¿Qué pasó entre esta secuencia de fotografías y hoy? Es el misterio que me ha puesto en las manos la crisis de Kitty. Puede que sea insoluble, pero de todos modos lo voy a tratar de resolver. ¿Por qué? Es propio de mi carácter no dejar nunca que una madeja enredada me pase entre los dedos sin tratar de desenredarla. Puede que eso desenrede alguna parte de mi enredada identidad.
La autobiografía, me estoy dando cuenta, es mucho más difícil que la literatura. En la literatura, el escritor puede imponer, si no un significado moral, orden a los acontecimientos. Por supuesto que no todos los personajes obedecen a la voluntad del escritor como marionetas, pero sin duda se los puede someter a unas danzas que son agradablemente simétricas y parecen tener comienzo, parte central y final, una sensación de finalidad, argumento, motivo.
No es la vida así. Y en especial la vida de los parientes. A veces la gente se va a la tumba sin que conozcamos sus misterios, e indudablemente sin ninguna sensación de finalidad, argumento, motivo. Soy escritora de narrativa, quiero darle forma y simetría a este relato, pero estoy frenada por los hechos, por toda su crudeza y desorden.
Los hechos se despliegan al revés, como a menudo acostumbran. Mañana me reuniré con mi tía en el juzgado para tratar de conseguir un poder legal que me convierta en su tutora. Luego trataré de encontrarle un sitio. Esta noche me prometo ir a verla al Lenox Hill, pero no lo hago. En lugar de eso me quedo ante mi mesa de trabajo, contemplando las viejas fotos de la familia y preguntándome qué significan.
La memoria es esencial en la humanidad. Sin memoria no tenemos identidad. En realidad por eso me dedico a escribir mi autobiografía. Y no puede ser un accidente que, justo en la mitad de ella, la pérdida de memoria de mi tía aparezca como algo central de mi vida.
Nos encontramos en el juzgado, un sombrío edificio con columnas de Centre Street. El reparto de personajes es: mi tía Kitty, que parece aturdida, con un pelo teñido de castaño que se le ha puesto gris en las raíces, y la misma expresión de perplejidad que en su infancia; su antigua compañera Maxine (una figura imponente, pelirroja, pintura de labios naranja, un vestido color coral y grandes joyas); una joven abogada mandona, que defiende los derechos civiles de Kitty por cuenta de la ciudad de Nueva York; un abogado cuarentón de cara roja, con pajarita roja, designado por la ciudad para que sea el tutor ad litem de Kitty; un joven amigo de Kitty que se llama Frank y que todavía no tiene treinta años y lleva casi tantos pendientes en la oreja izquierda; mi padre; mi marido, que hace de abogado de la familia; una enfermera haitiana, de una agencia privada que se ocupa de Kitty; y un juez chino-americano, que tiene una opinión bastante desfavorable de cualquier peticionario que intente que sus parientes mayores estén en algún sitio que no sea su casa. (Como una vez estuve casada con un chino-americano, comprendo que no hemos tenido suerte en que nos asignasen este juez concreto. Los chinos no se deshacen de los viejos. En vez de eso, les honran.)
Hemos llevado el caso a los tribunales dada la imposibilidad de tomar una decisión con respecto al cuidado de Kitty sin que intervenga la ley. Los tribunales, en nuestra sociedad, muchas veces son el último recurso de la obstinación.
Hace como cosa de un año, Kitty empezó a dar crecientes muestras de su incapacidad para vivir sola. Se desmayó y la hospitalizaron Dios sabe dónde, mientras todos tratábamos de seguirle la pista con ayuda de la policía de varios distritos. Cuando por fin la encontramos en un pequeño hospital de la calle 16 Este, insistió en que estaba bien y sólo quería que la dieran de alta. Aunque todavía estaba lo bastante bien como para ser amable con todo el mundo, los asistentes sociales y psiquiatras nos advirtieron de que tenía «serios déficit de memoria» (como los llamaron ellos) y no se la debía dejar sola. Recomendaron una residencia, pero nadie consiguió que Kitty ingresase. Yo visité la residencia, y le llevé fotos a mi tía de su posible habitación, pero ella siguió negándose terminantemente siquiera a verla. Una noche, simplemente dejó el hospital, volvió a su casa, y nos informó que pretendía quedarse en ella para siempre.
Sentí alivio. Todavía no estaba dispuesta a encarar una residencia, por lo que me engañé con respecto a su capacidad para vivir sola. Y Kitty vivió durante un tiempo sin problemas en su casa. Frank la iba a ver todos los días y Maxine se la llevaba a los Hamptons cuando su mala conciencia la abrumaba. Sin embargo, la memoria de Kitty estaba tan deteriorada que no podía recordar los alrededores de su casa, ni las llamadas telefónicas, los nombres de los parientes o cuándo tenía que tomar sus medicinas. Cada vez se hizo más y más claro que aquella situación no iba a durar mucho.
– ¿No tienes una habitación de sobra para mí? -preguntó lastimeramente. Y me pregunté con culpabilidad por qué no la tenía. Tenía habitación para mi hija, mi marido, para los invitados, pero la indefensión de Kitty me habría ocupado toda mi vida, y era sencillamente algo que no podía hacer.
En el Alzheimer la memoria desaparece, y las personas sin memoria tienden a olvidar que no tienen memoria. Una tarde Kitty llevó a un borracho sin techo a su casa y le entregó un juego de llaves. Frank lo encontró allí, instalado muy cómodamente. Cuando Frank advirtió a Kitty del peligro, ella se puso furiosa y le ordenó que «desapareciese» de su vida.
La cosa duró un tiempo. De la casa desaparecían cosas. Los amigos se resistían a ir por miedo a que les atacaran desconocidos. Kitty no cedía. Sabía que estaba sola, pero no mucho más.
La gente de la calle, los borrachos y los drogadictos de Chelsea eran de los suyos.
– Sólo son personas solas -decía, lo que era, por supuesto, verdad.
Pero cuando empezó a tener riñas en varios bares de la zona, en muchos locales no la querían dejar entrar. Cada vez de forma más creciente, la fueron considerando una loca. (¿Qué es estar loca, en cualquier caso, sino ser impredecible, estar sin memoria?) Para cuando la llevaron a Lenox Hill, todo el mundo sabía que había que encontrar otra solución. ¿Qué se hace con los viejos sin memoria en esta brutal ciudad? Ya es bastante dura para vivir en ella con memoria.
Celebramos una reunión en mi apartamento. Maxine se mostró de acuerdo en presentar una petición para que declararan que Kitty no se podía valer por sí sola. Pero el fin de semana antes de la vista, perdió los nervios. Con una petición sin nadie que la respaldase y Kitty en una celda de seguridad de Lenox Hill, Frank y yo acordamos ocuparnos de ella. No teníamos otra elección.
Total, que el tribunal inició la vista. Yo estaba sentada con Kitty, cogiéndola de la mano mientras un psiquiatra, convocado como «testigo especialista», hablaba de su memoria, el diagnóstico del Alzheimer, la demencia senil y otros fenómenos relacionados.
– ¿Está hablando de mí? -preguntó Kitty-. ¿Por qué? ¿Dónde estamos?
Había venido directamente de Lenox Hill para asistir a esta vista. Y todavía estaba un poco drogada debido a los tranquilizantes que le habían dado, a falta de mejores ideas para atenderla. Aturdida por encontrarse en el juzgado, repetía sin cesar:
– ¿Están hablando de mí?
Debe de haber sido una pesadilla. Despertarse en el juzgado con la cordura de una misma en discusión y sin reconocer a nadie; de cosas así están hechas las novelas de Kafka. Pero ¿quién puede tomar una decisión por otra persona, incluso cuando ha perdido la memoria? Sin memoria, ¿quiénes somos? Kitty no estaba segura. Tampoco yo.
Lo cierto es que deberíamos haber sido capaces de atenderla sin tales trucos legales, pero como su pariente más próxima, mi madre, no intervenía, y como su anterior compañera de toda la vida no quería asumir la responsabilidad de meterla en un asilo, no había más elección que llevar la cuestión a los tribunales. La ley, por dura que sea tantas veces, a menudo es el único modo en que la gente se ve obligada a encarar lo que en caso contrarío se negaría a encarar. La ley por lo menos tiene la ventaja de reunir a todas las partes implicadas en la misma sala. Al conferir a la dudosa autoridad del Estado una cuestión familiar, a veces la familia se ve obligada a reclamar la propia autoridad, aunque sólo sea como rebeldía.
Y esto es lo que pasaba aquí. El juez, considerando por encima de todo la dignidad de los de más edad, pareció cerrar los oídos al testimonio del psiquiatra y ver únicamente el cuadro de un grupo de parientes sin aliento tratando de encarcelar a aquella vieja dama tan dulce.
Después de la declaración del psiquiatra vino la de Maxine. Dominada por la ansiedad y la culpabilidad, no dejaba de insistir en que ella no quería nada de Kitty. Esta insistencia volvió al juez desconfiado. Los abogados designados por la ciudad también fueron de poca ayuda. Primero el atildado abogado de pajarita dejó claro que consideraba a Kitty como si fuera su madre y no podía enfrentarse a su deterioro mental. Y la joven abogada designada para defender los derechos civiles de Kitty soltó una perorata inútil y no pareció dar la impresión de que se enterara del peligro en que se encontraba su cliente. Durante todo estos pesados procedimientos legales, yo estaba sentada con Kitty, contenta de que no se pudiera enterar de verdad de todo lo que se estaba diciendo sobre su identidad, con la jerga de los abogados y psiquiatras. Su único delito era haber perdido la memoria (y en consecuencia suponerse que había perdido la cabeza).