Cuando terminé, me di cuenta de que gran parte del público estaba silbando.
Habiéndome convertido al poder transformador de la maternidad, había llegado a entender que ésta formaba parte del heroísmo femenino: que, una vez convertida en madre, una mujer podía ser más radical en su feminismo. Tenía mayor interés por proteger la tierra de los políticos varones. Tenía mayor interés por la educación y la salud, por el medio ambiente, por todo tipo de política social. Por fin entendía el modo en que nuestra sociedad hace de los hijos y las madres la menos importante de sus prioridades.
Pero las mujeres del festival -muchas de ellas admiradoras de Miedo a volar y de Cómo salvar la propia vida, y de los primeros libros de poemas- parecían sentirse traicionadas por aquel poema y otros más sobre la maternidad. Silbaron y patearon el fragmento de Milagros corrientes, aunque muchas de ellas tenían niños en los brazos.
En aquel momento me sentí cruelmente traicionada. ¿No había querido ser escritora y madre? ¿No había intentado ayudar a otras mujeres que creaban? ¿No trataba de demostrar que las madres también podían ser creadoras apasionadas? La crítica por parte de las mujeres me duele mucho más que la crítica por parte de los hombres. Parecía estar escrita en la piel por mi madre y hermanas, a las que les molestaba mi éxito desde hacía mucho.
Pero mi generación flagelada se había hecho mayor con ideas de una maternidad impuesta. Nos llamaban cosas como prima grávida carroza y peores. Puede que las mujeres del público que me abucheaban consideraran que estaba apoyando a la maternidad impuesta; aunque, claro está, no era así. Era una madre tardía, reticente, una prima grávida carroza, que había comprometido toda su energía y valor para tener una hija. Y me sorprendía que el embarazo me hubiera transformado y que quisiera tanto a la recién nacida. En absoluto me había ablandado aquella transformación materna. Si hizo algo, fue que mi feminismo se volviera más intenso.
Pero no pude verbalizar todo esto aquel día en San Francisco. Ni siquiera yo misma lo entendía.
Esta experiencia, y otras como ella, me enseñaron que a las mujeres les residía crucial el aprender a ser aliadas. Nos educan de modo deliberado para que no sepamos establecer alianzas. Aunque ahora hay todos esos equipos deportivos a disposición de las adolescentes, intrigan unas contra otras como hicieron las de mi generación. Compiten por la ropa, los chicos, el rango social, el dinero, y se llaman cosas unas a otras.
Una vez entré en la habitación de mi hija, y oí sin querer que ella y dos amigas suyas llamaban «calientapollas» a otra chica.
– Nunca llaméis calientapollas a una chica -dije yo-. Es un término sexista.
Molly:
– Pero es que es una calientapollas, mamá.
Mamá:
– Es un modo de rebajar a las mujeres por manifestar su sexualidad.
Molly (a sus amigas):
– Eso es porque mi madre es la escritora de temas sexuales del mundo occidental. Se ha casado muchas veces.
– Cuatro maridos no son tantos, considerando lo vieja que soy -digo yo, citando a Barbara Follett, que también se ha casado cuatro veces.
Las amigas de Molly se ríen disimuladamente. Yo cierro la puerta.
La oposición entre los sexos no significa automáticamente feminismo, y feminismo no significa automáticamente odio a los hombres. Muchas madres y esposas que quisieron comprometerse con las organizaciones feministas en los años setenta informaron del tipo de doloroso rechazo que había experimentado yo. Las ideas feministas nunca fueron más intensas para mi generación de lo que lo eran entonces. Pero una miopía crónica hizo que a muchas organizaciones feministas les resultara difícil golpear el hierro mientras estaba al rojo. Si una llevaba un «estilo de vida burgués», la trataban como a una paria. Una tenía la sensación de que, como no llevara la ropa propia del lesbianismo radical, la evitaban. Entonces había un estilo dominante que una debía seguir: mono y botas de trabajo, nada de maquillaje. Era importante que pareciera que acababas de salir de una comuna. La pintura de labios y ojos no sólo era contrarrevolucionaria, la mencionaban en las críticas de los libros. No había nadie más sexista que esas feministas.
¿Cómo iba a poder mi generación abjurar de inmediato de los valores con que la habían educado? No podía. De modo que algunas nos volvimos extremistas, como hacen todas las personas asustadas. Lo mismo que sucede habitualmente en las revoluciones, las maniáticas se imponen a las moderadas. Y quienes odiaban el feminismo explotaron la división para sus propios fines. Así, toda una generación de hijas crecieron rechazando el término «feminista».
Lo cierto es que todas estábamos discriminadas por ser mujeres: ¿por qué no conseguimos ver esto? Que las mujeres se rechazaran unas a otras por falta de pureza política nunca afirmaría y extendería el feminismo. Necesitábamos todo tipo de feministas. Todavía las necesitamos.
¿Quién tiene más problemas durante un holocausto, las pocas que se unen a la resistencia y dedican su vida a la lucha, o las muchas que piensan que las cosas se calmarán y la vida volverá a ser normal?
Debe reclutarse a las mujeres casadas con hijos porque están en peligro de engañarse a sí mismas con respecto a la «protección» que reciben por parte de los hombres. Puede que para que despierten deban pasar por divorcios muy molestos, o que les hagan daño, o les secuestren a sus hijos, o las maltraten. Las barbaridades cotidianas y normales que tienen lugar en el matrimonio hombre/mujer pueden crear odio, pero no pueden crear un movimiento. Ese es el papel del feminismo.
Todas las mujeres tienen una causa común. El separatismo es perjudicial para nuestro movimiento. Las tendencias separatistas de los años setenta frenaron nuestra marcha y ayudaron a abrir la puerta de la flagelación.
No es extraño que se tenga miedo a la palabra «feminismo». Ha sido definida de modo demasiado estricto. Yo defino a una feminista como a una mujer con autonomía que desea lo mismo para sus hermanas. No creo que el término implique una determinada orientación sexual, un determinado modo de vestir, o el ser miembro de determinado partido político. Una feminista es sencillamente una mujer que se niega a aceptar la idea de que la fuerza de las mujeres debe provenir de los hombres.
El resurgir del enfado de la mujer de los años ochenta fue en parte producto de la fuerza política de la derecha. Pero también fue, al menos en parte, una reacción contra la política de las mujeres contra las mujeres. Imagínese lo que podríamos haber hecho para oponernos a la flagelación de haber estado unidas en lugar de divididas. Despertamos e iniciamos el proceso de crear solidaridad sólo cuando la reacción contra el feminismo llevaba oculta toda una década.
¿Por qué las mujeres son tan poco generosas con las otras mujeres? ¿Porque hemos sido distintas durante tanto tiempo? ¿O hay una animosidad más profunda que nos toca explorar a nosotras mismas?