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Alcestis en el circuito poético

(In memóriam Marina Tsvetayeva, Anna Wickham, Sylvia Plath, la hermana de Shakespeare, etc., etc.)

La mejor esclava no necesita que la peguen. Se pega a sí misma.
Y no con un látigo de cuero, ni con un palo o con ramas, ni con un mazo o una porra, sino con el delicado látigo de su propia lengua y los sutiles golpes de su mente.
¿ Quién puede odiar su mitad tanto como ella se odia a si misma? ¿ Y quién puede igualar la finura de su propio maltrato?
Para esto se requieren años de entrenamiento. Veinte años de sutil autoindulgencia, de perdonarse a una misma; hasta la sometida se considera una reina
y sin embargo mendiga, las dos cosas al tiempo. Debe dudar de sí misma en todo excepto el amor.
Debe elegir apasionada y malamente. Debe sentirse como un perro perdido sin su amo.
Debe referir todas las cuestiones morales a su espejo. Debe enamorarse de un cosaco o un poeta.
Nunca debe salir de casa a menos que lleve una capa de pintura. Debe llevar zapatos estrechos para que recuerde su esclavitud. Nunca debe olvidar que está enraizada al suelo.
Aunque aprenda deprisa y sea supuestamente lista, su duda natural con respecto a sí misma la hace tan débil que cuenta brillantemente con una docena de talentos y así embellece pero no cambia nuestra vida.
Si es artista y se acerca a lo genial, el propio hecho de su don le produciría tal dolor que se llevaría su propia vida antes que lo mejor de nosotras. Y después de que muera, lloraremos y la haremos santa.

Este es el antiguo modelo de mujeres que sienten desprecio por sí mismas, el que debemos destrozar. El cambio no llega con el rechazo sino con la aceptación. Esas feministas que se han quejado de que no debemos escribir sobre la propia tortura, la repugnancia por nosotras mismas, o los amores obsesivos de las mujeres, son una fase crucial de la evolución de la mujer. El abandono de nuestra repugnancia por nosotras mismas, de la esclavitud del yo, es una fase esencial por la que debemos pasar, una especie de exorcismo de grupo o de psicoanálisis de masas. Si exigimos que la literatura de las mujeres sea prescriptiva en lugar de descriptiva, nunca exorcizaremos a la esclava. Un futuro de arte socialrealista -feministas muy felices con monos de mecánico azules saludando con la mano desde tractores brillantes, o su equivalente contemporáneo- no nos llevará a donde necesitamos ir. Necesitamos abrir la puerta al asombroso poder de Eros en la psique femenina. Hemos dejado que Eros signifique esclavitud, y sin embargo Eros también tiene el poder de liberarnos. Debemos exigir el derecho a presentar las vidas de las mujeres tal y como sabemos que son, no como nos gustaría que fueran. Debemos dejar de aplicar preceptos políticos a la creatividad.

Hemos sido mucho más libres para conceder a las mujeres de color el derecho a representar sus vidas sin preceptos políticos, y su escritura muestra una libertad de la que la escritura de las mujeres blancas muchas veces carece. La lujuria, franqueza, y autoridad moral que encontramos en escritoras como Zora Neale Hurston, Gwendolyn Brooks, Toni Morrison, Maya Angelou, Alice Walker, Terry McMillan, Lucille Clifton, Rita Dove y tantas otras, tiene una fuente común. Las mujeres negras les llevan por lo menos un siglo de adelanto a las mujeres blancas en lo de desterrar a la esclava de la propia identidad. Era una cuestión de necesidad: si tanto el mundo de los hombres blancos como el de los negros te quita todo poder, es mejor que encima no te quites poder a ti misma. «Las mujeres decididas no tienen depresiones», escribió la poeta afro-norteamericana Ida Cox. La energía que admiramos en la escritura de las mujeres afro-norteamericanas es la energía que procede de haber dejado de negar la realidad. En sus escritos no hay vergüenza, ni una adaptación de la realidad a fines políticos. El racismo crónico de nuestra cultura permite selectivamente a las mujeres negras estar en relación con los impulsos clónicos que bullen bajo el barniz de la civilización. A la mujer negra le está permitido ser nuestra vidente, nuestra poeta laureada, nuestro oráculo. Me gustaría ver a todas las mujeres que escriben -sea cual sea su origen étnico- reclamar ese poder, de modo que finalmente el color y el género puedan volverse insignificantes.

Miro mis propios orígenes étnicos -la condición de judía- y veo una identificación ambivalente entre mis colegas. Parece que le hemos vuelto la espalda a nuestras grandes poetas como Muriel Rukeyser, haciendo de espejos al desdén intelectual que los hombres judíos manifiestan hacia sus hermanas. Se trata de una ambivalencia que debemos entender y sobre la que nos debemos imponer si vamos a reclamar nuestro derecho a cantar canciones ambivalentes. Nosotras, las mujeres escritoras judías, por lo general hemos ocultado nuestros orígenes étnicos como si no fueran importantes. Desde Emma Lazarus identificándose con las «masas apiñadas» a Gloria Steinem leyendo poemas de Alice Walker en voz alta para expresar su muchas veces reprimida expresión propia, hemos adoptado el papel de asistentas sociales y luchadoras por la libertad, pero no nos atrevemos a realizar el primer acto de libertad: liberarnos a nosotras mismas. En su libro What is Found There: Notebooks on Poetry andPolitics («Lo que se encuentra allí: Cuadernos sobre poesía y política»), Adrienne Rich presenta su propia aceptación como poeta, como lesbiana, como judía. Lo de judía viene al final, pues es una identidad que no nos han enseñado a molestarnos por ella. Pero quizá por eso debería venir la primera.

¿Qué significa ser una mujer en una tradición que enseña a los hombres a alegrarse por no ser mujeres? ¿Qué significa que la abnegación fundamente los propios principios de la religión de una? A no ser que nos hagamos esas preguntas y dejemos de escondernos detrás de las «masas apiñadas», no podremos reclamar nuestro derecho de primogenitura: la libertad de expresión. ¿Cómo sería lo que escriben las mujeres judío-norteamericanas si dejasen de acurrucarse detrás del progreso social y se atrevieran a expresar de verdad lo que hay en nuestros corazones?