me puedo aferrar a tales valores.

Todos los años me asalta otra cosecha de bellezas en las calles de Nueva York. Con la cintura más pequeña y el pelo más rubio, y dientes perfectos, con más energía para competir (y menos cinismo con respecto al mundo), el curso de 1994, o 1984,1974, reemplaza inexorablemente a mi curso: Barnard, 1963, ¡hay que ver! Más de treinta años desde que dejé la universidad. La mayoría de mis contemporáneos son grandpéres, como diría mi hija. Me enseñan fotos de bebés en las fiestas, los retoños de los retoños.

Al haber empezado tarde, todavía no tengo nietos, pero tengo un par de sobrinas nietas gateando por Líbano, Lausana y el condado de Litchfield. Las hijas de mi hermana mayor me llevan cada vez más cerca al estado de abuela. Ya soy de la generación de los mayores y no siempre estoy segura de que me guste. Lo que se pierde parece a veces más claro que lo que se gana.

La asombrosa energía de las mujeres después de la menopausia (prometida por Margaret Mead) está aquí, pero no está el optimismo para alimentarla. El mundo parece incluso más sujeto por la garra del materialismo y la apariencia. Imagen, imagen, imagen es todo lo que se ve. Y en cuanto imagen, me estoy volviendo decididamente borrosa.

¿Qué ha pasado con nuestros veinticinco años de protestas por no querer ser unas Barbies de plástico? ¿Qué ha sido de la rabia del psicoanálisis de los mitos de la belleza de Naomí Wolf, o de la violencia al celebrar que somos unas brujas de Germaine Greer, o de Gloria Steinem mostrándonos cómo aceptar graciosamente la edad y volverse por fin al propio interior?

¿Es toda nuestra angustia (y el intento de auto-transformación) algo más que un alimento para los programas de debate cuando la cultura de los jóvenes viene empujando de modo inexorable? ¿Somos algo más que una pandilla de tías mayores hablando entre ellas en una sauna, animándose entre ellas? Escribimos y hablamos y nos empolvamos, pero la obsesión por la novedad y la juventud {¿renacuajos?) no parece cambiar. El nuestro es un mundo de imágenes cambiantes de vídeo más reales y más potentes que las meras palabras. La edad de la televisión está aquí, y nosotros, los de las palabras, somos una reliquia de un pasado en el que la palabra podía cambiar el mundo porque todavía se escuchaban las palabras.

Ahora la imagen lo es todo. Y el tiempo de la imagen siempre es el AHORA. La historia ya no existe en este espectáculo de luz y sonido.

Ésos eran algunos de mis pensamientos cuando me movía por el balneario de las Berkshires con Molly, haciendo ejercicios de aerobic, aqua-trimming, marcha y demás rituales para ponerse en forma, y evitando mi propia imagen en el espejo. Molly me arrancaba de la cama para cada clase y perdí los mismos pocos kilos que siempre pierdo (y vuelvo a ganar), bebía agua, se me abrieron los poros y me sentí recuperada; pero la melancolía todavía no desaparecía. (Encaraba la eterna cuestión: ¿estirarme la piel o no, antes de la gira del próximo libro?)

Peor que mi desesperación por mi inevitable declive físico (y si me «adaptaba» a él o no) era mi desesperación por el pesimismo de la edad madura. Nunca más, pensé, entraría en una habitación y conocería a un hombre delicioso que me cambiaría la vida. Recordaba que las aventuras más locas empezaban con un brillo en la mirada y una oleada de adrenalina, y la excitación a la que llevaban inevitablemente. Al evitar la excitación y abrazar la estabilidad, al repudiar mi tendencia a tirar mi vida por la borda cada siete años, también me había calmado. Quería contemplación, no aburrimiento; sabiduría, no desesperación; serenidad, no parálisis. La energía sexual a la que siempre he recurrido para el siguiente libro, lo aventurero de una vida que nunca se asentaba, había empezado a parecerme imprudente y alocado a los cincuenta años. Por fin me había «instalado» para cultivar mi jardín. Ahora lo único que necesitaba hacer era imaginar dónde estaba mi jardín y qué cultivar en él.

Porque ése, después de todo, es el problema, ¿verdad? Una nunca puede «prepararse» de verdad para la mortalidad y la muerte, aunque pueda operarse la papada y las bolsas de los ojos. Una puede tener un aspecto brillante, pero en la vida siempre hay cicatrices. El verdadero problema tiene que ver con cómo crecer hacia dentro en una sociedad que crece inexorablemente en otra dirección, cómo alimentar la espiritualidad en medio del materialismo, cómo marchar al ritmo del propio tambor cuando el rock alternativo, el rap y el hip-hop te ahogan.

Thoreau es un escritor que sirve de piedra de toque al definir el dilema del mundo occidentaclass="underline" «Cuidado con toda empresa que exija ropa nueva». En esto, las mujeres contemporáneas son más herederas suyas que los hombres. La filosofía de los alcohólicos anónimos de Bill W es la filosofía espiritual que nos sirve de piedra de toque (tanto si somos alcohólicas como si no), porque siempre estamos sedientas de espíritu, lo buscamos en todos los sitios equivocados (bebida, drogas, dinero, ropa nueva), y finalmente nos encontramos a nosotras mismas sólo al perdernos a nosotras mismas, al ceder al materialismo en que nos hemos criado.

La mortalidad es la cuestión que se trata aquí, no el estiramiento de la piel de la cara. ¿Podemos aceptar nuestra mortalidad, aprender incluso a amarla? ¿Podemos pasarles nuestro conocimiento a nuestros hijos y luego desaparecer, sabiendo que nuestra desaparición se corresponde con el adecuado orden de las cosas?

Ése es el problema que todas mis contemporáneas y yo estamos encarando a los cincuenta años. Nos hemos dado de bofetadas con el vacío espiritual de nuestras vidas. Sin espíritu, es imposible encarar que se envejece y se muere. ¿Y cómo pueden encontrar con facilidad las mujeres el espíritu en una sociedad en la que su más permanente identidad es la de consumidoras, en la que toda lucha por la autonomía y la identidad choca con los inexorables dictados del mercado; un mercado que todavía nos ve como consumidoras de todo, desde hormonas a sombreros, desde cosméticos a cirugía estética?

Deambulaba por el balneario con mi hija, sabiendo que mi cuerpo no es la cuestión importante, sino si tengo derecho o no a mi alma inmortal.

Hasta la frase suena sospechosa. ¿Mujeres? ¿Inmortal? ¿Alma? Se pueden oír los gritos de burla. Si las mujeres tienen o no derecho a sus propias almas es la cuestión básica. No se trata de capricho o moda. No se trata de New Age o de una desintoxicación en «doce pasos». Lo esencial es si se nos permite ser completamente humanas o no.