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Nos alojaron a todas en una encantadora hostería instalada en un antiguo establo. Las habitaciones eran de piedra, húmedas y oscuras, y no tenían teléfono. La campiña de Umbría era un estallido de flores silvestres -amapolas, lirios, jacintos-, pero llovía sin cesar. Hice la llamada habitual a Piero y, como de costumbre, resultó difícil de localizar. Luego me devolvió la llamada (mientras yo estaba amasando pasta) y dijo que no podía venir. Después me pasó a su hijastro: más tarde me enteré de que era una clave para indicarme que iba a venir, pero no quería que eso lo supiera su familia.

Imaginando que no iba a venir, hice planes de volver a casa de inmediato. Pero cuando Piero llamó y dijo:

– Non scappi-quedé nuevamente prendida de su voz.

Ken, entretanto, llamó desde Nueva York y me pidió que nos viéramos en París. Entonces apareció Piero de improviso. Pasamos una noche maravillosa juntos en el establo de piedra. Hicimos el amor con nuestra habitual facilidad milagrosa, y dormimos uno en brazos del otro toda la noche. Al día siguiente exploramos la húmeda campiña de Umbría y llegamos hasta Todi, comiendo en el Ristorante Umbría. Mientras reíamos y nos tocábamos, comiendo y bebiendo, le pregunté por qué seguía con una mujer de la que no estaba enamorado.

– Es mi antibiótico -dijo él-. Sin ella, me habría casado veinte veces.

Mi explicación es -pensé para mí misma- que ella es el antibiótico y yo soy la enfermedad.

Me trajo en coche de vuelta al curso de cocina y nos besamos y nos despedimos. Cuando volví a mi habitación, había tres recados de Ken, en el último me informaba que había un pasaje de avión para París esperándome en el aeropuerto de Roma.

Llamó algo después para decir:

– No te sientas obligada a venir, pero sería estupendo que lo hicieras.

Amaneció finalmente el día en que pensaba volver a casa, y tomé un taxi hasta el aeropuerto sin estar segura de dónde estaría aquella tarde.

Si iba a Venecia, esperaría y esperaría para poder pasar unas horas con Piero. Si iba a París, pasaría algo muy distinto.

En el aeropuerto, fui al mostrador de Air France y encontré mi pasaje. Miré los horarios. El próximo vuelo a Venecia salía dentro de una hora, el próximo vuelo a París dentro de hora y media. Di vueltas por el aeropuerto dominada por el pánico. Tenía los ojos vidriosos. Chocaba contra la gente y las paredes. Me parecía que aquella decisión era fundamental en mi vida. Pensaba en la hermosa Venecia y en el hermoso Piero y en aquellos días mágicos que pasamos después de la boda en St Moritz. Los podría recuperar. ¿Podría? Nunca se entra dos veces en el mismo dormitorio. Una vez que se empieza a ver lo rutinario de la dicha, ¿sigue siendo dicha? Hasta los voluptuosos pueden verse encadenados a sus relojes. Ah… Era el momento de sumergirme nocturnamente en el Caos y la Vieja Noche. Las deidades clónicas no quieren someterse a horarios. Una vez que las conviertes en rutina, tienden a alejarse. ¿Y Pan? Corre de vuelta al bosque primordial.

¿Y si iba a París? Bueno, pasaría algo nuevo. Se abriría otra puerta. O se cerraría. Sudaba de sólo pensar en ello. Tenía miedo de que estuviera a punto de renunciar a mi libertad, a mi vida.

Tomé el vuelo a París. Cuando fui a recoger mi equipaje, vi, al otro lado de la puerta de cristal, a ese gran oso humano saludándome enloquecidamente con la mano, sonriendo. Tenía un rostro muy sincero. Cuando me reuní con él al otro lado de la puerta, no podía dejar de decir lo contento que estaba de que hubiera venido. Cuando me subí al coche que él había alquilado, siguió mirándome con tal intensidad que continuamente circulaba por el arcén. No paraba de decir:

– Estoy tan contento de que hayas venido, estoy tan contento de que hayas venido.

Nos registramos en su hotel favorito, un pequeño relais de un parque en pleno arrondissement XVI. Antiguamente una maison depasse, tenía habitaciones diminutas y estaba lleno de espantosos muebles rococó, pero nuestra suite daba a un jardín verde.

– Necesito un baño -dije. Un baño tiende a ser mi solución para todo.

Ken se agitaba por allí, abriendo los grifos del baño, echando Vitabath de pino, tratando de ayudarme a deshacer las maletas, dando saltos por la diminuta habitación, hasta que yo grité:

– ¡Por favor, estáte quieto! ¡Me estás volviendo loca!

Estaba tan deseoso de agradarme, que me ponía nerviosa.

Por fin, sola en el cuarto de baño, me metí en la bañera y pensé: ¿Qué demonios estoy haciendo aquí?

Una llamada a la puerta.

– ¿Quieres té o café? -preguntó Ken-. ¿Te pido algo?

Me molestó que me interrumpieran. Pero grité:

– Café.

Cuando salí de la bañera, nos sentamos en el cuarto de estar de la suite y tomamos el café.

– Me encanta lo cómoda que estás con tu cuerpo -dijo él-. Andas por la habitación vestida, semidesnuda, desnuda, y te sientes contenta con tu piel. Nunca he estado con una mujer así.

– ¿A qué te refieres?

– Normalmente echan el pestillo a la puerta y se maquillan. Las mujeres tienen mucho miedo de que les vean su cara de verdad.

Hablamos. Salimos a cenar a una brasserie cercana. Hablamos y hablamos y hablamos algo más. Yo pensaba en lo diferente que habría sido mi velada si hubiera ido a Venecia. Habría pasado mucho tiempo telefoneando, concertando citas, cancelándolas, volviéndolas a concertar. Luego habría habido el sexo intenso, y luego el adiós. Esto era lo contrario. Estábamos al comienzo, no al final de algo. Anduvimos y anduvimos por las calles de París. Hablamos. Cuando volvimos al hotel, hablamos algo más. En cierto momento, yo pensé: Vamos a tener que hacer sexo, ¿y luego qué? Era un rubicón que debíamos cruzar, posiblemente un Waterloo.

– Hace años que no me pongo un condón -dijo, con una jovialidad fingida para disimular su pánico cuando surgió la cuestión sexual-. Siempre he vivido con la misma persona.

Y de hecho, el acto de colocarse el obligatorio condón hizo que quedara instantáneamente sin erección.

– Cuestiones de corrección política -dijo. Yo hice como que me reía. Pero estaba desesperada y también lo estaba él. Cuando a la mañana siguiente me desperté con su erección apretándose contra mí, inmediatamente dejé que me entrara un ataque de culpabilidad con respecto a Piero para evitar la posibilidad del sexo. Pobre Piero, pensé. ¿Cómo le podía hacer esto? ¿Cómo podía abandonarle por otro hombre?

¿Pobre Piero? El pobre Piero debía de haber pasado por una larga serie de mujeres durante todo el tiempo que le conocía, y nunca le había obligado a ponerse un condón. (Tenemos unas normas para los malos chicos y otras normas para los buenos.)

¿Qué es lo que yo quería? ¿Quería volver con el gigoló? Después de todo, en mi generación era una herejía que las primeras relaciones sexuales no fueran algo mágico, a calzón bajado, una maravilla de la química. Habíamos dejado de creer en Dios y en su lugar habíamos instaurado el sexo instantáneo. Cuando eso se demostró problemático, declaramos muerto a Dios. El País del Folleteo era nuestra tierra sagrada, y cuando se demostró que era de difícil acceso, nos declaramos abandonadas en una isla desierta.

Por la mañana, gracias a los cielos, Ken tenía una reunión. Y yo me quedé en el hotel para escribir. Lo pensé largo rato, luego llamé a Piero a Venecia. Parecía notablemente indiferente porque no hubiera ido, y se refirió a los proyectos que tenía con su dama y a lo apretado que andaba de tiempo. Esperaba verme aquel verano cuando yo alquilara mi usual palazzo estropeado.