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Ivy era fea, con un enorme quiste en la nariz, lleno de pelo, pero era viva y fuerte. Aprendí pronto que estar viva y ser fuerte era mucho más importante que ser guapa.

A pesar de los muchos psicoanálisis, que me costaron lo suficiente para mantener a un pequeño país, he reprimido todos los recuerdos de mi primera infancia sobre mi madre. Sé que me adoraba y que también le molestaba adorarme, y que se mostraba muy voluble. Yo la adoraba más que a mi vida y también me aterraban sus cambios de ánimo. Mi hermana mayor muchas veces era violenta físicamente conmigo, retorciéndome el brazo hasta que yo caía al suelo muerta de dolor, y me atormentaba «ganándome» mi reloj de oro en partidas de cartas en las que hacía trampas, avergonzándome delante de los amigos. Dos mujeres me tiranizaron durante gran parte de la infancia, pero mi memoria no conserva casi nada de eso. Con todo, concluyo que mi temperamento conciliador, mi tendencia a ocultar mi enfado, incluso a ocultármelo a mí misma, y luego darle suelta años después, o usar mi pluma para atacar a los parientes, debe de proceder de esos años de tiranía emocional olvidada.

Nada de quejas. Todo el mundo necesita algo que dé forma a un carácter complicado. La tiranía fue la fuerza que originó mi amor por la libertad, mi identificación con los desvalidos, mi pasión por los derechos del hombre, y de la mujer.

Cuando mi hermana Claudia nació en 1947, toda la constelación familiar cambió. De pronto había «el bebé». De pronto era la posguerra con sus muchos nacimientos y mi padre era rico, o eso parecía. De pronto mis padres hacían cosas como ir en avión a La Habana o Jamaica a pasar unas vacaciones de invierno, o a Londres y París durante las del verano. De pronto había una niñera que no me dejaba tocar al bebé porque yo había cogido tiña por culpa del gato de mi mejor amiga.

Cuando volvía a casa del jardín de infancia, después de lo que parecía una eternidad, la niñera no me dejaba acercarme a la habitación del bebé. La pequeña intrusa pelirroja -mi hermana- destrozó mi vida. Todos se deshacían en atenciones con ella. Mi madre estaba en cama como una entretenida, mis abuelos se habían mudado a un apartamento cercano (alejados porque mis padres ahora se habían psicoanalizado y habían suprimido ideas tan retrógradas de Mitteleuropa como las familias extensas). La vida cambió dramáticamente. Y lo que recuerdo fundamentalmente es estar en una bañera, con el brazo con el reloj alzado por encima de la cabeza mientras me frota mi madre, que quería terminar pronto para correr junto a «la bebé».

La maldita bebé; cuánto la hicimos sufrir Nana y yo. Le poníamos ropa que la ahogaba y la sentábamos en el cochecito de las muñecas. La metíamos en el armario de la ropa de casa que todavía era nuestra cueva para escapar de los nazis, pues aunque la guerra había terminado, no había terminado dentro de nuestras cabezas. Allí metidas, tomábamos sandwiches de mantequilla y compota de manzana y azúcar (basándonos en una receta de una novela de Booth Tarkington que estaba leyendo mi hermana mayor). Nos escondíamos allí dentro y hablábamos en susurros, corriendo a la cocina a por más provisiones cuando no había moros en la costa.

Claudia sonreía dulcemente y soportaba todos nuestros malos tratos. Era «la bebé». Sabía su sitio. Hoy me cuenta cuánto rencor nos tenía. No era nada comparado con el rencor que le teníamos nosotras simplemente por haber nacido. Mientras nosotras íbamos al colegio, a ella la llevaban a las islas del Caribe para que tomara el sol. Mientras nosotras nos quedábamos con Papá y Mamá, ella estaba con Eda y Seymour. De las tres era la única que llama papá y mamá a nuestros padres. Y también le teníamos rencor por eso. A mí y a mi hermana mayor, mis padres nos parecían unos hermanos misteriosos. Y mis abuelos parecían los padres de verdad. A lo mejor por eso teníamos que alejarnos de ellos.

Cuando yo tenía ocho años, mi hermana mayor trece, y me hermana pequeña tres, mis abuelos cruzaron el Atlántico hacia París, esperando encontrar a los artistas de la juventud de Papá en París. (Había residido allí como un pobre estudiante de arte ruso antes de casarse, subsistiendo a base de plátanos que le daba un filántropo amante del arte judío -posiblemente un Rothschild-, o eso decían los mitos familiares.)

– Mirsky quería ir sin ella -dice mi padre-. Creía que podría dejar a Mamá con nosotros.

– Pero yo me negué -dice mi madre-. ¿Cómo se atrevía a abrigar la ilusión de que podía recuperar su juventud?

Mamá y Papá embarcaron en el Mauretania. Unas pequeñas fotos en blanco y negro recogen aquel día: Claudia y yo corriendo por las cubiertas con nuestros abrigos ingleses Chesterfield, con gorros y guantes a juego; Nana, una adolescente triste, una Elizabeth Taylor clónica, junto a diversas sillas de cubierta y chimeneas y mirando furiosa a la cámara.

Mis padres debieron sentirse tan liberados como nosotras nos sentíamos desconsoladas. Y en cuanto a Papá y Mamá, ¿en qué demonios podían estar pensando? ¿Cuánto podía decepcionar el París de 1951 a un artista que se fue de Montparnasse en 1901? Ya no era joven, ya no estaba soltero, ya no vivía a base de plátanos. El chico ruso-judío de Odesa se había convertido en un hombre de mundo (o por lo menos de Manhattan). ¿Cómo era capaz de volver? Resultó que no podía. El y mi abuela echaban demasiado de menos a sus nietas. París no les sirvió de sustituto para nosotros. A los seis meses, Papá y Mamá embarcaron de vuelta.

Siguió una riña tremenda. Papá y Mamá querían volver a vivir con nosotros, y mis padres (y sus psicoanalistas) no les dejaban. Papá y Mamá eran demasiado prefreudianos para entender todo esto, y nunca superaron el enfado. Mi madre les encontró otro palacio en el West Side (con luz del norte), a un paseo de nuestra casa, pero Papá y Mamá se negaron a perdonarla. Ni perdonaron a París por haber cambiado en cincuenta años. Se suponía que el tiempo tenía que estarse quieto. Por desgracia, nunca lo hace.

Conque tengo cincuenta años y Papá y Mamá han muerto. Mañana voy a almorzar con mi padre para ver lo mucho que me equivoqué en este capítulo inicial.

Cómo eran mis padres y todo ese rollo tipo David Copperfield

Es jueves y estoy citada para almorzar con mi padre y verificar «todo ese rollo tipo David Copperfield».

– Tu madre no se acuerda de nada -dice mi padre-, pero yo sí.

Pues bien, conviene saber que mi padre es de los tipos que nunca almuerzan solos conmigo porque creen que mi madre se podría poner celosa. Si nos vemos durante la semana -lo que puede pasar cada diecisiete años o así-, almorzamos en un restaurante de mala muerte como adúlteros con prisa. Pero esta vez estaba en juego la historia. Mi padre tiene un interés de propietario sobre mi carrera literaria, sobre toda ella, desde manipular los libros en las librerías (de modo que Miedo a volar o Fanny queden encima de los últimos libros de Stephen King, Danielle Steel o John Grisham), a suscribirse a Publishers' Weekly (e informarse preocupado de las últimas tendencias a hacer grandes descuentos), o a retorcerse las manos ante alguna mala crítica sobre mí.

– ¿Por qué te llaman escritora de pornografía, cariño? -pregunta, a veces, informándome de un ataque a fondo del que no me he enterado. Trato de evitar el leer las críticas (buenas o malas), y mi padre, con su solicitud, de hecho ha atraído mi atención hacia alguna de las más duras.

– ¿Por qué, por qué, por qué? -pregunta, como Job. Su purgatorio es tener una hija con la que se meten en la prensa cada unos pocos años. A este respecto, creo que le duele a él todavía más que a mí. Me apetece llamar a todos los críticos y decirles: «Mire usted, mi padre tiene ochenta y un años y es un buen tipo; déle un respiro». (Mis alumnos del City College de los años sesenta y primeros setenta solían hacerme eso mismo a mí: «Si me suspendes, a mi madre le dará un ataque al corazón. Y encima, me mandarán a Vietnam». Una petición especial. Y muchas veces funcionaba.)