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Cada uno de los libros que he escrito ha sido escrito sobre el cadáver ensangrentado de mi abuela. Cada uno de los libros ha sido escrito con culpabilidad, gracias al empuje del dolor. Cada uno de los libros ha sido un recién nacido que no tuve que cuidar, diez mil comidas que no tuve que preparar, diez mil camas que no tuve que hacer. Quisiera, por encima de todo, ser completa, no estar dividida (esto, de hecho, es de lo que trata toda mi obra), pero en cierto modo sigo dividida. Lo mismo que una persona que una vez cometió un delito horrible que quedó sin castigo, siempre espero que caiga el hacha. En esto, sospecho, no soy diferente a las demás mujeres.

Mi abuela murió en 1969. Diez años después escribí este poema, intentando expresar parte de los sentimientos que su ejemplo me provocó:

Bastante mujer
Porque las horas de mi abuela fueron tartas de manzanas en el horno, y motas de polvo acumulándose, y sábanas poniéndose amarillas y costuras y dobladillos descosiéndose inevitablemente, yo casi nunca me ocupé de una casa, aunque la verdad es que me gustan las casas y quisiera tener que hacerle la limpieza a una.
Porque los minutos de mi madre fueron chupados con el zumbido de la aspiradora, porque bailaba el vals con la lavadora y se arrancaba el pelo esperando a que la repararan, yo mando la ropa a la lavandería y vivo en una casa con polvo, aunque la verdad es que me gustan las casas limpias tanto como a cualquiera.
Soy bastante mujer para que me encante amasar el pan tanto como el tacto de las teclas de la máquina de escribir en contacto con mis dedos, elásticos, resistentes. Y el olor de la ropa recién lavada y el de la sopa que hierve me resultan casi tan queridos como el olor a papel y tinta.
Me gustaria que no hubiera elección; me gustaría poder ser dos mujeres. Me gustaría que los días fueran más largos. Pero son cortos. Conque escribo mientras se apila el polvo.
Estoy sentada a mi máquina de escribir recordando a mi abuela y a todas mis madres, y los minutos que perdieron queriendo a las casas más que a sí mismas; y el hombre al que quiero limpia la cocina gruñendo, sólo un poco, porque sabe que después de todos estos siglos es más fácil para él que para mí.

Ahora, décadas después, estos sentimientos son incluso más intensos.

¿Dónde deja esto a la mujer que crea? En un dilema, como de costumbre. Mi abuela está sentada en mi hombro y trato de silenciarla. Me recuerda mis deberes: la entrevista en el colegio, la compra, la creación de un nido, el cuidado de la esfera privada. Pero yo necesito trabajar y decirle que no a mi hija. Mi marido también tiene que cocinar y ganarse la vida. También tiene que hacer la limpieza. ¿Hay una libertad andrógina más allá de hombre y mujer? Tanto unos como las otras la necesitan.

Un recuerdo de la niñez se abre paso entre las sinapsis. Estoy tumbada en la cama enorme entre mis padres. Puede que tenga cuatro o cinco años. He despertado de una pesadilla, y mi padre me ha llevado a su cama y colocado entre él mismo y mi madre.

Una bendición. Un anticipo del cielo. Un recuerdo del océano amniótico: el calor del cuerpo de mi madre por un lado y el de mi padre por el otro. (Los freudianos dirían que soy feliz por separarlos, y puede que tengan razón, pero dejemos a un lado esa cuestión, de momento.) Basta decir que estoy contenta por encontrarme en la caverna primordial, bañada por los rayos del paraíso.

Atrás, atrás en el tiempo. Estoy tumbada boca arriba y el techo parece un calidoscopio de guisantes y zanahorias en cuadraditos -comida del jardín de infancia-, reconfortante y cálido. Se mezcla el aliento de mis padres y el mío. Feromonas familiares de las que nacemos. Por el momento, no hay otro mundo que éste, nada de hermanas, ni profesores, ni coches, ni calles. El Edén está aquí entre mis padres dormidos y no hay destierro a la vista. Me esfuerzo por seguir despierta saboreando el momento au paradiso que asoma por el purgatorio de todos los días, el inferno del colegio y las hermanas, las guerras competitivas en el cuarto de los juegos, y la crueldad de los demás niños.

Ahí es donde empezamos todos: en el paradiso de la infancia. Y ése es el lugar que la poesía busca devolvernos. Los polos de nuestra existencia: amor y muerte: la cama de los padres y la tumba. Nuestro paso es de una a otra.

Mi abuela, que está subida a mis hombros, está decepcionada. Ella no quiere que escriba esas cosas. Ella cree que el camino de la sabiduría en la vida de una mujer es mantenerse callada sobre todas las verdades que sabe. Es peligroso, ha aprendido, hacer gala de un conocimiento íntimo. La mujer lista sonríe y calla la boca. Mi problema es que los libros no se escriben de ese modo. En especial los libros que contienen unas migajas de verdad.

De modo que volvemos, inevitablemente, al problema de las mujeres que escriben la verdad. Debemos escribir la verdad con objeto de dar validez a nuestros sentimientos, nuestras vidas, pero sólo muy recientemente hemos conseguido esos derechos. Y sólo provisionalmente. Los dictadores queman libros porque saben que los libros ayudan a que la gente reclame sus sentimientos, y la gente que reclama sus sentimientos es más difícil de aplastar.

La sociedad patriarcal ha puesto tradicionalmente una mordaza a la expresión pública de los sentimientos de las mujeres porque el silencio empuja a la obediencia. Mi abuela cree que me quiere proteger. Ella no quiere ver cómo me lapidan en la plaza pública. No quiere que me pongan en la picota por culpa de mis palabras. Quiere que yo esté a salvo para que pueda salvar a la próxima generación. Tiene el interés de una matriarca por mantener viva a nuestra familia.

Cállate, Mamá, el mundo ha cambiado. Estamos reclamando nuestra propia voz. No sólo hablaremos por nosotras mismas, también hablaremos por ti. Y nuestras hijas, esperamos, nunca tendrán que matar a sus abuelas.

Hago una incursión a la cocina para preparar unos sandwiches de mantequilla, compota de manzana y azúcar glasé mientras mi hermana mayor queda vigilando (y atendiendo a la niña).

– ¿Qué estás haciendo? -pregunta mi abuela.

– Oh, nada -digo yo, poniéndome a cubierto con los sandwiches.