Incluso durante la Gran Depresión, a los padres de mi madre les fue bien económicamente -y eso que mi abuelo había huido de una adolescencia de extrema pobreza en Odessa, y mi abuela, como tantas abuelas, aparentemente se había casado con alguien de clase más baja. Era hija de un guardabosques ruso y comerciante de madera que había emigrado a Londres. Se había prometido y casado allá en Rusia, antes de la Gran Guerra. En Londres sus padres llevaban una tienda de alimentación en el East End, hasta que la riqueza de su hijo mayor les rescató y se convirtieron en unos residentes señoriales en el campo.
Mi madre despertó sumida en la realidad de ser la mujer de un trovador pobre, como le había pasado a mi abuela antes de ella. El matrimonio nunca es fácil para los jóvenes. (Es incluso más difícil para los de edad madura.) Mi madre pintaba y trabajaba para el departamento de publicidad de Bloomingdales, diseñaba ropa y tejidos, mientras mi padre conseguía su primer trabajo en un espectáculo de Broadway -Jubüee, de Cole Porter- donde tocaba Begin the Beguine con la orquesta en el escenario.
– Yo estrené esa canción -todavía presume.
El éxito empezaba a apuntar por el horizonte. Pero cuando mi madre quedó embarazada de su primera hija, en 1937, le dio un ultimátum: el negocio del espectáculo o nosotros.
– ¿No te conté lo de la vez en que tu padre trajo a casa a veinte chicas del espectáculo y yo estaba embarazada de tu hermana mayor? -pregunta-. Bueno, pues las chicas eran muy guapas y yo estaba muy embarazada, y al día siguiente me subí a mi bicicleta y anduve y anduve hasta Riverside Drive, prometiendo que seguiría en bici hasta que me librara del bebé -se ríe-. ¡ Estaba embarazada de ocho meses!
Pero el bebé resistió. Estaba sujeto como un percebe, como están los bebés. Y mi padre finalmente dejó el negocio del espectáculo.
¿Cómo puede elegirse entre el amor y el trabajo? (Las mujeres se han visto obligadas a hacer eso durante siglos, y finalmente reconocemos la imposibilidad de la elección.) Sé que mi padre habría tenido éxito en todo lo que se le metiera en la cabeza: era muy tenaz. Pero a mi madre le molestaba que fuera un trovador ambulante cuando ella había dejado a un lado la posibilidad de ser una artista famosa debido a la maternidad, y tenía que ganar esta guerra.
Cuando nació mi hermana mayor, mi madre, agotada por la dura tarea de criar a un bebé, se trasladó a la cómoda casa de sus padres. Mi padre todavía trabajaba por las noches y mi madre todavía tenía muchos admiradores.
– ¿Cómo se las arreglaba una mujer casada con una niña, para tener todos aquellos admiradores? -pregunta retóricamente-. Pues los tenía.
Uno era médico, alguien con un trabajo de verdad. Mi madre pensaba en el divorcio.
El hermano de mi padre fue a llevarse la ropa de éste a Brooklyn.
– No sigas con él si no eres feliz -le dijo a mi madre mi abuela (que había hecho exactamente lo mismo con su matrimonio)-. Te ayudaré todo lo que pueda.
Yo casi no llego a existir.
Pero las feromonas se volvieron a imponer y mis padres se reunieron. Seymour se convirtió en viajante de tchotchkes. Eda volvió a quedar embarazada. Yo nací en 1942.
«Hemos nacido y lo que pasó antes de eso es un mito», dice V. S. Pritchett en sus memorias, A Cab at the Door («Un taxi a la puerta»). En Habla, memoria, Vladimir Nabokov se refiere a un carruaje vacío en el porche, esperando su nacimiento. Nos maravillamos de los días de antes de nuestra llegada a la conciencia porque predicen nuestra mortalidad (la cual nos lleva la vida entera para ponernos en paz con ella, si alguna vez nos ponemos en paz).
¿Y si no hubiéramos nacido nunca? ¿Y si ese óvulo y ese semen nunca se hubieran encontrado? ¿Sería peor que morir? ¿O mejor? (Me encamino hacia la aniquilación final de la identidad, de modo que será mejor que resuelva pronto esta cuestión. Tengo más tiempo por detrás que por delante.)
Creo que ese hiato en el matrimonio de mis padres fue la época en que yo andaba rondando, preguntándome si llegaría a tener cuerpo. Reclamada por su amor -ambivalente como todos los amores-, vine al mundo como una niña enfermiza, con una diarrea que me deshidrataba, un angioma rojo que me crecía en el cuello, y alergia a la leche.
¿A qué hora nací? Se lo pregunto siempre a mi madre, porque quiero que me hagan la carta astral. (Mi partida de nacimiento se ha perdido. El hospital en que nací ha cerrado y los registros no se encuentran en los archivos de la ciudad.)
– ¿Quién sabe? -dice ella-. Era cuando la guerra. Había pocos médicos. La enfermera me puso una máscara de éter encima de la cara para ocultar el hecho de que había dado a luz antes de que llegara el médico. ¡ Le mordí la mano a la enfermera! Gritaba: ¡El bebé ya ha nacido! ¡No se atreva a ¡rogarme!
De modo que nací en plena rabia feminista: mi irascible madre le mordió la mano a la enfermera, negándose a que la anestesiaran.
Yo debo de haber tenido un aspecto espantoso.
– ¿Tenemos que llevárnosla a casa? -se comenta que dijo mi padre cuando me vio por primera vez. (Me había caído de la cuna y producido aquel famoso angioma, o quizá había nacido con él. En cualquier caso, todo el mundo está de acuerdo en que yo era una porquería.)
– Todos los bebés de aquel ala del hospital morían de diarrea infecciosa -dice mi madre.
– ¿Todos?
– Eso creo. Fuiste la única superviviente, de modo que estaba decidida a que siguieras viva.
Si aquella epidemia era fatal para todos y cada uno de los recién nacidos o no, es algo que no puedo verificar. Pero lo importante es que mi madre estaba -y está- convencida de que yo era la única superviviente de una epidemia de bebés.
Claramente decepcionado porque no fuera chico, mi padre trató de convertirme en uno, enseñándome a tocar la batería, a encestar y a despreciar todas las limitaciones femeninas. Durante mucho tiempo creí que era un chico con ropa de chica. Cuando, más tarde, varios psicoanalistas insinuaron algo que se llamaba «envidia de pene», les solté cuatro gritos. Yo creía que tenía pene. ¿Por qué iba a tener envidia?
– Te quise más a ti porque tuve que luchar mucho para que siguieras viva -dice mi madre. Y luego vuelve a contar la vieja historia familiar de la leche sin lactosa que había que ir a buscar a medianoche y de cómo casi me «morí de hambre» y cómo me quería a pesar del feo angioma púrpura, que milagrosamente se redujo a nada en los dos primeros meses, dejando a una niña color rosa, con el pelo de estopa.
– Cuando te pusiste guapa, no me importó nada -dice ella-, porque tenía que quererte sólo para que siguieras con vida.
Mi hermana mayor, Suzanna (Shoshana Miriam, apodada «Nana» debido a una pronunciación errónea de pequeña), había sido la perfección total al nacer: redonda, castaña, de ojos brillantes. Yo estaba destinada a ser el patito feo, pero más querida debido a eso, o eso cuenta la historia.
Yo siempre solía burlarme de esa historia cuando era pequeña, pero ahora la creo. El afán por mantener a un niño con vida es un seísmo. Se impone a todas las demás consideraciones. La pasión de mi madre y las batidas a medianoche de mi padre para conseguir leche me mantuvieron con respiración. Eso y la suerte de mis padres por haber encontrado a un pediatra iconoclasta.
El doctor Aubrey McLean era un enérgico escocés que se atrevió a desafiar a las empresas lecheras. Cincuenta años por delante de su tiempo, diagnosticó que yo era alérgica a la leche de vaca, y tuvieron que alimentarme con leche acidófila y trocitos crudos de hígado. No importaba lo mal que me encontrara, tenían que darme de comer y darme de comer, algún alimento tenía que servir. El médico venía a verme todos los días, me reconocía y se sentaba con mi madre a hablar de recién nacidos, la vida, el destino y cuánto odiaba a los médicos establecidos, que le habían rechazado por sus puntos de vista radicales. También era un borracho.