¿De qué hablábamos? No lo puedo recordar. Pero no podíamos parar. Le miraba y pensaba: No me voy a acostar nunca con él. Estaba harta de las cosas que empiezan con sexo y luego fracasan. Seríamos amigos, me dije, amigos, no amantes. Así nada podría ir mal. La amistad era lo mejor, después de todo. La amistad tenía posibilidades de durar.
De modo que cenábamos juntos todas las noches y no dormíamos juntos.
Se convirtió en un juego el ver hasta dónde podía prolongarse aquello. El sexo no demostraba nada, me dije. Sólo ensucia el agua. Me había sentido atraída por muchos hombres, y cuando dejé la adicción, lo que quedaba habitualmente era algo por lo que no merecía la pena molestarse. Esta vez el hombre me iba a gustar antes. No iba a casarme con él hoy y cambiarle después.
Entretanto, estaba Piero. Su amor era imperecedero porque su vida estaba comprometida con otra persona. Había venido a verme a Connecticut no mucho antes de que yo conociera a Ken, y en cierto modo resultaba menos impresionante fuera del mundo acuático de Venecia. Como Ondina en tierra, necesitaba sus escamas iridiscentes para deslumbrar. Le había visto brevemente después de la boda de St Moritz y la magia volvió a recuperarse en parte. Pero creo que lo cierto era que me estaba cansando de su predecible carácter evasivo. Si yo me prestaba, él se prestaba a aparecer, durante un tiempo. El sexo, claro, nunca había dejado de ser un delirio, pero incluso los delirios tienen sus límites.
Sin masoquismo que lo alimente, se enfría. Lo mismo que los hombres que persiguen con ardor y luego huyen, lo mismo que los solteros de buena posición que te interrogan sobre tus propiedades e inversiones, hasta los grandes sementales se vuelven aburridos al cabo de un tiempo. Saben hacer que te corras y corras y corras y corras y corras. ¿Y qué? En cuanto ves su cinismo subyacente, el folleteo deja de ser tan importante. Manipulación más que revelación.
En Los Angeles, adonde fui a ver a mi agente literario y a leerles algo de mi nueva novela a una selección de magnates jovencitos (que habían leído Miedo a volar en el colegio), me alojé en el apartamento de una actriz amiga, en West Hollywood. Todas las mañanas me levantaba tres horas antes de lo necesario y me encontraba llamando a Ken sin haberlo planeado de verdad. Me encontré relatándole la escena en la que cuento el argumento de mi nueva novela a una sala llena de tipos de veintitantos años con trajes de Armani que les robaban a escondidas mi primera novela a sus padres y se la meneaban con ella en el cuarto de baño. Trato de explicarles por qué de esta novela sobre una artista madura esclavizada por un atractivo y joven semental saldría una gran película. Pero no hay modo de que lo acepten. Para ellos, yo soy un ser curioso, una antigüedad de una época perdida entre la niebla de la historia: los años setenta.
– A mi madre le encantan sus libros -dice uno de ellos. Y se alza un coro de: También a la mía, también a la mía, también a la mía.
Volverán a sus despachos y llamarán a sus madres con orgullo:
– ¿Sabes a quién conocí? -dirán. Pero ¿quieren hacer películas que les gusten a sus madres? Decididamente, no. Sus madres son, por definición, viejas.
– He pasado de ser demasiado joven para todo a ser demasiado vieja para todo -le digo a Ken por teléfono-. Cuando estuve en Hollywood en los años setenta, acababa de hacerme famosa. Todas las personas importantes eran mayores que yo. Ahora todas las personas importantes son más jóvenes, pero todos siguen siendo tíos.
¿Por qué le estoy contando todo esto?, me pregunto. ¿Porque lo entiende? ¿Porque sabe a qué me refiero? ¿Porque hablamos como si lleváramos hablando toda la vida?
Sin embargo, no me fío. ¿Cuándo se va a convertir en un monstruo o en un marica? ¿Cuándo va a rechazar algo más íntimo? ¿Cuándo va a revelar el Mr. Hyde detrás del Doctor Jekyll?
Durante mi semana en Los Angeles no dejaba de recordar la frase inmortal de Hannah Pakula sobre el regreso al este: «Hollywood no es sitio para una mujer de más de cuarenta años que sea socia de una biblioteca.» Hollywood siempre me hace sentir que nunca seré lo bastante rica o lo bastante delgada o lo bastante joven. Hasta cuando era joven me sentía demasiado mayor en Hollywood. De modo que me encuentro encantada cuando la auténtica personificación de la mujer mayor que ha conquistado Hollywood se acerca a mi mesa en Morton's -donde estoy cenando con mi agente- hablando toda excitada de mis libros. Me invita a almorzar en su casa al día siguiente y me entero de que la muy importante, la muy atractiva Joan Collins, es en realidad una madre tierra judía por debajo de toda su pintura.
Nos sentamos en su cuarto de estar blanco intercambiando historias sobre hombres más jóvenes. Ella acaba de sobrevivir a una dura prueba con un tipo muy moderno y resbaladizo que se llamaba Peter Algo.
– Nunca me di cuenta de que me estaba mintiendo -dice ella-, ni follando con mis amigas. Era muy romántico. Es lo que echamos de menos, a hombres que no tengan miedo de ser románticos con nosotras.
Tomo el avión de vuelta a Nueva York y Ken está esperando en el aeropuerto.
– Pensé que necesitabas a alguien que te viniera a buscar-dijo, despidiendo al chófer alquilado.
Poco después de esto, me llevó a dar un paseo en avioneta por primera vez. Su avión era un Cessna 210 que tenía en el aeropuerto de Teterboro, en New Jersey. Me enseñó a comprobar el combustible, el mecanismo de aterrizaje, los alerones, a hacer las verificaciones para el despegue, y luego se quedó totalmente tranquilo y concentrado en cuanto despegamos. Volar era para él un estado de conciencia alterada. Nunca estaba tan contento como volando. En cuanto ascendimos sobre los depósitos de gasolina y los solares industriales de New Jersey, los problemas de la tierra quedaron debajo. El aire estaba lleno de pequeños aviones, cada uno de ellos unido a tierra por un torrente constante de comunicación por radio. El aire era el último sitio donde la libertad era algo más que una palabra.
Volamos hacia el norte, Hudson arriba, con sus empalizadas rojas, luego doblamos hacia el este sobre Long Island Sound y realizamos una rápida gira hasta el final de la isla, con sus rompientes de espuma y verdes campos de patatas. Escuchamos los partes meteorológicos que daban los otros pilotos y volamos por los baches de encima de las nubes. ¡No me extraña que se me hubiera ocurrido que Isadora tuviese un marido piloto! Ésta era la libertad que yo había buscado toda mi vida. Pero ¿cómo se las arregla un personaje de ficción para emplazar a un hombre de verdad? Debo de haber escrito un poderoso conjuro.
Tomamos tierra.
– No has tenido nada de miedo -dijo él.
Y era verdad.
Después de ese primer vuelo, volvimos en coche a mi casa de Nueva York, donde me estaba esperando Molly, que acababa de volver de casa de su padre. Fue la primera vez que Ken la vio.
Molly estaba haciendo diligentemente sus deberes en la mesa del comedor.
– ¿Qué quieres ser cuando seas mayor? -preguntó él (poco inspirado).
– Abogada.
Y Ken se enamoró de ella sobre la marcha.
Se volvieron a disparar las alarmas. Este tipo no está bromeando, pensé. ¿Qué voy a hacer?
Salir para Italia lo más pronto posible, eso mismo. Por suerte tenía una amiga que me había invitado a un curso de cocina en Umbría. Ibamos a encontrarnos en Roma, y luego viajaríamos a las colinas de Umbría, donde, durante una semana, aprenderíamos a distinguir los distintos tipos de aceite de oliva, a amasar pasta y a preparar sugo. Me había comprometido a hacer este viaje mucho antes de conocer a Ken, pero nada más llegar a Roma le eché de menos. También echaba en falta a Molly. Parecía que no existía razón para que yo estuviera allí.